Acerca del ensayo y la ensayística

Por Federico Mare
Historiador y ensayista

Las palabras no viven fuera de nosotros.
Nosotros somos su mundo y ellas el nuestro.
Para apresar el lenguaje no tenemos
más remedio que emplearlo.
Las redes de pescar palabras
están hechas de palabras.

Octavio Paz

Este escrito tiene cierto tono didáctico en muchos pasajes, y no es casual que así sea: se trata de una ampliación, corrección y reelaboración de los apuntes que preparé para una disertación en el Magisterio, cinco años atrás, dirigida a un curso de 5º año integrado por adolescentes de 17 y 18 años de edad. Fue una hermosa experiencia, por demás gratificante. Quedé maravillado con el interés e involucramiento de mi juvenil auditorio, con su curiosidad insaciable, con sus preguntas inteligentes a bocajarro, con sus inquietudes a flor de piel…

Cada estudiante debía escribir luego un ensayo para la asignatura que había organizado la actividad, poniendo en valor lo aprendido aquella mañana de primavera, como caja de herramientas y como fuente de inspiración. Yo, por mi parte, me comprometí a escribir y publicar algo sobre el ensayo y la ensayística a partir de las notas que había garabateado para la charla. Con algunos meses de retraso, cumplo aquí aquella promesa.

Traté de mantener, en lo posible, la impronta docente de los apuntes originales. Pero también, sabiendo que el público que habría de leerlo ya sería inevitablemente distinto (mucho más amplio y predominantemente adulto), procuré darle mayor complejidad a la exposición, y cierta impronta ensayística. Difícil equilibrio, sin duda. Espero haberlo conseguido. Y si no fue así, que esta breve introducción sirva a modo de captatio benevolentiæ.

El ensayo como género literario

Empecemos por lo primero: ¿qué es un ensayo? Ante todo, un texto. Una prosa para ser más exactos, lo que implica decir que no se trata de un texto poético.

Pero, ¿qué tipo de prosa es un ensayo? Un ensayo no es un relato de ficción, como sí lo son la novela y el cuento, o la fábula; ni es una crónica, en ninguna de sus variantes: crónica de viajes, periodística, biográfica, histórica, etc. Tampoco es (a diferencia de una carta, un guión de cine o teatro, o una entrevista) una prosa caracterizada por el diálogo.

Si un ensayo no es un texto poético, ni narrativo, ni dialógico, ¿qué es? ¿Una prosa descriptiva tal vez, del mismo género que el retrato y el paisaje? Tampoco. En un ensayo, el elemento descriptivo es nulo o –en el mejor de los casos– muy marginal.

¿Un ensayo es entonces un texto expositivo? Tampoco. Una prosa expositiva es una prosa eminentemente informativa, vale decir, una prosa que se limita a la función práctica de transmitir una serie de datos útiles. Textos expositivos son, por ej., una receta de cocina, un manual de instrucciones, una nota periodística noticiosa, un diccionario, una enciclopedia, un testamento o una reglamentación.

Un ensayo es un texto argumentativo, un texto que argumenta. En un ensayo, el autor plantea una tesis, fija una postura o posición sobre un determinado tema o problema, hilvanando en su defensa una serie articulada de razones. Esas razones se llaman argumentos. Y dado que la sustancia del ensayo son los argumentos, el ensayo es un texto argumentativo.

Sin embargo, no todo texto argumentativo es, estrictamente hablando, un ensayo. Por caso, una monografía científica, un artículo académico, una columna de opinión, un discurso político, si bien poseen un carácter argumentativo, no son ensayos stricto sensu.

¿Qué otras cualidades tiene que tener un texto argumentativo para merecer la distinción de ser considerado un ensayo? La impronta intelectual no basta. Es condición necesaria, mas no suficiente.

Un ensayo es una prosa de vocación intelectual que, además de un contenido argumentativo, posee cierta forma, cierto modo de decir. Esa forma es estética. En un ensayo, la tesis y los argumentos no están desnudos, lacónicamente expuestos como en un tratado de anatomía, un informe forense de balística o un paper de macroeconomía. Hay un arte literario que los arropa y engalana. La ensayística, la escritura de ensayos, no se reduce a la dialéctica, a la argumentación, a la fundamentación racional. Es también retórica. Al ensayista, al escritor de ensayos, no le alcanza sólo la verdad. Busca también la belleza. Hay solidez de argumentos, solvencia dialéctica, rigor intelectual en su decir, pero también cierta inquietud estética, cierta preocupación estilística, cierto esmero literario. Le importa el qué de la escritura, pero también el cómo. Demostración y persuasión: ambas cosas por igual.

Algo más distingue al ensayo de otras prosas argumentativas: el sello personal. El ensayista, a diferencia de –por ejemplo– un autor de monografías académicas, no esconde su subjetividad; de hecho, no quiere esconderla. Al contrario: desea exponerla a sus lectores. Usa con frecuencia la primera persona del singular, lo mismo que las adjetivaciones. Hace juicios de valor expresos y categóricos. Juzga, polemiza. No escatima opiniones, por muy heterodoxas y controversiales que ellas sean.

Pero el sello personal del ensayista se manifiesta también en otro aspecto: la originalidad. No probablemente en los datos, que muy a menudo los toma de fuentes primarias o de bibliografía académica especializada, sino en la síntesis, interpretación, reflexión y/o valoración que hace de ellos. Un ensayista bien puede asumir un rol de divulgador, pero siempre es más que un mero divulgador. Produce un saber, genera conocimiento. No tanto a nivel empírico, pero sí a nivel teórico. La información factual que maneja es, por lo general, prestada. Pero no se limita a reproducirla o compendiarla. Ve en ella una materia prima con la cual poder elaborar sus pensamientos. El ensayista hace un uso inteligente, crítico y creativo de los datos que aportan la ciencia y la comunidad académica. Busca relaciones insospechadas entre los mismos, conexiones nunca antes develadas, o no suficientemente exploradas.

Un ensayo, además, es un texto libre. Libre tanto en la temática abordada como en su construcción. No sigue lineamientos preestablecidos, pautas rígidas. Es asistemático.

Por último, un ensayo va dirigido a un público amplio. No un público masivo, desde luego, porque su lectura requiere cierto nivel de instrucción o bagaje cultural. Por «público amplio» entiendo un público ilustrado, más o menos culto, pero no necesariamente experto o especializado en la temática. En este sentido, el ensayo se diferencia claramente del paper académico, un escrito dirigido exclusivamente a colegas o personas entendidas.

Un ensayo es todo lo que hemos visto hasta aquí. No es poco, ¿verdad? El ensayo ha llegado a ser lo que hoy es –todo un género literario en sí mismo, una tradición letrada de inmenso prestigio e innumerables cultores– gracias a un largo proceso de maduración intelectual, estética y política con más de 400 años de historia a cuestas. Desde que el humanista francés Michel de Montaigne, en pleno Renacimiento, sentara las bases del género ensayístico moderno con sus aclamados Essais, mucha agua ha pasado por debajo del puente. Confeccionar una lista de autores y títulos sería demasiado pesado, tedioso; o en su defecto, extremadamente injusto y antipático. Que cada lector de ensayos sea su propio antologista.

montaigne

La ensayística como experiencia intelectual

¿Para qué escribir un ensayo? Una respuesta obvia sería: para expresar o comunicar a los demás lo que pensamos sobre un determinado tópico: la nostalgia, el amor, la libertad, el dinero, la muerte, los femicidios, Borges, el tango, etc. Esta respuesta, si bien no es incorrecta, resulta incompleta.

Un ensayista no escribe ensayos solamente para comunicar lo que piensa. Lo hace también para pensar mejor, con mayor hondura, rigor, amplitud y claridad. Nuestros pensamientos no alcanzan plena madurez hasta tanto no los volcamos en un texto. Agustín Álvarez, acaso el mejor ensayista que ha dado Mendoza, señaló: “es bueno escribir lo que se piensa para obligarse a pensarlo con más precisión”. Tenía toda la razón. Cavilar en el fuero íntimo de nuestra conciencia, lo mismo que dialogar con nuestros semejantes, son instancias valiosas de pensamiento. Pero el intelectual debe trascenderlas, y sólo se las puede trascender escribiendo.

Redactar ensayos no consiste en comunicar algo que ya se pensó. Se piensa también, más y mejor, mientras se escribe, cuando se escribe. O mejor dicho, se piensa escribiendo. El ensayo es, a la vez, en simultáneo, un acto de pensamiento y comunicación.

Cuando empecé a escribir ensayos, creía que la forma no importaba tanto, que resultaba poco menos que accesoria. Con el tiempo, fui descubriendo que la manera de decir lo que pensaba –la conciencia literaria– era importantísima, fundamental en un ensayista. Y al final, comprendí y asumí que la ensayística es, en sí misma, pensamiento. No escribo ensayos sólo para exteriorizar lo que pienso. Escribo ensayos, también, para pensar lo que nunca antes pensé, o bien, para seguir pensando algo en un nivel o plano de mayor complejidad, coherencia y lucidez al de la introspección y la oralidad.

En tanto experiencia intelectual, la ensayística es dialéctica, es decir, argumentación y debate. Y para argumentar y debatir con solvencia se requieren dos cosas: consistencia empírica (solidez de datos) y rigor lógico (solidez de razonamientos). Un ensayista tiene que manejar buena información (científica, técnica, periodística, etc.), pero también debe saber razonar bien. Y para razonar bien es esencial poseer una sólida formación en lógica: conocer los componentes de un razonamiento, los distintos tipos de inferencia, la distinción entre validez/invalidez y verdad/falsedad, las diferentes operaciones lógicas, todas las falacias formales e informales, etc. etc.

Un ensayista debe también ser un buen polemista, y para serlo, no basta con enunciar una tesis u opinión. Eso es lo de menos: lo importante son los argumentos que se desarrollan en sostén o defensa de esa tesis u opinión. De lo contrario, caeríamos en el facilismo de las discusiones de café, sobremesa o redes sociales.

Sin embargo, no alcanza con saber argumentar a favor de la tesis propia. Hay que saber, además, argumentar en contra de la tesis contraria. Un ensayista debe ser, pues, tanto un hábil apologista como un hábil crítico. La refutación es tan importante como la demostración. De hecho, para ser más exactos, la refutación es parte de la demostración. Se argumenta por vía catafática o «positiva», y también por vía apofática o «negativa». Ambas de consuno.

Pero la ensayística supone asimismo, en mi concepción personal, polimatía. Polímata es quien posee intereses temáticos y saberes disciplinares muy diferentes. Un ensayista es generalmente un polímata, toda vez que sus ensayos versan –no siempre, pero en la mayoría de los casos– sobre tópicos de la realidad y ramas del conocimiento bastante diversos. Lógicamente, un escritor de ensayos sólo a veces es especialista en el tema que ha elegido abordar. Y cuando no lo es, debe tener la capacidad de contrarrestar o paliar su falta de «experticia», para no pasar por improvisado o chapucero.

En relación a la polimatía, publiqué en mi blog de Facebook, hace algún tiempo, una breve observación. Juzgo oportuno traerla a colación:

En este blog voy compartiendo y reuniendo todos mis escritos, éditos e inéditos: ensayos, artículos, extractos de libros, aforismos, columnas de opinión, reseñas, poemas, comentarios, críticas, reflexiones, etc. ¿Tópicos? De todo un poco: historia, literatura, arte, filosofía, epistemología, divulgación científica, política internacional, política interior, educación, sociología, antropología, lógica, laicismo, ateísmo, librepensamiento, existencialismo, mitología griega y nórdica, feminismo, cine, repostería galesa, música, marxismo, anarquismo, fútbol, Tolkien, racionalismo, guitarra clásica… Para muchos, la polimatía es una aberración intelectual. No para mí, aunque me tilden de diletante. Escribo sobre lo que me apasiona o moviliza. Y si muchas cosas me apasionan o movilizan, ¿qué hay de malo en que mi escritura sea tan diversa, en forma y contenido? No es un plan deliberado. Es un impulso espontáneo que brota de lo más profundo de mi ser. Si me especializara, me traicionaría a mí mismo. Si no fuese polímata, mi escritura quedaría reducida peligrosamente a un mero acto de conformismo o complacencia.

En la ensayística, la polimatía va de la mano, necesariamente, con la síntesis. Se cree equivocadamente que la síntesis sólo sirve como instrumento «exotérico» de enseñanza o divulgación. Pero la síntesis también contribuye a expandir el conocimiento, toda vez que permite descubrir conexiones inesperadas, o hacer comparaciones esclarecedoras, que los expertos, enfrascados en especialidades cada vez más minimalistas y disociadas (la mentada fragmentación del saber), pocas veces llevan a cabo. Un grandísimo ensayista como Ortega y Gasset supo advertir muy bien la enorme importancia epistemológica que tiene la síntesis en un mundo crecientemente dominado por lo que llamó, con justeza, “barbarie del especialismo”. Y la ensayística, merced a su polimatía, es un terreno particularmente fértil para la síntesis.

Un ejemplo notable es el de Gonzalo Puente Ojea. Este intelectual marxista español, con su excepcional inteligencia y erudición, logró expandir los horizontes de varios campos científicos y filosóficos en los que él no era especialista, como la historia del cristianismo primitivo y la antropología de la religión, cosechando el respeto y la admiración de los expertos, que se han nutrido profusamente de sus desarrollos teóricos, hallazgos comparativos y abordajes analíticos.

Por lo demás, en la ensayística todo puede ser materia de reflexión. Todo. Lo grande y lo pequeño, lo excepcional y lo cotidiano, lo público y lo íntimo, lo elevado y lo vulgar… Pero siempre con altura intelectual. Nunca sacrificando la seriedad, el rigor, la complejidad, la hondura. Se pueden escribir buenos ensayos acerca de temas que, a primera vista, parecen no ameritar un tratamiento intelectual: la saga Star Wars, el fútbol, la repostería, el fenómeno Halloween, las distintas versiones de Caperucita Roja… Un excelente botón de muestra es el libro de Jean Chesneaux Una lectura política de Julio Verne (1971). Nadie que lo haya leído puede no tomarse en serio la novelística verniana.

La ensayística como experiencia estética

La ensayística es argumentación, pero también –como hemos visto– búsqueda de belleza. En el ensayo, la dialéctica y la retórica están hermanadas, se complementan y potencian mutuamente. El ensayo está escrito con esmero literario. El ensayista es un intelectual con conciencia estética.

La escritura ensayística debe ser, en mi opinión, cuidada y elegante, y también relativamente amena. Pero a la vez, no debe estar exenta de cierta claridad y concisión. Nada quimérico hay en ello. Como dijo Rodolfo González Pacheco, “los pensamientos más altos no son los más complicados. Las complicaciones residen en el proceso que han debido atravesar para aparecerse nítidos”. Un ensayo demasiado abstruso o sobrepoblado de circunloquios no es un ensayo ideal. Tampoco lo es, claro está, un ensayo escrito con mucho lirismo u oficio literario, pero con poca o ninguna sustancia intelectual. Hay –por caso– ensayistas que nos deslumbran con sus finas pinceladas de prosa poética, o con sus ingeniosas ironías de humor satírico, pero que, como intelectuales, nos dejan con gusto a poco. La esplendidez estética del envoltorio no alcanza. La riqueza intelectual del contenido es fundamental, innegociable.

Decía que la ensayística supone una escritura con esmero literario. ¿Qué significa eso, en términos prácticos? Significa reescribir una y otra vez un párrafo o una oración hasta que tenga cierta gracia, cierto sabor, cierta cadencia o musicalidad, cierto toque de distinción, cierto encanto. En suma, cierta belleza. Voy puliendo y cincelando cada parte, con paciencia y meticulosidad, hasta sentir que encontré la forma óptima, una forma que ya no puedo mejorar más.

La ensayística supone, pues, trabajo de orfebre, depuración en la forma, perfeccionismo en el estilo. Ahora bien: existe el riesgo de excederse en esa búsqueda de excelencia, exceso que conduce a un preciosismo contraproducente: el rebuscamiento, la afectación, el barroquismo, la pedantería. El ensayista no debe cruzar el límite que separa el esmero literario del amaneramiento literario. Ese límite, empero, como tantos otros, no es tajante. Resulta un tanto borroso, difuso. Y altamente subjetivo, desde ya. Pero el límite existe, y todo ensayista haría bien en tenerlo presente cuando escribe.

Admiro profundamente, más allá de toda discrepancia ideológica, la ensayística de Horacio González: sus libros, sus artículos académicos, sus columnas para Página/12. El autor de Retórica y locura es, a mi modo de ver, el mejor ensayista de la Argentina actual: como intelectual, derrocha perspicacia, lucidez, hondura, erudición, polimatía y humanismo, sin jamás darle la espalda a la actualidad y sus premuras; como escritor, nos prodiga textos de exquisita factura literaria, dotados de una elegancia y brillantez inconfundibles. Pero esa belleza –igual que en la ensayística de Nietzsche y Camus– le debe mucho a la concisión. González sacrifica la claridad en aras de un acendramiento expresivo casi aforístico. Sus ensayos son abstrusos, de difícil lectura, de ardua comprensión. No bien esboza una idea, pasa a otra, y luego a otra, hilvanándolas siempre con rigor, pero sin jamás detenerse a explicarlas, a desarrollarlas, a ilustrarlas. No hay apostillas o aclaraciones. Tampoco ampliaciones o desgloses. Mucho menos ejemplos. En su escritura de gran densidad intelectual, un párrafo no es el desarrollo progresivo de un concepto, sino la concatenación de varios conceptos cuyo conocimiento previo –o entendimiento ipso facto– se da por sentado.

horacio gonzalez 2

Pero hay ensayistas que, sin renunciar a una ensayística de alto vuelo intelectual, optan sin embargo por una mayor claridad y amenidad expositivas. Un buen ejemplo es Beatriz Sarlo. Sus ensayos, ciertamente, no van en zaga a los de Horacio González en ambición y complejidad temáticas, en amplitud de miras y saberes, en agudeza de análisis y reflexión, en implicaciones de actualidad. Pero su lectura es más fluida, más accesible; y su inteligibilidad, bastante menos espinosa. Sarlo hace concesiones didácticas que en González serían impensables: desarrolla más sus ideas, las ilustra, hace aclaraciones. Sin embargo, como contrapartida, la autora de Escenas de la vida posmoderna nos brinda una ensayística de mayor austeridad retórica, de menor concisión y estilización, casi sin reminiscencias aforísticas. Aunque muy cuidada, y para nada exenta de gracia literaria, la suya es una prosa menos alejada del formato discursivo convencional de la academia.

La ensayística es como una manta corta: cuando nos cubrimos bien el pecho, dejamos al descubierto los pies; y cuando nos cubrimos bien los pies, dejamos al descubierto el pecho. Un equilibrio perfecto entre la claridad y amenidad en la exposición de ideas, y la excelencia estética en el uso del idioma, resulta muy difícil de lograr, si es que no resulta imposible. El afán de belleza tiene un precio, igual que el afán de hacerse entender. Queramos o no admitirlo, hay un juego de suma cero entre ellos. Como dice el viejo refrán, no se puede servir a dos señores a un tiempo y tener a cada uno contento. Todo ensayista, por mucho que se esfuerce en equilibrar el fiel de su balanza, se ve obligado a establecer cierto grado de prioridad: más dialéctica que retórica, o más retórica que dialéctica.

Pero algo es seguro: no se puede ser ensayista si se anula por completo, o se relega en demasía, una de ambas dimensiones. Su coexistencia, su dualidad, es ínsita a la ensayística, como género literario y como experiencia humanista.

Si tuviera que describir, en un plano espiritual más profundo, qué representa para mí la ensayística en tanto experiencia estética, diría que mis ensayos son soliloquios de extramuros. De hecho, éste es el nombre que elegí para mi blog de Facebook. Escribí para él una suerte de carta presentación, que reza así:

Yo no sé qué tan noble o innoble es la veta de la que están hechos mi intelecto y mi corazón, mis convicciones y mis pasiones. Pero algo sí sé, y muy bien: cada ensayo, libro, artículo, columna de opinión, aforismo, poema y todo cuanto escribo para expresar libremente lo que pienso, están hechos de esa misma veta. Son fragmentos que extraigo de lo más profundo de mi espíritu, con amor y dolor, para esparcirlos aquí y allá por el mundo, esperanzado de que alguien quiera hacerlos suyos. Soy lo que escribo, y escribir es darse. En este blog, cuyo nombre intenta resumir la hermosa paradoja que yo siento cada vez que saco a la luz pública lo que parí en la soledad de mi conciencia, hallarán muchos de los fragmentos de mi veta. Nobles o innobles, pero míos…

Soliloquios de Extramuros es, creo, una buena metáfora para describir mis ensayos. Soliloquios en tanto pensamientos, reflexiones, «diálogos con uno mismo» que mantengo en solitario. Y de extramuros porque tales pensamientos o reflexiones salen de los muros de mi conciencia para quedar materializados en textos que muchas más personas pueden leer, y que cada quien es libre de interpretar y utilizar a su antojo. El arte –se lo ha dicho hasta el hartazgo– se completa con el público. La literatura cierra su círculo cuando sus textos llegan a manos del lector. La ensayística, en tanto arte, en tanto literatura, no puede ser reducida a la internalidad de escribir desde sí, por sí y para sí. Es también la externalidad de escribir para otros, al menos cuando hay –o se presiente que tarde o temprano habrá– animus publicandi, intención de publicar.

grabado flammarion

La ensayística como experiencia política

Como intelectual de izquierda, como socialista libertario, asumo la ensayística como un modo de compromiso social, de intervención pública, de activismo político. Albergo en mi mente y en mi corazón la esperanza, el sueño, la ilusión de que mis ensayos puedan ser granitos de arena que, sumados a otros millones y millones de granitos de arena, vayan creando poco a poco la playa que, algún día, hará posible el desembarco de la Utopía: un mundo de paz, justicia y amor; un mundo sin capitalismo, sin patriarcado, sin imperialismo, sin Estado, sin racismo, sin xenofobia, sin fanatismos religiosos. Un mundo desembarazado de la miseria, el hambre, las guerras, el autoritarismo, la discriminación, el machismo, la explotación, la cultura del odio… En suma, un mundo de libertad, igualdad y fraternidad. Porque, como bien dijera González Pacheco:

Ayudar es ayudarse. El esfuerzo que se pone en la obra revolucionaria, no cae a un pozo, sino que se alza y se suma a un impulso de la vida. No muere tragado por el vacío, sino se alarga y se aclara en el torrente idealista. Es la gota de que está hecha la ola, la piedra que tiene en pie la montaña, seamos conscientes de esto para que nuestra alegría de hacer aun más humildes cosas por la Anarquía –escribir un manifiesto, pegar un grito, repartir un folleto o un periódico– no decaiga, renazca siempre.

Y partiendo de esas premisas, no cabe otra opción más que concebir la ensayística como pensamiento crítico, es decir, como un pensamiento que pretende ser antisistémico, contrahegemónico; que busca situarse en las antípodas de la ideología dominante y del sentido común; que intenta visibilizar, desmontar y cuestionar las relaciones de poder. Un pensamiento por fuera del status quo y en contra del status quo. Parafraseando lo que Celaya dijera de la poesía, librepensamiento como arma cargada de futuro.

Rasgar velos, romper yugos, parir sueños. Deconstruir lo dado, destruir lo impuesto, construir lo propio. Crítica, Revolución, Utopía. Vida en expansión. Camino de libertad.

Bajo el signo del pensamiento crítico, escribir ensayos es como sembrar sueños. ¿Sembrar sueños para qué? Para cosechar despertares, muchos o pocos, hoy o mañana. Acude a mi memoria, en este preciso instante, el numen de Ricardo Flores Magón y su metáfora del sembrador de ideales.

[…] Yo también he sido un sembrador, aunque sembrador de ideales…!, y he sentido lo que el sembrador de semillas en las generosas entrañas de la tierra, y yo confío las más en los cerebros de mis semejantes, y ambos esperamos… y las agonías que él sufre en su espera son mis agonías. La más pequeña muestra de mala suerte oprime nuestro corazón, deteniendo la respiración, espera que la rotura de la costra de la tierra le anuncie que la semilla ha brotado, y yo, con mi corazón comprimido, espero la palabra, la acción, el gesto que indique la germinación de la semilla en un cerebro fértil […]

El sembrador de ideales no detiene su obra, continúa hacia un futuro que mira con los ojos del espíritu, sembrando, siempre sembrando. Puños muy apretados pueden agitarse amenazadoramente, y todo a su alrededor puede temblar y llegar a arder en el odio que se desprende de aquellos cuyos intereses se benefician, dejando sin cultivo los cerebros de las masas […] El sembrador no retrocede, el sembrador continúa siempre sembrando, y ésta ha sido su tarea desde tiempo inmemorial, […] porque el sembrador de ideales ha tenido siempre una misión de combate, pero serena y majestuosamente; con un amplio movimiento de brazos, tan amplio que parece trazar en el aire hostil la órbita del sol, constantemente siembra la semilla que hace avanzar la humanidad, aunque con grandes tropiezos, hacia ese futuro que él mira con los ojos del espíritu…

Cuando las «tradiciones» son eufemismos de prejuicios y privilegios, y cuando la «subversión» es un disfemismo de la razón y la justicia, quienes luchamos por el progreso del espíritu público (el conocimiento y la asunción de los derechos humanos por parte de la sociedad civil, al decir de los filósofos ilustrados) debemos tener el temple suficiente para pasar por locos en una sociedad de locos, para no apartarnos jamás de la cordura en un mundo sin cordura, para conservar y ejercitar la lucidez en medio de la insania generalizada de la barbarie. No debemos caer jamás en la soberbia de creernos vanguardia iluminada, ni tampoco en la desmoralización que, tarde o temprano, nos llevaría a bajar los brazos y darnos por vencidos. Nuestro desafío es traer al presente la Utopía del mañana sin creernos portadores de ninguna mesianidad providencial, ni sentirnos víctimas impotentes de la maldición de Casandra. La mirada puesta todo el tiempo en el horizonte, los pies siempre sobre la tierra y el corazón constantemente abierto al vivificante sol matinal de la esperanza.

La ensayística como pensamiento crítico va de la mano con la parresía, tal como era concebida y practicada en la polis democrática de la Grecia clásica: libertad de expresión al servicio del bien común (koinei sympheron), ejercitada con franqueza y honestidad, de manera integral y rigurosa, apelando siempre a la razón (logos) y buscando siempre la verdad (alétheia). Siguiendo a Foucault, el ensayista que se asume como parresiasta sería aquél que se enfrenta al poder en nombre de la solidaridad, aquél que no calla ni adula, aquél que antepone la ética y la política del altruismo a la mezquindad del autointerés, aquél que está dispuesto –incluso– a correr riesgos en la prosecución de sus ideales: censura, difamación, cesantía, amenazas, exilio, cárcel, muerte. Jean-Jacques Rousseau, Karl Marx, Mijaíl Bakunin, José Martí, Rosa Luxemburgo, Gustav Landauer, Walter Benjamin, José Carlos Mariátegui, Emma Goldman, Carlo Levi, Eduardo Galeano, Nawal al Saadawi, Mauricio López… El oscurantismo, la persecución ideológica y el antiintelectualismo van de la mano.

Pero el pensamiento crítico no consiste sólo en la capacidad de deconstruir y cuestionar lo dado como lo impuesto (la ideología dominante, el sentido común, los prejuicios y mandatos culturales, las ortodoxias, los argumentos de autoridad, las tradiciones, los mitos y dogmas religiosos, los discursos del poder, lo políticamente correcto), sino también, no lo olvidemos, en la capacidad de ejercer el incómodo e ingrato oficio de abogado del diablo, tanto a favor de nuestros oponentes como en contra de nosotros mismos, y a pesar de la impaciencia y los abucheos de nuestra propia tribuna. Supone no tener demasiada prisa ni facilismo ventajero en llevar agua para el propio molino y exclamar touché. Demanda, pues, mucha rigurosidad, coherencia y honestidad, y no poco coraje y rectitud. Por eso abundan las personas que creen ser críticas sin serlo, y escasean las que realmente lo son.

En su ensayo On Liberty, John Stuart Mill escribió:

Se debe reprobar a todo aquél que, sea cual fuere el lado del argumento en que se coloque, manifieste en su defensa falta de buena fe, malicia o intolerancia de sentimientos. Mas no debemos imputar estos vicios a la posición que una persona adopte, aunque sea la contraria a la nuestra. Rindamos honores a la persona que tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que sus adversarios realmente son, así como lo que representan sus opiniones, sin exagerar nada de lo que pueda perjudicarlos, y sin ocultar tampoco lo que pueda favorecerlos. En esto consiste la verdadera moralidad de la discusión pública. Y aunque a menudo sea violada, me contento con pensar que existen muchos polemistas que la observan en alto grado, y que es mayor todavía el número de los que se esfuerzan por llegar a su observancia de un modo consciente.

Hago mías estas palabras. La ética del polemista es un componente esencial de la ensayística en tanto experiencia política. Los medios no están justificados por el fin. Deben, al contrario, reflejarlo, prefigurarlo y honrarlo.

Para la intelectualidad crítica de izquierda, militar en organizaciones políticas nunca ha sido fácil. El dogmatismo, el verticalismo, el sectarismo, el pragmatismo, no son fáciles de digerir para quienes defienden con celo su independencia, su derecho a pensar y expresarse libremente, incluyendo la heterodoxia y el disenso. La parresía individual y la disciplina organizacional siempre han estado en tensión, manifiesta o latente.

Pero esto, sin embargo, no es pretexto para retirarse de la arena política y refugiarse en la torre de marfil. Cabe la alternativa de desarrollar un activismo cultural muy fecundo por fuera de las organizaciones de izquierda. Cuando un intelectual de vocación contrahegemónica siente que no es posible encuadrarse, combatir en tropa, puede y debe luchar en solitario, como francotirador. La historia nos brinda innumerables ejemplos de la existencia y eficacia de esta clase de intelligentsia. Escritos cruciales de la tradición de izquierda, de amplísima difusión pública y profundo impacto social, pertenecen a intelectuales independientes que no militaban en ninguna organización política, entre otros, el J’accuse de Émile Zola y La Patagonia rebelde de Osvaldo Bayer.

Necesitamos, pues, el pensamiento crítico de intelectuales de izquierda independientes, autónomos, libres de la autocensura que impone la disciplina partidaria en nombre del centralismo democrático. Pero necesitamos también, imperiosamente, que esa praxis sea hecha extramuros, a la intemperie, de cara a la sociedad, fuera de la torre de marfil académica y su lógica endogámica del paper pensado y escrito para especialistas colegas.

Bien o mal, con aciertos y errores, eso es lo que trato de hacer. No soy el único, por cierto. Pero en Mendoza al menos, somos muy pocos. Debiéramos ser más, muchos más. Y de hecho, podríamos perfectamente ser más. Hay en nuestra provincia muchas personas capacitadas para la ensayística y el debate público de ideas. No es un problema de aptitud intelectual, sino de actitud política. No falta capacidad. Lo que falta es decisión.

¿Por qué no depender menos de la intelligentsia porteña? ¿Por qué no producir aquí mismo, desde nuestra específica situación local, de acuerdo a nuestras propias necesidades y conforme a nuestro propio punto de vista, las columnas de opinión, artículos de fondo y ensayos que importamos desde Buenos Aires? Benito Marianetti abrió un sendero al que debemos volver, igual que la revista Diógenes en los 90, entre otros ejemplos ilustres.

Allá por enero de 1908, Rafael Barrett, uno de los más notables ensayistas contemporáneos de la lengua castellana, publicó en El Diario de Asunción del Paraguay una bella y lúcida prosa de librepensamiento acerca del rol social de los intelectuales, intitulada, no en vano, La torre de marfil. Cito in extenso sus palabras. Vale la pena.

Lástima es que se metan a escribir los que no saben, y mayor lástima que abandonen la pluma los que podrían con fruto manejarla. […Estos últimos] se dividen en dos clases. Los unos pretextan que el oficio de las letras es criadero de pobres, y prefieren lucrar en un rincón. Con tal de cenar, renunciarían a concluir el Quijote. Los otros, enredados en su pureza, dicen que se preparan, que aún es tiempo, y que de no producir cosas notables, mejor es no producir cosa alguna. […] No lloremos demasiado la fuga de los infieles al arte que se acomodan con el destino de un Rotschild, y llamemos a la torre de marfil donde se encierran los indecisos:

—¡Salid! Perfumemos los pies en el rocío de los campos. Descubramos lo que el monte oculta. Viajemos.

—Nuestra torre es muy bella.

—No hay cárcel bella.

—Estamos cerca del cielo.

—¿De qué os servirá lanzar al cielo vuestra simiente, si no cae a tierra? Sólo la humilde tierra es fecunda.

—El polvo nos asfixia. El pataleo de la plebe nos da asco. El sudor de la soldadesca hiede. La realidad mancha y aflige: es fea.

—Porque no sois bastante agudos para penetrar su hermosura. El mundo os abruma, porque no sois bastante fuertes para transformarlo. Os parece oscuro y triste, porque sois antorchas apagadas.

—En cambio, nos entregamos al maravilloso resplandor de nuestros sueños.

—¿Qué valen vuestros sueños, si no los comunicáis? Hacedlos universales y los haréis verídicos. Mientras los guardéis para vosotros, los tendremos por falsos.

—Nuestras ideas solitarias baten sus alas en el silencio.

—Ideas de plomo, incapaces de marchar diez pasos. Alas de gallina. De los muros de vuestra torre de marfil, nada se desprende, nada parte. Decoráis vuestro egoísmo: bostezáis con elegancia. Complicáis vuestra inutilidad. Prisioneros del humo de vuestra pipa, confundís la filosofía con la toilette, el genio con la pulcritud. Tomáis la timidez por el buen gusto; envejecéis satisfechos de vuestros modales. Alejados de la ciudad, nadie os busca, porque nadie os necesita. Sois muy distinguidos: os distingue vuestra debilidad. Desdeñáis, pero ya se os ha olvidado.

—El presente nos rechaza tal vez, por no doblegarnos a sus exigentes miserias. Nos refugiamos en el pasado. Somos los eruditos de la tumba. En nuestras salas, vagan los tintes tenues de los venerables tapices. La claridad discreta de las lámparas de bronce arranca un noble relámpago sombrío a las armaduras milanesas, y en la paz nocturna sólo se oye el pasar de las rígidas hojas de pergamino bajo nuestros dedos pálidos, donde brilla un sobrio y denso sello antiguo.

—Os refugiáis en el pasado, como muertos que sois. Si estuvierais vivos, os refugiaríais en el porvenir. Desenterrad en buena hora, mas no cadáveres. Resucitad a los difuntos o dejadlos tranquilos. ¿Para qué traer su podre al sol? Ya que tanto afán tenéis de frecuentarlos, id vosotros a ellos: huid a la región de eterna sombra. Mas si os decidís a vivir con nosotros, vivid de veras, no en simulacro; vivid en vida y no en muerte. Respirad el aire de combate común y empezad vuestra propia obra.

—La queremos perfecta. La perfección a que aspiramos nos paraliza. Apenas trazamos una línea, nos detenemos, porque la reputamos indigna de nuestro ideal. Lo perfecto o nada.

—¡Suicidas! Lo primero y lo último y lo perfecto es vivir. Esa perfección es una forma del egoísmo. Ansiáis lo perfecto, es decir, lo acabado, lo intangible, aquello en que nadie colabora ya, aquello a que nadie llega, lo que aparte y humilla, lo que os eleva y aísla, el mármol impecable y frío, la torre de marfil. Por aparecer perfectos según vuestros patrones del minuto, os inutilizáis y mentís. Atentáis a la secreta armonía de vuestro ser, destruís en vosotros y alrededor de vosotros, la misteriosa, exquisita, salvaje belleza de la vida.

Sobre lo perfecto está lo imperfecto. Sobre la augusta serenidad de las estatuas, hay que poner nuestros espasmos y nuestros sollozos y nuestras muecas de criaturas efímeras. Lavad vuestra alma, encontradla y dadla toda entera, con sus grandezas y con sus bajezas, con sus fulgores sublimes y con sus tinieblas opacas, con sus cobardías y hasta con sus monstruosidades. Libertaos de vosotros mismos y os salvaréis y nos salvaréis a nosotros. Habréis aumentado la sinceridad y la luz del universo. Abrid la mano del todo, ¡oh sembradores! Que no quede en ella un solo germen.

Necesitamos más pensamiento crítico, más ensayistas de izquierda. Precisamos más ideas germinales, más sembradores de estirpe magoniana. Contra la opresión de clase, contra el machismo y contra todos los otros males sociales que ensombrecen la vida en este planeta, el único que –al menos por ahora– la especie humana es capaz de habitar.

Necesitamos quijotes. Muchos. Quijotes rebeldes, en la acción y en la palabra. Porque el capitalismo, el patriarcado, las guerras imperiales del Tío Sam, el racismo, la xenofobia, etc., no son enemigos imaginarios, molinos de viento. Son gigantes de veras. Y hasta que no sucumban, la libertad, la igualdad y la fraternidad serán sólo un flatus vocis.

Más acciones colectivas en las calles, sin duda, y por sobre todo. Pero también, frente al pensamiento y discurso únicos de la prensa hegemónica de masas, más ensayística de la urgencia fuera de la torre de marfil. Podemos. Ojalá queramos.

no a la megamineria

Palabras finales

Esbocé en este escrito una concepción triádica de la ensayística: la ensayística como experiencia intelectual y estética, a la vez que política (contrahegemónica); la escritura de ensayos como aspiración humanista a lo verdadero, lo bello y lo justo en tanto fines integralmente asumidos. Suena desmesurado, demasiado pretencioso, y tal vez lo sea…

Pero quererlo todo no significa despreciar lo poco o mucho que se logra cuando no se lo puede todo. Significa no resignarse de antemano a la parte, no claudicar por anticipado, ansiar la plenitud. Poco es mucho cuando se lo ha intentado todo, y mucho es poco cuando el esfuerzo no está a la altura de la voluntad. La «medida» de la subjetividad revolucionaria no está en los avatares del resultado, sino en la lucha misma, como lo entendía Ibsen. La disyuntiva del todo o nada no es, como se cree comúnmente, un «extravío» de la conciencia revolucionaria, sino la coartada del nihilismo: como todo no se puede, mejor no hago nada. Aun cuando no se pueda todo, incluso cuando la nada parezca doblegarnos, hay que intentarlo todo. Pueden privarnos del goce de la libertad, cierto; pero nunca de la dignidad de luchar por ella, aun en la derrota. Hay allí, como bien supo advertir Camus, una razón de sobra para querer seguir viviendo. Por lo demás, cuanto más se quiere y más se hace, más se consigue; y cuanto más se consigue, menos lejos se está del todo.

Huelga aclarar, por otra parte, que el «modelo» de ensayística aquí propuesto es un ideal de autoexigencia, un horizonte de referencia, no un acto jactancioso de autodescripción. Como ensayista, trato de honrarlo en la medida de mis aptitudes y posibilidades. Pero harina de otro costal es si lo consigo o no, o qué tanto lo consigo cuando lo consigo; asunto del cual, obviamente, no me corresponde opinar, en tanto resulta imposible ser –con credibilidad– juez y parte.

Es momento ya de concluir este ensayo sobre la ensayística, y me gustaría hacerlo con esta breve prosa que algún tiempo atrás publiqué en mi blog. En ella trato de dar cuenta de mi relación vital, existencial, con la escritura.

Escribo sin cesar, endemoniadamente, como un poseso, para que mis pensamientos y pasiones, mis conocimientos y dudas, mis convicciones y utopías (mi espíritu, mi ser, todo lo que mal o bien soy, o he llegado a ser en esta jungla de circunstancias), no se marchiten conmigo en la estéril soledad de mi conciencia, y para que no desaparezcan conmigo el día que la Parca golpee a mi puerta. Escribo para que el absurdo sea menos grande y lacerante de lo que es. Escribo para rebelarme contra la iniquidad de la sociedad y la comodidad de mi trasero. Escribo para existir más allá de mí, en mis semejantes, con mis semejantes, por mis semejantes. Escribo para sentirme vivo en este mundo demasiado parecido a un cementerio. Escribo para sobrevivir. Escribo para palpitar y anticipar la Utopía del mañana. Escribo para no morir del todo el día que me muera.

La ensayística como numantinismo del pensamiento y la palabra libres, como alternativa agonal al pesimismo antropológico del homo homini lupus. La escritura de ensayos como encrucijada y sinergia de las tres grandes búsquedas que han cimentado la tradición humanista desde tiempos antiguos: verdad, belleza, justicia.