LA PESTE

Por Marcos Martínez
Ilustraciones: Martín Rusca

 

Antecedentes

Historieta

 

 

 

PARTE I
Los trabajos y los días

 

cap1

 

 

Capítulo 1

Los vencedores, los héroes de la patria que habían combatido en Paraguay, los que habían entregado cuerpo y vida por la nación, vuelven  a su patria con el virus de la fiebre en la sangre. La peste no discrimina entre vencedores y vencidos, preña de muerte a todos por igual.

Pronto Buenos Aires comenzaría a ser también un cementerio, aunque nadie quisiera asumirlo.

A los dueños de la tropa, los oficiales, el pecho se les hincha de felicidad de volver de matar para volver a matar, aunque no sepan ni por qué ni para quién. Hubiera sido apropiado que los verdugos fuesen recibidos con un desfile, pero ese tipo de festejos estaban reservados para los oficiales, no para la soldadesca y ese tipo de gentuza. Los vencedores procuraron su propio souvenir de la guerra: trescientas paraguayas.

Ríos de sangre salen de los mataderos y saladeros, una sangre espesa y casi negra mezclada con bilis ya podrida, los desechos de las casas, basura, mierda, orín, el agua pesada de la fragua y la curtiembre, las vísceras de los animales sacrificados dentro y fuera del matadero, los cuerpos de los opositores silenciados, con piedras en los bolsillos… todo va a parar al Río de la Plata. Los mosquitos se alimentan de esta agua rojiza, marrón, verdusca, crecen y se multiplican, inocentes de que en sus entrañas el virus también crece.

El calor y la humedad de enero anuncian la cercanía del Carnaval. La gente prepara las máscaras para el festejo, para adueñarse por algunos días de las calles y de la alegría, aunque después haya que volver a estibar al puerto, a la servidumbre, a las fábricas y la curtiembre, al trabajo a destajo en los mataderos.

Tres países endeudados y sicarios de su hermano, las espaldas destrozadas de negros e inmigrantes, un desfile de soldados vivos, un desfile de soldados muertos, una ciudad erigida sobre mugre y desperdicios, eso es la civilización que sueña el presidente Sarmiento, es el progreso que comienza a tocar el preludio de una marcha fúnebre, un réquiem de silencio para Buenos Aires.

 

***

 

cap2

 

Capítulo 2

Los diarios que lee la oligarquía, The Standart, por ejemplo, hablan de afecciones gástricas y casos aislados. En febrero ya se huele el Carnaval, los leves susurros de algunos médicos comienzan a subir el tono, el murmullo se convierte en advertencia. La peste viene mordiéndole los talones a los soldados que regresan de la guerra. No es difícil seguir el rastro de la muerte, la peste avanza desde el Paraguay, baja por Corrientes, donde las tropas descansaron antes de continuar el viaje, y anida en los conventillos, donde malviven, en su mayoría, los soldados.

Los muertos cuestan menos que sus actas de defunción, las primeras falseaban o desconocían no sólo los nombres, sino también las causas de esas muertes tan baratas. Baratas, pero sobre todo silenciosas, invisibles para los pasquines oficiales, que llenan páginas y páginas de ofertas de todo lo que cualquier ciudadano respetable necesita tener en su casa para recibir y festejar el próximo Carnaval.

Las voces que comienzan a alzarse hablan de la prevención: prohibir o suspender los carnavales sería lo más coherente, pero los muertos de los conventillos, que no son dueños ni de un apellido, no cuentan. Son sólo un número en una nómina de personal, un número temporario, ocasional. Sarmiento pregunta quién va a extrañar a esos parias y los ministros enmudecen, obedecen.

La única salida es el Carnaval, Carnaval para los que no tienen nada, para los extranjeros, para los ateos, para los muertos.

 

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cap3

 

Capítulo 3

La fecha estaba convenida, después de los carnavales, cuando la gentuza volviera a ser gentuza y devolviera las calles a los dueños de la ciudad. Después del baile de máscaras en el Colón.

La iglesia reservada, los anillos grabados desde hace tiempo, el sermón del cura masticado, el lacre de las invitaciones seco, el cochero apalabrado, los manteles y las servilletas más blancos que un cadáver, el ajuar y la novia preparados, embalados, los novios ya lucían como verdaderos enamorados, dos relicarios exactamente iguales encerraban retratos a la sepia del otro, los notarios habían sido debidamente notificados en tiempo y forma, los sastres pasaban del molde a la tela y del hilván a la costura firme, los sirvientes pulían la platería, los joyeros sobrevolaban a las tías y madrinas con noticias de las últimas joyas que se usan en Francia. Todo está listo. Sólo un detalle vino a aguar la fiesta, un pequeño detalle, justo a la hora del desayuno, un domingo antes de misa…

El novio muere.

La novia, viuda antes de casarse, no sabe si reír o llorar. Suerte que a su familia poco le importa su opinión y mientras su padre manda a un sirviente a dar las condolencias a los deudos, piensa en un reemplazante apropiado y en que puede estrenar el traje en el baile del Colón.

 

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Capítulo 4

Ante la falta de alguna especie de explicación científica, médica o si quiera racional, la moral es la causa de la peste. Las costumbres licenciosas, la bebida, trasnochar y todo aquello que tiene algún vaho a pecado es la causa de la peste. Las tintas de los diarios trazan los caminos de la moral y las buenas costumbres para sobrevivir al flagelo y la gente quiere creer pero desconfía. Lo único que se contrapone a esta hipótesis es que la peste comenzó en los barrios de obreros, donde el trabajo a destajo no deja ni el dinero ni la energía suficiente para dedicarse al pecado.

 

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cap5

 

Capítulo 5

Me han encomendado escribir las acciones del Gobierno ante tamaña catástrofe. Es un honor para mí esa tarea. El Gobierno me proveerá de todo lo necesario para tal fin. Mi ocupación es una de las más sencillas, en comparación con otras que se pondrán en marcha: acciones monumentales, como nunca se han visto con tal de enfrentar tamaña debacle, desconocida para el pueblo argentino.

El presidente Sarmiento obrará con la firmeza digna de las circunstancias y la audacia suficiente para cortar de cuajo el presente dilema. Todos los medios estarán a disposición de la población afectada. Esto, sumado a la pericia de los más eminentes galenos, dará como resultado la victoria ante tan terrible mal. La comisión aconseja mantener el orden, blanquear con cal, cuidar la limpieza y el orden, barrer casa y veredas.

Me enorgullece ser un soldado más en esta guerra. Aunque tenga por arma una pluma y por balas la tinta, confío en que no hay tareas pequeñas cuando de un mal tan grande se trata. Pasar a la historia como el cronista de la peste… Ese es el lugar que tiene reservado la historia para mí, un lugar a la vera de escribas de los grandes imperios de la humanidad: romanos, egipcios y griegos. Sinceramente espero que mi pluma esté a la altura de las circunstancias y que la muerte no me sorprenda en pleno cumplimiento del deber.

 

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Capítulo 6

A lo lejos, el repique de los piedrazos contra los vidrios de las ventanas de un gran saladero. Algunas piedras dan en los marcos y otras de lleno en el vidrio, que estalla en pedazos. Dos niños amparados en la circunstancial falta de autoridad y en el paro forzoso por la peste se dedican a esa infantil venganza contra los edificios que consumen la vida de sus padres, conscientes a medias de que pronto será su turno. Cuando la piedra da en el blanco, sonríen y festejan, un estruendo de vidrios y risas.

Los saladeros fueron los primeros en cerrar, por decreto de la comisión. Después toda la industria cerró sus puertas y las calles se llenaron de desocupados, de hombres que no servían para otra cosa que para servir y ya no servían ni a nadie, ni para nada.

–¡A la casa! –dice el chico de los ojos grandes, apareciendo por detrás de ellos.

–¿Para? –contesta el hermanito mientras apunta a uno de los cristales más altos.

–¡Caminá! –dice, agarrándolo del cuello mugriento de la camisa. La piedra desvía su curso y no puede llegar siquiera al ventanal. El otro niño se pierde de vista entre callejuelas. A las dos cuadras, los hermanos caminan riendo y jugando carreras. El más pequeño lleva unos pantalones demasiado grandes, sostenidos por unos improvisados tiradores. El mayor está mejor vestido y lo único que tenía grande son sus ojos, unos ojos marrones profundos.

–Mamá se preocupa si no estamos en casa –dice el chico de los ojos grandes, cortando el juego.

–Me aburro.

–Los puede encontrar el sereno.

–¿Y qué va a hacer?, ¿meterme preso?

El chico de los ojos grandes le pone fin a la charla con una mirada. Delante suyo pasa un aguatero. El chico de los ojos grandes saluda y el hombre devuelve el gesto. Las grandes ruedas del carro son tiradas por dos caballos flacos que resoplan el cansancio, el barril viene repleto, las ruedas crujen. El aguatero trae las rodillas manchadas de buscar agua en el río, el río de la mierda, de la sangre, de las vísceras, el Río de la Plata.

Todos beben agua del Río de la Plata, en las orillas el agua es un poco más clara. Los aguateros llenan los carros para venderla a quien pudiera comprarla. Con el primer brote de peste el precio del agua había subido considerablemente, pronto se iría a las nubes. Los ricos creían que pagando ese precio compraban un poco de salud. Ni los ricos ni los pobres lo sabían, pero el agua y su infección los igualaba. De vez en cuando el aguatero escupe, maldice, aguanta la tos.

En el otro lado de la ciudad hay otra ciudad, el Club del Progreso prepara en el palacio Muñoz, Perú y Victoria el baile de máscaras. Los antifaces cubrirán las caras de la multitud que espera en las veredas. Cada cosa en Buenos Aires tiene un lugar: los trajes alquilados enfundan los cuerpos que pueden pagarlos, el progreso baila, los sirvientes sirven, las máscaras ocultan, los pobres mueren en las calles y otros pobres los acarrean, los nenes de mamá y papá preparan los pomos de esencia para mojar a alguna desprevenida, la Policía olvida los edictos y las multas, algunas parejas hablan de amor.

 

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cap7

 

Capítulo 7

Todos los años voy al desfile de las comparsas. Este año no, este año creo que es una hipocresía ir. Hay rumores de que estuvo a punto de prohibirse. Por la aglomeración de gente, creo que hubiera sido lo más acertado, pero al final se tomó otra decisión. Creo que el Presidente a menudo no está bien asesorado, quizás por impericia, o ex profeso. Hay gentes que ponen sus propios intereses por sobre los intereses de los demás, toman la función pública no para servir sino para servirse y a menudo se venden al enemigo para que los gobiernos hagan agua y se hundan.

Pienso que alguna de estas razones, desgraciadas razones, que expongo, será la causa de la no prohibición de los carnavales. No puedo creer que haya por sobre los intereses de la población intereses individuales.

Tengo fe en que el Gobierno, con el presidente Sarmiento a la cabeza, enfrentará esta situación con la mayor energía posible y no menguarán los recursos para ello. Esta peste, si bien es una desgraciada maldición, es una oportunidad inigualable para callar a aquellos que dicen que el Presidente gobierna para el extranjero, que es un empleado de Washington, que está hundiendo a la patria con deudas impagables, que estrangula la economía nacional y que considera los modelos ajenos, europeo y norteamericano, como ejemplos de civilización. Se ha llegado a decir que fueron ellos los que garantizaron y operaron mediante la prensa la opinión de los notables para que el Presidente consiguiera el favor de los votantes, que un puñado de gente lo puso en ese lugar y que es un mero empleado de ellos: un títere. Todos tendrán que comerse sus propias mentiras e indigestarse con ellas.

Calumnias, mentiras, no hay persona más integra, más cabal y más adecuada para guiar los destinos de la patria que nuestro querido Presidente. Y esta peste, un verdadero flagelo, es una gran oportunidad de demostrarlo.

Voy a extrañar el color de las comparsas, los disfraces, las máscaras de papel, la calle regada de banderitas de todas las nacionalidades, los pomos de agua y esencia aplacando el calor abrumador. Dicen que este año habrá cerca de treinta comparsas.

Desde la Plaza de la Victoria partirán, tomarán por la calle del mismo nombre y recalarán al fin en plaza Lorea. Este año no estaré, no por miedo a la peste, sino por respeto a los muertos y a sus deudos. Las calles seguro estarán llenas de gente expuesta al contagio y a la peste.

Ojalá el presidente Sarmiento pueda distinguir a todos los judas que lo rodean. En estos días tengo que entrevistarme con un tal Mardoqueo, un periodista que, según se me ha informado, también está llevando una crónica como la mía, seríamos una especie de colegas en la desgracia.

 

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Capítulo 8

Los muertos comienzan a doler, a tener nombre, pero sobre todo apellido. En el mercado, ese otro cementerio, los muertos cotizan. El Gobierno comienza a comprender la gravedad del asunto, que no era grave mientras fuera cosa de pobres.

Sarmiento, el sordo, ahora pide noticias frescas, la idea de un nuevo exilio empieza a rondar su cabeza, esa cabeza que tantas veces ha salvado de ser exhibida en una lanza. La sangre que más le duele y preocupa es la suya.

Pide noticias frescas, como pescado de puerto, sobre los cuerpos podridos de pescadores y otros bárbaros, incultos, poco ingleses y tan trabajadores.

 

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Capítulo 9

En el puerto los barcos abren sus fauces para que entren filas y filas de inmigrantes. Algunos precavidos hace tiempo escribieron a sus familias para dar y recibir noticias de pestes, de guerras, explotaciones de uno y otro lado del charco.

Miles y miles de inmigrantes sueñan regresar a las ciudades de donde la guerra, la persecución, la cárcel o las pestes los habían desterrado. Es tarde para hacerse la América en América, ya no queda nada para repartir. América es sufrimiento, guerra, trabajo a destajo, vómito negro, piel amarilla, carnaval y muerte.

Los hombres de buena voluntad caen como moscas y los otros también.

Mientras los inmigrantes charlan o fuman un cigarrillo apurados, conservan los hematomas y el recuerdo fresco del desalojo. La Policía y los trajeados entraron a las patadas y ellos trataron de defenderse a los golpes, a las puteadas. En el patio del conventillo las montañas de fuego arden, las pocas cosas que habían soportado los vaivenes del mar o que compraron en la nueva tierra, arden.

En todas las puertas la misma escena: hombres arrancados de sus casas y cosas arrancadas a los hombres, detrás de agentes, mujeres y la prole, con las manos llenas, abrazando lo poco que pueden trasladar. Después, el baño de solución nitrosa, la cal revoloteando y anidando en muebles y paredes, la calle, la cadena y el grueso candado que cierra el conventillo y una puteada en cocoliche ahogada en el llanto.

En la calle la dura sospecha de que espera algo peor que el trabajo a destajo, que la jornada de doce horas, que dejar la vida en los saladeros y mataderos. Argentina los arroja a la calle, al mar, a esa nada de agua de la que habían escapado y a la que vuelven para volver a escapar. Las treinta familias de cada conventillo se miran compadeciendo su suerte, pero no hay tiempo para sentimentalismos o despedir desgraciados y muertos.

La mayoría de las cartas no recibían respuestas y no serían respondidas nunca, quizás los destinatarios están muertos, o quizás algún funcionario de la desértica oficina de correos se divirtió leyéndolas, quemándolas, arrojándolas al riachuelo infecto.

En el extraño caso de que alguna carta llegue a ser respondida, la respuesta llegará tarde, no hace falta ni abrir el sobre, el remitente está muerto, y los muertos no tienen patria, especialmente en Buenos Aires, donde ni siquiera hay para ellos una porción de tierra para que los gusanos hagan un festín de su carne.

Dos opciones: el mar o la tierra. El mar lejano y gigante o un agujero en la tierra, un pedestre pozo que traga huesos. Los familiares no podrán llorar a los muertos en ningún lugar cuando llorar vuelva a ser una ocupación cívica. Hemos perdido el respeto a los muertos.

Los inmigrantes frente al mar, a los barcos, huyendo, contando y recontando los centavos para pagar el pasaje. La muerte es más barata.

 

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cap10

 

Capítulo 10

Querida, puta, trepadora, amante, mujerzuela, cualquiera,

                                                                  OTRA.

Contrajo el virus al internarse en la fresca carne, al respirar cerca de ella después de amarse mientras amanecía en el puerto, quizás se amaron en alguno de los departamentos de su padre.

La viuda no sabe qué sentir. «Esas historias es mejor no saberlas, mantenerlas escondidas, después de todo es bastante común buscarse una mujerzuela de esas antes de casarse», dice su confesor. «Hay que aprender a perdonar», pero en todo caso ella no tiene nada que perdonar. A su prometido sólo lo había visto dos veces y una de ellas fue en la cena de anuncio del compromiso. Qué podía perdonarle a un  desconocido. «los hombres necesitan descargar y es mejor que lo hagan con otra que con una, la naturaleza del hombre es así», dice su prima, la única que puede considerarse algo cercano a una amiga. Pero entonces si es algo tan común y al tipo no le importa en lo más mínimo, ¿por qué le duele el engaño? Respeto, absurdo respeto. Mantener las formas. Ella también tiene ganas, ella también arde, pero el deber de señorita amordaza su deseo. ¿Por qué no se insinuó? ¿Por qué no la buscó? Ella estaba resignada al casamiento, pero el deleite carnal es un premio consuelo, al menos por un tiempo, hasta que el tedio hiciera que los dos, que no se eligieron, eligieran amantes. Para ella no sería fácil, mientras que al difunto, seguro, le alentaban todo tipo de aventuras amorosas.

Por un momento quiso saber el nombre de la otra, dónde se habían conocido, por qué la eligió, qué le gustaba de ella, qué habilidad tenía en la cama, pero pronto se convenció de la inutilidad de sus preguntas.

La viuda guarda el secreto de su virginidad perdida a manos de un primo hace tres años. Él no la obligó, los dos se buscaron, meses y meses de insinuaciones, hasta que una «casualidad» hizo que quedaran solos en casa de ella durante un aguacero.

Después de esa tarde volvieron a amarse varias veces, incluso después del casamiento de él, pero siempre prometían que sería la última.

Una de las cosas que la hace sonreír cuando piensa en el casamiento es conocer otra piel. Algunas noches imaginó y algunas hizo algo más.

Su prometido está muerto y enterrado. Es una muerte oportuna, murió antes del casamiento, antes de que estallara la gran epidemia y a los muertos se los tragara la tierra de a cientos.         

La muerte cubrió a los tres: al novio, su querida y su viuda, con un manto de bondad. No se puede preguntar nada. ¿Por qué elegir la carne joven pero pobre, la carne del puerto, de una inmigrante, de una impura? ¿Sería la única o habría otras para descargarse?     ¿Qué sabor tiene la carne pobre que no conoce del carmín, ni los polvos que blanquean la carne, ni los perfumes de artificio, ni el jabón que no sea de cebo rancio? La viuda pronto podrá contestar algunas de esas preguntas.

 

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cap11

Capítulo 11

En el camino, al borde de las veredas, a la entrada y en los patios de los conventillos arden pequeñas montañas de fuego. Algunas de las pocas pertenencias que allí había todavía exhalan suspiros ahogados de harina de mostaza, vinagre o saúco, remedios que no remediaron nada.

Ya casi anochece, la humedad de la lluvia en los adoquines bulle en su interior, la humedad se alimenta de luz, veneno para ella.

Los hermanos vuelven a casa protegidos por las sombras.

Donde la calle nace se asoman las luces de la carroza fúnebre y sus dos tripulantes, y más allá otra y otra. Los funerarios, agotados hasta la muerte y transpirados, suben a los muertos después de cobrar el servicio a los pibes que esperan la carroza. Los pibes indican qué muerto ha pagado por el servicio y qué muerto no.

No hay tiempo que perder, en seis horas el muerto debe estar bajo tierra o entre llamas, lejos de este mundo.

Los funebreros desconocen la causa de esta orden que siguen sin chistar. Entre los ataúdes recién hechos, sin barnizar, con la madera blanca y recién clavada, aparecen cuerpos envueltos en viejas sábanas o cortinas o lo que hubiera para envolver el rictus de la muerte. Un ataúd de pino recién clavado es un lujo.

–Deberías pensar en buscar un trabajo –dice el chico de los ojos grandes.

–Soy chico para trabajar.

–Pero no para comer, ni para andar buscando lío. Esperar las carrozas es un buen trabajo.

–Las carrozas son para los ricos –sentencia el pequeño.

–Esperar que se lleven a los muertos, digo.

–Puede ser –dice el niño de los pantalones grandes tratando de dar el gusto a su hermano.

El más chico se divierte en esa ciudad sin dueños, sin autoridad. La autoridad es de horarios rigurosos pero poco personal, la mayoría del tiempo el más chico puede meterse en saladeros o mataderos, puede destruir algo de esa propiedad privada-privadora o encontrar algo de valor en alguna casa o conventillo abandonado. En esos tiempos es sencillo para cualquier familia saltar alguna tapia y meterse en una casa vacía, desempolvar la cal y empezar de cero, como antes, como siempre. No vale la pena preguntarse cuántos muertos han vivido antes, hay que pensar en los vivos. Ellos ocupan, desde el desalojo, una pequeña casa interna en San Telmo, una casa de sirvientes pero que para ellos es más que suficiente y les hace pensar que es su lugar en el mundo.

Los hermanos vuelven, después de saquear, de jugar entre las ruinas, riendo. Los dos saben perfectamente las ocupaciones del otro. Los dos, al llegar, son seducidos por las historias maravillosas de su tío anarquista. La propiedad es un robo, repiten como máxima y después alguna especie de sueño y mañana otra vez a reír entre ruinas.

Para ese entonces las carrozas escasean, los cuerpos comienzan a pudrirse en las esquinas, apilados y envueltos, esperando una carroza que no viene. Hace tiempo los coches de plaza empiezan a ofrecer sus servicios, pero sólo los más adinerados pueden pagar por ellos.

Al tiempo se ofrecen los basureros y es un escándalo. Muchos ponen el grito en el cielo, hasta que las circunstancias terminan convenciéndolos de lo contrario: es más digno ser llevado en un carro de basura que pudrirse apilado en una esquina. Los pibes regatean con funebreros, choferes y basureros por aranceles distintos. En eso están cuando doblan por la esquina los hermanos.

Los hermanos vuelven vivos a casa otra vez, que no es poca cosa en esos tiempos llenos de muertos.

Las ratas, gusanos y moscas son las más agradecidas.

 

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cap12

 

Capítulo 12

Once de marzo. El Norte, como suele suceder, usa su derecho de admisión y prohíbe la inhumación de cuerpos infectados con la peste. Recoleta no es para inmigrantes y pobres. El cementerio del oeste es abierto a pala, kilómetros y kilómetros de tierra fresca para recibir los cuerpos, que llegan de a cientos.

El Gobierno aconseja a los ciudadanos mantener el orden y el recato y continuar cada uno con su vida como si nada hubiera pasado, con total normalidad, tomando las precauciones pertinentes, pero sin alarmarse. Después de pronunciar estas sentidas palabras, los tres gobiernos nacional, provincial y municipal procedieron a abandonar a suerte Buenos Aires.

Un mes después arderían los pulmones del tren de los muertos, al mando de la Porteña y con parada en Corrientes y Bermejo. Tres vagones de cadáveres, un infierno con las entrañas cargadas de muertos, preparado para escupirlos bien lejos de barrio Norte, inundando los cielos con su humo negro, en noches demasiado largas.

Dos días después, ocho mil porteños levantan la mano y la voz para elegir como presidente de la catástrofe a Roque Pérez. Algo de esperanza se presiente entre los que eran dueños de todo, incluso de la esperanza.         

El país está en manos de la comisión.

 

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cap13

 

Capítulo 13

Desde que el presidente Sarmiento, su gabinete, funcionarios provinciales y otros animalejos menores abandonaron el barco, sólo la Comisión Popular y algunos saqueadores se atreven a caminar por las calles. La comisión es la única especie de gobierno posible, si de algo servía gobernar y tener el poder en una ciudad de muertos y apestados. Gobernaban, por así decirlo, en un estado de sitio declarado por otros, tratando de combatir una enfermedad de la que nada se sabe; gobernaban unos ciudadanos que, por muerte o exilio, abandonaban la ciudad por cientos, por miles.

La Comisión concentra los poderes ejecutivo, legislativo, judicial, aunque leyes ni bienes valieran nada.

–¿Quién vive? –gritaban de cuando en cuando y sólo el eco del viento contesta mentiras y silencio. El comité desconfía de ambos.

Los sobrevivientes saben que la Comisión Popular viene a una cosa, a sacarlos de sus casas, despoblar las zonas infectadas de la ciudad, separar a sanos, enfermos y muertos. El problema es que ni unos ni otros quieren dejar casas y cosas. La mayoría de las veces algunos policías también patrullan, le tienen más miedo al jefe de Policía que a la peste y tratan de cumplir su deber de la mejor manera posible. Dicen que a veces se extralimitan y derraman lágrimas, dentro del uniforme algo de humanidad queda.

Entre los aristocráticos y buenosamaritanos miembros de la Comisión están Evaristo Carriego y Guido y Sprano, nunca se verá a poetas cumplir tareas tan policíacas como un desalojo. 

–¿Quién vive? –repiten de vez en cuando. Lástima que esas palabras tan cultas se desperdicien en barrios de ignorantes que nada saben del origen latino del santo y seña. Los ignorantes y analfabetos estibadores y bárbaros no alcanzan a entender. Nadie contesta lo que debe contestar. Quizás en Pompeya o París o Nápoles la peste y los apestados hubiesen sido más cultos y habrían podido contestar lo que corresponde, quizás.

 

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Capítulo 14

Cuando el ocaso se cierra en los conventillos del puerto, meten a los empujones a algún infectado al coche y parten al viejo hospital italiano, el improvisado lazareto. Detrás de las ventanas de grandes arcos algunos ojos apuestan sobre la cantidad de recién llegados, tanto en el coche de la Comisión como en los de la Policía.

Los primeros días de la peste, familiares, vecinos o amigos llevaban al enfermo apenas aparecía un síntoma, un gesto, algo, cualquiera cosa que en su cuerpo hablase y dijese que la fiebre amarilla había llegado. Ahora, cuando todos saben que de nada sirve, desisten de esa costumbre, prefieren que el muerto muera en casa.

La Comisión no puede permitirlo. Un enfermo, o un muerto, puede contagiar en cuestión de días a un centenar de personas.

Los pacientes desprecian la precaria atención que pretenden darles, y cuando las fuerzas se lo permiten, se ponen violentos, encendidos. Los enfermeros o curas se les tiran encima y consiguen apaciguarles, maniatarlos y llevarlos a un precario catre en estado de observación.

Lo único que hacen los pocos médicos y enfermeros es observar, esperar que el paciente muera, ver cómo esa rara enfermedad se devora la vida de los cuerpos en un par de semanas. Era difícil que alguno de los que llega a observación no termine contrayendo la enfermedad. Si no la tenía, se contagia en la sala de observación.

En las habitaciones dos hileras de catres, la paz, el silencio, la luz amarillenta y agonizante. Esa paz alguna vez es rota por alguno o alguna que se levanta de sorpresa  y quiere volver a casa. 

Tres miembros de la Comisión observan las camas.

–En la peste negra el único que sobrevivió fue el enterrador –dice uno mientras se seca el sudor de la frente con un pañuelo de seda. Su vista se pierde entre las camas.

–Dicen tantas cosas…

–Capaz que en una de esas no nos toca.

–¿Usted enterró a alguien? –responde Pérez, cerrando la conversación.

Desde el fondo del pasillo, otros dos señores de traje avanzan, uno de ellos se acerca al Presidente y le extiende la mano.

–Buenas tardes, Sr. Presidente, siempre quise conocerlo –dice el cronista.

–Buenas tardes –contesta el Presidente.

–El señor Carriego.

–Un gusto realmente –Carriego extiende la mano.

–El gusto es mío –dice el cronista.

–El señor que me acompaña es un secretario del Presidente.

–Raro ver funcionarios por acá, pensé que ya no quedaba ninguno.

–Me han encomendado escribir una crónica sobre los sucesos que vive la ciudad y he decidido quedarme por ese motivo.

–Loable tarea –dice Guido y Sprano.

–Más loable y más útil sería que salga a patrullar con nosotros –contesta seco el Presidente.

–Tal vez mañana.

–¿Mañana? ¿No le parece incierto hablar de mañana? Vaya eligiendo una cama, amigo, en una de esas seremos vecinos de agonía –dice el Presidente.

No falta tanto para que él ocupase una de las camas, alejada de las ventanas. Pedirá no ver la catástrofe. En el fondo agradecería a la muerte que por fin había aterrizado y anidado en él después de sobrevolar años sobre su cabeza, sobre su familia, sobre cualquiera que se atreviera a tenerle cariño.

Semanas después el Presidente de la Comisión ,en la dulzura de sus delirios, susurra, sonríe, abraza a sus muertas y ofrece su frente para ser besada.

 

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cap15

 

Capítulo 15

El vómito negro está en toda la ciudad, el vómito negro corre por los adoquines, entra a las casas, invade las vidas de los ciudadanos de bien y de los otros, se pega a la ropa, a las ollas y manteles, incluso invade el sueño. Hace temblar y sudar los cuerpos, los sumerge en una transpiración constante, helada, cubre la piel con una fiebre de la que nunca se tuvo noticia, contrae los músculos, cambia el aire, hace sangrar los dientes.

La agonía dura horas o días. Los enfermos exhalan un aliento viciado de podredumbre, escupen bilis, orinan sangre.

Lo más impresionante es la mirada, una mirada vidriosa que reclama paz y busca el cielo en el techo blanqueado de conventos, hospitales y lazaretos. Reclaman, piden, imploran la muerte de la que estuvieron huyendo todos estos años.

Las escuelas y las iglesias cierran las puertas. En vez de rezos y milagros, las casas de los capellanes son ocupadas por la comisión para que todos sepan dónde encontrarlos ante la sospecha de algún apestado o la aparición repentina de un muerto. Nunca se ha visto a tan anticlericales gentes durmiendo en camas sagradas.

No hay sangre de cordero que alcance para marcar los dinteles de las puertas, o quizás los ángeles de la muerte no entienden códigos.

 

***

 

 

 

Capítulo 16

La noche es larga, demasiada larga e inmensa. El chico de los grandes ojos no puede cerrarlos, no puede conciliar el sueño, esta tarde una mujer se atravesó en su vida.                

Una mujer de negro, de luto impecable, sentada en el banco de una plaza como si nada, como si en cada pestañeo no hubiera un muerto más. El sol acaricia su cuerpo y él lo envidia.

Estuvieron tan cerca que casi pudo sentir su respiración. Pensó acercarse dos pasos y decir alguna estupidez, sacarla del trance en el que estaba era simple, pero el cuerpo no respondió. La mujer que desea no está cortada con la misma tijera que él y encima viuda, casada con un muerto, como su madre. Competir con un muerto y su recuerdo inmaculado, idealizado, es demasiado para su juventud. Como llegó, imperceptible y de casualidad, se fue.         

Los sueños también fueron largos y húmedos, bellos y olvidados.

 

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cap17

 

Capítulo 17

¿Quién va a trabajar en el puerto ahora que los portuarios se pudren en la tierra, el aire o el agua?

¿A quién le toca el traje de esclavo ahora que los negros mueren de a puñados? No quedan ni carpinteros que hagan ataúdes. Algunos ricos mueren, pero para qué sirven los ricos. ¿Acaso no se podría celebrar misa sin un rico? Los buitres se disputan o se disputarían sus fábricas, sus pertenencias. Los ricos son intercambiables, pero los trabajadores y los negros no, no tanto. Un rico sirve sólo para ser rico, pero un pobre y su trabajo a destajo mueven las ruedas de la historia. Ruedas, estancadas en el barro de la peste y el progreso.

De nada vale vivir en un mundo que ya nadie construye, aunque sea por monedas. La esperanza muere y eso no es lo peor, lo peor es su olor a naranjas podridas, a flores marchitas.

La lluvia acaba de irse y se atreve a dejar algún arcoíris dibujado por la ciudad. Es esperanzador verlos. Gracias a la lluvia, los adoquines reflejan el cielo en su esplendor y brillan los rayos del sol que alcanzan a atravesar las nubes. Repito, el panorama es esperanzador. Buenos Aires parece Venecia, pero no la de la peste.

Esa mañana el cronista se atrevió a escribir: “Entre el viejo mundo y el nuestro siempre nos disputamos habitantes. Cuando las gotas parecían ya suicidarse contra el suelo, me atreví a dar un paseo”.

Un pensamiento lógico y coherente con la justicia poética sería que poco tiempo después de escribir estas palabras el cronista muriese, aunque con una sonrisa esperanzada e inútil en el rostro, como ese delfín francés que se atrevió a desafiar a la peste diciendo que la peste no ataca a los nobles y al poco tiempo miraba crecer las flores desde abajo.

Cuando el cronista dice “el viejo mundo y el nuestro”, ¿habla de Europa o habla de algún tipo de infierno, o cielo? Pensar en el mundo de los muertos como lo viejo no es descabellado, pensar la vida como novedad tampoco, Europa muere todo el tiempo, América siempre está naciendo, Latinoamérica siempre está naciendo, aunque desde hace un tiempo no pare de morir. Se necesitarán varias guerras y miles de pestes para matarla. Muchas veces escribieron su certificado de defunción, pero nadie se atreve a firmar, porque cuando parece que ya no hay esperanza, un latido se asoma a la superficie. El latido se vuelve estruendo, río crecido, imparable, y de nuevo la mordaza, el veneno, la horca, pero la vida se impone, como esta mañana, cuando un arcoíris le crece a la peste y el cronista escribe que está en nuevo mundo. El nuevo mundo late dentro del viejo, pero esta es una idea mía, no del cronista.

Muchas veces los males endémicos no siguen estructuras o reglas lógicas, sino que se dejan llevar por un complejo azar. El presidente de la Comisión, Roque Pérez, y el Dr. Muñiz murieron por los males que combatían.

A pesar de su linaje, el novio fue uno de los primeros en morir, aunque pensándolo mejor, dentro de un pozo, pudriéndose en la tierra o incinerados, el orden de los cadáveres poco importa.

Ni en su mejor libro Sarmiento, el presidente, pudo imaginar mejor escenario para que su idea de civilización se aplicase de forma tan macabra. Los extranjeros se convirtieron en nativos con un pedazo de progreso donde pastan animales. Tierra para los extranjeros que eran civilizados y remingtons para los nativos que eran extranjeros.

Algunos nativos buscaron patria más lejos, en las montañas, donde no se puede pastar, pero luego también la minería, otra vez el progreso, vendría a correrlos a los tiros con su sed insaciable de divisas. Entre los extranjeros civilizados no todo es trigo limpio, hay que separar la paja del comunismo, del anarquismo, del inmigrante que sabe que la fuerza está en la unión y la civilización impuso leyes de residencia, infiltraciones, cuerpos policiales y parapoliciales. Los necesitan para el trabajo, no para la rebeldía, y menos que menos para la igualdad. Al Estado le importaban sus manos y su espalda, no sus sueños y sus tripas.

Los nuevos bárbaros, ahora sí extranjeros, se las arreglan bastante bien, a pesar de todo, para comenzar a gritarle al mundo que en esa tierra de oportunidades las bellas declaraciones no alimentan a nadie, y su causa comienza a prender en los criollos, también considerados bárbaros, extranjeros.

Vino la peste con la fuerza de una bendición para la civilización, como una venganza a tanta sedición y falta de respeto, vino justo en el Carnaval, cuando los bárbaros creen ser libres. Vino a acabar con sueños y soñadores.

Ni en sus más floridas fantasías Sarmiento imaginó poetas y doctores civilizados desalojando bárbaros y siendo aplaudidos por bárbaros, una fuerza policial de poetas que reciten endecasílabos mientras quema las pertenencias de algún pobre, pobre bárbaro, pobre extranjero. La barbarie al fin y al cabo no es una cuestión de puntos de vista o patrias, sino una profunda diferencia de clase.

Pero la peste empezó también a tener algo de barbarie y las bajas comenzaron a hacerse sentir entre civilizados. Muchos, por primera vez, sintieron temor, experimentaron la sensación de no tener nada más que una cabeza sobre el cuello que podían perder en cualquier momento. Imitaron a su presidente y partieron al interior, como si Buenos Aires quedara en el exterior, a Provincia, o más lejos de la peste todavía. Comenzaron a erigir, de nuevo, su imperio, y tuvieron a quién civilizar en jornadas de sol a sol; consiguieron tierra por centavos, vendida por militares, coleccionistas de orejas de indios. Recién cuando llenaron barcos y barcos de ganancias, respiraron tranquilos el aire de la civilización, sólo entonces.         

No sólo el presidente Pérez muere, el futuro también: la mitad de los muertos son niños.

 

***

 

PARTE II
Actos de amor

 

cap18

 

Capítulo 18

El chico de los ojos grandes siente los ruidos de su madre saliendo al patio de la vieja casona de San Telmo. Por fuera el candado y restos de cal y por dentro los pasos mudos de la madre buscando el té que deja secar del día anterior. Por fuera el silencio, por dentro ruidos casi imperceptibles. Es una desgracia madrugar en medio de la peste, apenas el rocío termina de cubrir los cadáveres y otros elementos del paisaje.

Meses antes la madre hace todo el ruido posible: pasos, corre muebles, deja caer la tapa de una amasadora, incluso recuerda alguna canción perdida a toda voz. Antes ella quería que se despertaran a contemplar el día, para buscar trabajo o salir a trabajar, para vivir, para recibir la ayuda de Dios a cambio de madrugar, porque «la cama es la madre de todos los vicios», pero eso era antes. Ahora, con la peste, camina como rata, las canciones son lágrimas silenciosas y todo ruido es inútil, inútil como buscar la bendición de un Dios que parece haber abandonado la ciudad a su suerte en el mismo tren que funcionarios y ricos.

La peste arrastró al padre de los hermanos al fondo de la vida. Ella piensa que el sueño los protege, el sueño guardián de la vida. Piensa que «el sueño cura» y deja que sus hijos beban ese bálsamo.

Ojalá toda Santa María de los Buenos Aires se quede dormida hasta que la peste pase. Ojalá se curen de la peste porque, aunque no la tengan en el cuerpo, la peste está en el alma, el espíritu y los ojos; todas esas cosas que se tienen y no se  pueden ver, todo eso de lo que se habla en misa.

El chico de los ojos grandes comprende la razones de su madre, su noble propósito: alejarlo de la peste y de la realidad, pero el sol del otoño seca las hojas y es difícil no escuchar caeres y crujires de hojas muertas en tanto silencio. El niño de los pantalones grandes duerme y emite pequeños ronquidos. Afuera los pájaros cantan en sus ramas, parapetados, escondidos, los pichones reclaman comida en sus nidos y es realmente muy difícil no escuchar. Los pequeños ronquidos de su hermanito, el cantar de los pájaros y el silencio de su madre dibujan una sonrisa y dan paso a una pequeña lágrima que crece para encontrarse con ella. Le gustaría estar hasta medio día así con esas lágrimas a cuentagotas, recordando al padre, a los amigos, a la vida de antes, pero también hay otro llamado, el llamado de las tripas hambrientas que se retuercen sin entender razones.

Se levanta, se viste y tal como hace su madre, trata de no hacer más ruido del necesario para proteger el sueño de su hermano. Su madre lo recibe silenciosa e invadida por la tristeza, más que otros días, y le sirve una taza de té sin el lujo del azúcar. Él agradece y da pequeños sorbos tratando de ocultar la tristeza.

 Vivir, respirar, comer son lujos. El chico de los ojos grandes se despide silenciosamente de su madre con un beso en la frente, le hubiera gustado abrazarla, pero no sabe si está permitido o si lo estaba antes. Cuando cruza la puerta, su hermano despierta, también sin hacer demasiado ruido, quizás por imitación.

Un beso en la frente, «así se saluda a los muertos», y no puede hacer otra cosa que arrepentirse.

 

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cap19

 

Capítulo 19

La viuda todas las tardes cierra la puerta de su casa, dobla en la esquina, procura no ser descubierta, cruza la calle y se sienta a ver la ciudad morir.

Vestida de negro con el pelo recogido y las manos cruzadas sobre la falda, contempla ese amanecer del infierno, un infierno infinitamente más benévolo que el de su casa.

No resulta fácil encontrar partido y menos uno bueno. Nadie en su sano juicio celebra una boda en medio de la catástrofe. El casamiento siempre es una transacción financiera, un contrato que conviene a las dos partes, y si bien siempre hay una parte que se ve beneficiada con la muerte del cónyuge, celebrar ese contrato en estas circunstancias es una locura. Es cierto que los herederos también se benefician, hablando de bienes muebles e inmuebles, pero si no existe descendencia, es sólo una parte la favorecida.

En las circunstancias actuales nadie quiere regalar parte de su patrimonio a una que ya carga con un muerto en su haber. Por suerte, la pobre familia del novio lo ha perdido sólo a él y no a la parte de sus bienes en manos de esa trepadora.

Abandonar Buenos Aires, como tantas otras familias de bien, parece la única salida.

 

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cap20

 

 

Capítulo 20

Cuando partió el tren que llevaba a los funcionarios, un gran debate surgió dentro de mí. Irme con ellos, marcharme yo también o proseguir sin embargo mi tarea, con el riesgo que ello implica. He decidido, y quizás me cueste la vida, quedarme a contemplar el naufragio. Renuncié a un piso que me ofrecieron en la zona no infectada y me acabo de instalar en una vieja casona de San Telmo desde cuya ventana puedo ver cómo las calles silenciosas y desiertas renacen apenas la Comisión o algún agente de Policía se alejan. Por suerte, los antiguos dueños han dejado las llaves de la vivienda y he podido encerrarme en esta habitación. No sé cómo tuve el valor para internarme en la muerte.

Ahora que los servidores públicos se han marchado, puedo disponer a mi gusto de la beneficiosa costumbre de tachar para corregir, como una búsqueda de perfección literaria y estilo y no por el temor de que mis escritos caigan en las manos equivocadas o por la perniciosa censura propia que ha llenado de desagradables líneas mis imprecisos escritos.

Todavía resuena la pregunta de Pérez en su lecho de muerte: «¿Qué va a hacer con la verdad o qué hará ella con usted?». No creo que haya una sola respuesta, mientras viva escribiré, es mi única certeza.

 

***

 

 

 

Capítulo 21

A medida que el ocaso y su telón rosado caen sobre la ciudad y el carro de la Comisión abandona la zona infectada llevando a algún moribundo, el chico de los ojos grandes se mete por una y otra calle, tratando de encontrar despojos y sobras.

Delante de él un cuerpo, con levita y la cadena de un reloj saliendo de un bolsillo. Al darle vuelta comprende que no se trata del dueño de esas prendas, sino de otro saqueador al que la muerte alcanzó antes de soltar el botín. Mira los zapatos brillantes, aunque cubiertos de polvo.

El muerto, aunque no opone la mayor resistencia, yace boca abajo con la mano todavía dentro del bolsillo, cuidando hasta el último suspiro lo poco que encontró.

Es el primer muerto al que enfrenta. Por el tamaño de sus ojos, se deja entrever un tamaño similar de consciencia donde robar es pecado, donde los que roban son los dueños y los trabajadores se joden, pero no roban por dignidad, eso le enseñó su madre desde pequeño, tanto así que antes de robar tenía que hacer un repaso pormenorizado de las razones del delito. Se roba porque la muerte no deja otra salida, porque las tripas no entienden de pecado, porque el cielo y eso del otro mundo es una excusa para aguantarse el sufrimiento de este mundo, se roba porque sí, porque no queda otra. Palabras más, palabras menos, se convence de lo justo de su injusticia y llega a la conclusión de que en esas circunstancias, si él no saquea, otro vendría detrás a saquear lo que alguien saqueó a un hijo de industrial que a su vez ya había saqueado a sus trabajadores. La propiedad es un robo, se repitió para sí mismo, una de esas frases que escuchó en las reuniones a las que fue con su tío Bartolo antes de la peste. 

A pesar del rigor propio de su condición de muerto, el chico de los ojos grandes pudo desentumecer los dedos y arrancar una cadenita que termina en un delicado reloj de plata y algo de dinero.

El reloj de plata tiene el tiempo detenido, muerto, un reloj con el tiempo muerto como sus desgraciados dueños. Entre sus dedos el reloj brilla, a pesar de la oscuridad, está de buenas, día de suerte, hasta sonreír está permitido.

Un débil brillo enlaza el cuello del muerto, con mano temblorosa desabrocha un botón de la mugrienta camisa, el olor putrefacto le da de lleno en la cara, su rostro se contrae de asco y encuentra algo parecido a un relicario. Hace un esfuerzo por tocar lo menos posible la piel del muerto, la piel amarillenta del muerto, porque ese era el color de la muerte por esos días. Mete su mano debajo de la camisa y tira despacio para comenzar a girar la cadenita de plata y encontrar el punto donde se desengancha, pero no hay nada, no hay ningún eslabón distinto, esa cadena no fue pensada para ser desenganchada.

El chico de los ojos grandes mira el techo blanco y perfecto, respira y luego agarra la cadena con las dos manos, después con una, y lentamente va sacándola de la cabeza del muerto, con sumo cuidado, como si estuviera robando a una persona dormida. Alcanza a rozar las orejas, el pelo, el cuello frío y solo piensa en su mamá y su hermano, en la carne que comerán esa semana, la carne que podrán volver a comer porque él se animó a sacarle un collar a un muerto. De apretar tanto los ojos, una lágrima cae: volver a comer carne, como si no hubiera pasado nada. Tiene que cambiar de mano, volver a festejar en una mesa grande. Agarra la cabeza, engancha con un dedo la cadena, la carne y los fideos de la vieja; con la otra mano sostiene la cabeza por el pelo, festeja por ese reloj de plata. En un movimiento rápido, tira de la cadena hacia arriba por ese collar que por fin consigue sacar de la cabeza del muerto.

En el centro del collar un óvalo y dentro del óvalo un retrato. El chico de los ojos grandes piensa no abrirlo, pero después la curiosidad es más fuerte y lo abre.

Dentro del relicario el retrato sepia de una muchacha joven y hermosa. Recuerda la costumbre que tienen los ricos de regalarse retratos cuando se comprometen. Revisa las manos del muerto y no encuentra anillo; o bien alguien se adelantó y robó el anillo, o novio y compromiso están muertos. Se imagina también al saqueador desvistiendo al muerto y poniéndose su ropa, examina su cara curtida de sol y sal marina, de años de trabajo en el puerto. Se lo imagina también entrando al altar de una gran iglesia para casarse con la bella señorita del relicario, ante la mirada atenta de sus padres ricos. Ríe de su ocurrencia y guarda el botín en el bolsillo.

Se despide del muerto con una mirada y media sonrisa de agradecimiento, sale a la calle de otoño de nuevo, a la realidad, a esa realidad donde hay que hurgar entre los muertos para conseguir el pan.

Doblando en una esquina siente pasos y una cercanía, piensa en la Comisión y en la cárcel, pero después los pasos desaparecen.

 

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cap22

 

 

Capítulo 22

Por mi ventana los veo, por suerte ellos ignoran mi presencia, algunos visten levitas, pero llevan todavía los zapatos mil veces remendados que usaban cuando trabajaban en la curtiembre, en los saladeros o mataderos. 

No alcanzo a oír lo que dicen, estoy tentado de acercarme un día y hacerme pasar por uno de ellos, pero dudo que tenga el valor o la falta de vergüenza suficiente. A diferencia de ellos, yo tengo un buen sueldo que me permite vivir la peste dignamente, comprar algo de tinta y comida, tabaco para la pipa y lo necesario para poder desarrollar mi tarea.

Por lo que alcanzo a ver, se juntan a trocar las cosas que han conseguido, no es abundante lo que trae cada uno, generalmente cabe en un bolsillo.

Nunca imaginé que sintiera tanta simpatía por ladrones de esa calaña, pero adivino que ellos tampoco se imaginaron en esas circunstancias.

Algunos cambian joyas de dudoso valor por cigarrillos, otros ropa y otros comida, aunque los más criteriosos prefieren el mercado. La usura también es una peste.

Me han llegado noticias de los suicidios: miles y miles han abandonado la ciudad, ya sea vivos o muertos. Los saqueadores, los suicidas y los usureros han perdido cualquier ilusión de cielo, de paraíso, de tierra prometida, se entregan a sus pecados sin oponer resistencia. 

Han llegado a la terrible conclusión de que es imposible seguir viviendo como viven y deben hacer algo por su vida o algo por su muerte.

No sé si llegaré a concluir mi tarea, ni sé a ciencia cierta el porqué de su encargo, las palabras del presidente de la Comisión todavía resuenan en mi conciencia.         

Escribo inútilmente mientras la gente muere, esperando mi propia muerte.

 

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cap23

 

 

Capítulo 23

El sol se cuela por los vidrios como si fuera líquido, derramándose, la luz se cuela por los vidrios de la ventana como polizón. El barco naufraga, sin que nadie pueda hacer nada para evitarlo. Los náufragos porteños flotan a la orilla de las calles. Una postal de desesperanza.

En ese momento decenas de porteños son alcanzados por la muerte porque se han abandonado. La parca llega antes a quien se entrega, a quien ofrece su vida de brazos abiertos, como si no tuviera otra cosa de valor para ofrecer.

A esa maldita hora la luz cae sobre el esplendor de los muertos.

El chico de los ojos grandes vuelve victorioso con la liviandad de un ejército que acaba de ganar una gran batalla mediante actos indignos, a la hora en que la luz se cuela por las ventanas y el frío húmedo hiere los vidrios.

Mientras festeja su victoria, camino al mercado, con el dinero ya en el bolsillo, piensa en la viuda que una vez vio sola y abandonada, en la plaza. Mientras la ciudad muere, vuelve a mirar el relicario a la luz de un farol de la calle y lamenta no recordarla mejor.

 

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cap24

 

Capítulo 24

He visto el rostro de la gente que va a morir y sabe inexorablemente que va a morir. Abandonar un cuerpo, una ciudad, una familia, pasar a habitar el recuerdo. Ese maldito país de los recuerdos, esa utopía de fantasmas, de casi hombres y mujeres. Ojalá los recuerdos pudieran fornicar y reproducirse, embarazarse, crecer, pero no, los recuerdos son ese tiempo muerto pegado a las cosas, a los vidrios, a las personas, a las vidas estériles y preñadas de muerte.

Sólo una vez pude salir a patrullar con la Comisión.

No me animo a repetirlo.         

La muerte a preñado todo lo vivo; gente, historia y recuerdos.

 

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cap25

 

Capítulo 25

No puedo escribir, por más que contemple el horizonte o intente aflojar los pensamientos con whisky las palabras no aparecen, la tinta permanece quieta y la pluma inmóvil. Sé que la única manera de salir de este trance es escribiendo, por eso utilizo las hojas que el gobierno me dio.

Ese día las nubes cubrían el cielo, me dieron la noticia y el cartapacio con las hojas y me aclararon que sólo las personas estrictamente necesarias sabrían de mi tarea, el presidente no, porque sería sorpresa.

Poco pude escribir del presidente Sarmiento porque cuando las cosas se pusieron peludas, como dicen los del puerto, se marchó, con todo ese séquito de funcionarios. Dicen que varias veces buscó asilo huyendo de unos y de otros, tratando de salvar su propio pellejo al que alguien había puesto precio.

Entre los funcionarios que huyeron está mi benefactor, mi mecenas, el dueño de mis palabras, de todas, incluso de las que no puedo escribir y no debo escribir.

Anoche volví a soñar con esa mujer, no alcanzo bien a recordar su cara, pero sus ojos brillan como estrellas, no hay nadie en la calle mientras caminamos, hablamos de mil cosas y siempre es interesante escucharla hablar, pero no deja de ser un desperdicio de sueño soñar con una mujer así y no amarla bajo un portal, no desnudarla a la luz de una luna, no practicar con ella todo lo que la literatura francesa aconseja en ardides amatorios.

Maldita cabeza que ni si quiera puede soñar un respiro que no sea el aliento de un moribundo. Aun así, le agradezco a mi cabeza que ella aparezca, que esta mujer que no conozco ni conoceré camine y hable en sueños, de seguro un día podré tocarla, amarla.

Contra todo pronóstico no he sido contagiado. Es mucho más fácil morir que vivir en Buenos Aires, pero por alguna razón, agradezco a la providencia, seguir vivo.

He perdido la confianza en que a alguien pueda llegar a interesarle la crónica que me encargaron cuando creyeron tener el valor para enfrentar esta peste o creyeron que podía ser una bendición para limpiar de inmigrantes pobres, opositores, anarquistas y rojos.

La peste, ángel exterminador, no reconoce diferencias entre unos y otros y no hay sangre de ningún cordero para marcar los dinteles de las casas donde le está vedado entrar.

La cal y las soluciones nitrosas con las que se fumiga, poco han ayudado.

La chica que habita en mis sueños ha hecho más por la peste que el propio Sarmiento, ha logrado con su aparición fantasmal que la sangre fluya como la tinta o viceversa y le da sentido a esta vigilia. Tal vez a la tarde vuelva a entregarme al inútil oficio de contar como la ciudad se hunde a pedido de un funcionario que quizás haya muerto, para un gobierno que poco le importa si los vivos morimos, escribimos o ambas.

 

***

 

Capítulo 26

La cal voraz come con desesperación la carne de los cadáveres, quema la piel,  muerde con millones de dientes afilados, es vencida por el agua atrapada en las paredes, que a su vez es vencida por la luz del sol que todo invade, y será vencida por la sombra sin tiempo de la noche; nuevamente vencida por la luz del sol que iluminará las hileras de cuerpos, en las afueras de la ciudad,  hundidos en los millones de dientes de cal. Hambre terrible, interminable. La única hambre que puede considerarse una bendición en esos días de la peste.

El chico de los ojos grandes sabe dónde sacarse la duda. Camina por el empedrado de San Telmo, evita pasar cerca del convento y de Plaza de la Victoria (faltan años para que Sarmiento mande a pintar lo que conocemos como Casa Rosada con cal y sangre de buey). Le teme más al amor que a la muerte, pero sigue, un paso tras otro, tratando de aquietar el corazón. Unos ojos lo siguen hasta que lo pierden de vista apenas cruza el límite del barrio.

Se esconde en el lugar donde la vio por primera vez, como si esa repetición garantizara el resultado. El banco está vacío, ella no vino y quizás no vendrá, se siente estúpido, inútil, no puede hacer otra cosa que llorar.

El llanto pasa, se siente un nadador conteniendo la respiración, bajando las pulsaciones, esperando. Cuando llega la viuda, al fin, su tranquilidad se desmorona.

–Buen día –dice despacio–. Me pareció que era de usted, usted digo.

Ella se sobresalta, pero mantiene la calma, piensa que puede ser peligroso, que le va a robar, que no debería haber salido de la seguridad de su casa.

La viuda toma el relicario que el chico de los ojos grandes le extiende apartando la vista. Mira el relicario, piensa que escondidos en las calles vacías puede haber más: dos, tres, hasta cientos de ellos.  Trata de intuir alguna trampa, pero la mirada de él perdida en los adoquines de la plaza le hace confiar, al menos un poco, al menos por ahora.

–No soy yo –dice al fin cuando se da cuenta de que no hay mayor peligro. 

El chico de los ojos grandes recoge la revelación como una derrota, espera que le devuelva el relicario, pero ella lo guarda entre los pliegues del vestido negro.

Él la siente inmensa, inalcanzable, lejana, gigante, ella lo mira como se mira a una mascota, ese chico sucio, inexperto, pobre, bárbaro, anarquista seguro, el peor partido que puedo imaginar mi padre, un insecto, un ser insignificante sin ningún atractivo, hermoso, piensa, tan pobre y tan hermoso, tan feo y tan hermoso.

–Espera –le dice decidida, él se queda inmóvil.

La viuda camina dos pasos y cuando está frente a él, se saca el guante negro de su mano derecha, él piensa que su corazón va a explotar, pero llega una caricia sobre su rostro curtido a salvarlo, se estremece. Muere la muerte en esa caricia. Los dos sonríen, ella se estira apenas y lo besa, es un beso suave, un roce que termina con el labio inferior de él despegándose de la boca de ella. Un beso infantil, tierno, un beso que no está a la altura de la epidemia que los rodea. Lo intentan de nuevo, esta vez los dos a su tiempo abren la boca, juegan con su lengua, muestran los dientes y muerden. El chico de los ojos grandes piensa en sus manos inútiles y la abraza de la cintura, su tacto se encuentra con la tela más fina que tocará en su vida. A la viuda le gusta la fuerza de esas manos que la atraen y corresponde apretando su cuello, mientras se hunde más en el beso.

Cuando el beso pasa, se miran y corren a perderse entre las calles vacías y apestadas. Van de la mano. Esas manos que hace meses jamás hubieran soñado con rozarse siquiera, se aprietan y se pierden en las callecitas de Montserrat.

El chico de los ojos grandes sabe cómo entrar a cualquier casa y a ella eso le gusta, le atrae.

Una vez adentro, sus manos inexpertas intentan desenlazar el corsé. La viuda está apoyada en el mueble sonríe y duda si ayudarlo o no. Los dedos toscos luchan contra el fino lazo, que por fin cede, la viuda lo abraza con las piernas y lo atrae hacia ella. La tela de la falda y la enagua son nubes que se condensan y contraen. Los pliegues de tela negra los separan, ella siente ese roce y la urgencia de él entre sus piernas.

El corsé está a medio desprender, él compensa la torpeza de sus manos con besos más torpes aún. La viuda lo recorre en una caricia que nace en la nuca y llega al coxis para subir hasta los brazos e indicarle que la abrace, que la apriete, quiere sentirse como una de las bolsas que él estiva en el puerto. Ese abrazo le hierve la sangre.

«Shhh», le susurra al oído, el corsé a medio desprender puede esperar, la urgencia de su pantalón y la peste también.

Cuando por fin puede desprenderlo, se sorprende del blanco de mármol, del rosa erizado, del rojo claro que dejan uñas, dientes y manos en esa piel resplandeciente.

El chico de los ojos grandes se saca los tirantes, el pantalón cae, de un tirón se saca la camisa áspera, ella se muerde los labios, ese cuerpo castigado es muy distinto del cuerpo de su primo o del que sería su esposo. El cuerpo castigado de un estibador joven, la piel seca y con estrías, la grasa del almidón y del tasajo que compartía con los negros, la diferencia de color entre los brazos algo firmes y tostados y el blanco del pecho. Ni un poco de amarillo en ese cuerpo inexperto, castigado y hermoso.

Él solo quiere levantar su falda, pero la viuda tiene otros planes, lo aleja con una mano en su pecho desnudo, una mano que apenas apoya, logra que él retroceda, se levanta, se desata, se saca la falda y la enagua y las deja caer sobre el piso lleno de cal.

Lo avergüenza sacarse el calzoncillo transpirado, pero siente que se lo debe. Un momento después ella le indica cómo y lo recibe con un grito agudo de animalito. La viuda con sus caderas marca el ritmo, lento, agitado, frenético. La electricidad se propaga por sus cuerpos, es un virus que los infecta por completo.

No importa si es la primera o la última, no importa el tiempo ni la muerte, nada importa más que ellos en ese momento en todo Buenos Aires. Ella suspira profundo para recuperar un poco de aire, él suelta una bandada de pájaros dentro de su cuerpo.

 

***

 

Capítulo 27

San Telmo es un desierto, en las ruinas de la desolación centellan algunos ojos curiosos.

Entran despacio. En el zaguán, un muerto tendido boca abajo, uno de los trajeados hace la seña de un tres, otro se anima a darle vuelta. La carne desprendiéndose de los huesos; en la poca piel que queda, manchas de todos los colores y un sinfín de gusanos hambrientos; el primer trajeado corrige su gesto y hace un siete, ayudado, como los otros por su capote para no vomitar.

En la galería no hay muertos, sólo santos desnudos con el esmalte saltado y las tripas de barro expuestas al aire, ninguna mujer se preocupó por vestirlos. Los santos entienden estar desnudos, exhibiendo su carne mascullada, como cualquier mortal mientras dure la peste.

En las esquinas bailan apilados los ataúdes, los familiares o algún sirviente que todavía mantiene su condición de tal los arrastran hasta la esquina y los apila. Al muerto no se lo llora en la esquina, ya se lo ha llorado suficiente.         

El aguatero sostiene las riendas bañado en sudor, tose, cierra y abre los ojos, apenas puede sostenerse sentado. Cae mirando al cielo, el cuerpo cae pesado contra los adoquines, el repicar de los cascos lo aturde, abre la boca con dificultad y los pulmones se le llenan de cielo, los caballos, con el peso aliviado del lomo, se empecinan a seguir el recorrido.

 

***

 

Capítulo 28

Esta mañana tuve una revelación. Desde la ventana de la casona que habito ilegalmente, vi pasar una pareja, corriendo, escondiéndose. Corrían por la calle, reían, a veces se detenían para besarse.

Hoy es viernes, debería decir santo, pero afuera hay poca santidad visible, lo único que podría interpretarse como santo es el santo cuerpo de Monseñor Escalada, que llegó hoy al país desde Roma para ser inhumado. Una decena de personas esperan un cuerpo en el puerto gris mientras la ciudad muere. Un cuerpo viaja por alta mar para ser enterrado mientras miles ni siquiera encuentran sepultura y son arrojados a un pozo sin pena ni gloria. Debe ser todo un honor morir en Roma para un sacerdote.

Ya casi es pascua, pero el Gobierno prohibió las misas y todo tipo de mitin o reunión social. Las calles serían un desierto sino fuera por los saqueadores y los serenos, los de la Comisión y los del conventillo, que viven jugando al gato y al ratón, y de vez en cuando alegran un poco la vista gris y mortecina de esa ventana.

La peste parece reírse de nosotros, siempre encuentra la forma de seguir matando. Quizás el Gobierno por decreto debería prohibir vivir.

Ver a esa pareja esta mañana me llevó a reflexionar sobre la tarea que me han encargado y aunque desde hace tres semanas he torcido o interpretado de manera libre mi mandato, mi encargo, me he dado cuenta de que atravieso por todas las contrariedades de quien tiene su pluma comprometida o alquilada a intereses políticos y debe rendir cuentas a esas gentes que compran la tinta, la mano y la cabeza del escritor.

He llegado a la terrible conclusión de que estas palabras nunca podrán ver la luz, nunca podrán ser leídas por nadie. No sé muy bien por qué sigo escribiendo, quizás para no atragantarme con las palabras o, mejor dicho, con las cosas que vi en estos meses. Es una lástima que tantos inocentes hayan muerto, al principio yo pensaba igual que el Presidente, pero bastó un tiempo de vivir entre ellos para que mi opinión cambiara radicalmente. Pude ver gente amando, ya es tarde. Todo ha sido una desgracia, incluso el tiempo que he pasado escribiendo inútilmente, para nadie.

Debería pensar palabras inteligentes para un final adecuado que será leído por los peces, si es que no han muerto. En otro tiempo quizás pensaría que escribo para Dios, pero en estos tiempos parece que Dios también se ha exiliado. Quizás la peste sea un castigo divino por la guerra contra el Paraguay, como dicen algunos, quizás esta peste sea una forma de misericordia.

Aquí termina mi triple desgracia: la del escritor, la de la persona y la del ciudadano de la peste.

Las nubes comienzan a cerrar el cielo, quizás la lluvia lo arrastre bien lejos y lave la tinta de ese cuaderno, que espero se hunda para siempre en el lugar de donde ha salido este infierno, en las aguas podridas del Río de la Plata, como se hunde mi querida ciudad.

 

FIN