El malón del 5 de julio de 1868 en la memoria de un vecino

Por María Elena Izuel

 

De los relatos de Narciso Sosa Morales he extraído el de Don Jacinto Moyano, ya fallecido, sobre el malón a la Villa ocurrido el día 5 de julio de 1868, que comparto a continuación:

Yo era niño de poco más de 10 años, vivía con mi padre, don José Maria Moyano, mi madre y hermanos Juan Ignacio, Gregorio y Domingo, en la estancia Los Tolditos.

Pablo Ortiz, amigo de casa, vivía a considerable distancia de nosotros, pero con frecuencia se le veía bajar al pueblo en busca de artículos para el hogar. Mi padre le sabía decir: ¿y cómo… no tenés miedo al frío, hombre? Ya sabés que mi casa es para todos los amigos.

En vano, siempre alojaba en el campo. Ese día como de costumbre lo vimos pasar muy tempranito por la senda que quedaba a regular distancia.

Habíamos terminado de almorzar cuando distinguimos a lo lejos un jinete que parecía venir a toda prisa en dirección a mi casa, lo que no dejó de causarnos mal presagio.

Cuando estuvo cerca reconocimos a Pablo Ortiz lo que nos extraño aún más, acostumbrados a verlo pasar sin detenerse.

–¿Qué milagro, don Pablo –dijo mi padre– qué vientos lo traen por aquí? –Ortiz ni se baja del caballo, sacando su diestra debajo del poncho nos indica el naciente y dice: no pierdan ni un minuto de tiempo, los indios han asaltado el pueblo y prontito estarán aquí– nada más dijo y clavando las espuelas a su flete overo muy pronto se ocultó tras las lomadas.

Con toda la prisa necesaria cargamos varios caballos con lo que teníamos más de valor rumbiando al río distante más de tres leguas, de paso arriamos algunos vacunos que encontramos y estuvimos muy pronto guarecidos en una profunda quebrada a donde era muy difícil llegar sin ser baqueano. Durante todo el día nadie salió del refugio que teníamos, no se encendió fuego por temer a que el humo delatara nuestro escondite. Llegada la noche mi padre ordenó a mis hermanos Gregorio y Domingo que eran los mayores que se arrimaran a las casas con mucho cuidado.

Serían las 9 de la noche cuando volvieron trayendo la noticia de que los indios estaban saqueando la casa todo lo que no consideraban de valor lo sacaban afuera para destrozarlo, las vacas las arriaban para el sur, en el corral se oía un gran balerío de ovejas y cabras.

Pasamos la noche sin cerrar los ojos. Entre mi padre y mis hermanos mayores se relevaban para hacer guardia sobre un cerro cercano. Mi madre lloraba llamando a cada rato a los que hacían de centinelas. Cada ruido que producían las aguas del río en ese lugar tan encajonado, o las pisadas de los animales nos parecía la venida de los salvajes.

Amanecía. Los vigías trajeron la noticia de que no se veían indios. Mi padre y mi hermano Gregorio a pesar de las súplicas de mi madre se fueron a informar del estado de las cosas y volvieron como a las diez, venían tristes, solamente nos dijeron, los indios ya se han ido, volvamos.

Llegamos […] en el patio ya comprendimos todo el desastre, camas rotas, ropas quemadas, petacas, cómodas, armarios y todo cuanto puede tener una casa bien plantada, pisoteado, hecho añicos, destruido. Sentimos balar algunas cabras como en la agonía, nos allegamos al corral, era un cuadro de horro […] más de 150 cabras degolladas, otras atravesadas a lanzazos lanzaban sus últimos suspiros, los corderos y cabritos pisoteados, deshechos. Más de cien vacas que se encontraban cercanas las arriaron a las tolderías. En cuanto a los cabalgares no nos quedó más que los que ocupamos para salvarnos. Por suerte los animales más ariscos sirvieron para empezar de nuevo. –¡Qué años, señor! –dice don Jacinto– ahora se vive tranquilo, pero antes… sólo Dios sabe.

Convidame un Matecito