Por Mariano Dubin
Todo se había desmadrado. Había curado a gente enferma, perdonado a quienes la multitud quería lapidar, negado a los sacerdotes. Había dicho que arroje la primera piedra quien esté libre de pecados pero no vaciló en echar a látigos a los mercaderes del templo. Andaba con labradores, humillados, prostitutas. Rodeado de perros flacos caminando por caseríos pobres. Sus milagros fueron precarios pero profundos: multiplicó la comida donde no había nada. No se asemejaba a los héroes civilizatorios y sus cánones clásicos. Su cuerpo era mísero, sus ropas las de un mendigo. Sucio y harapiento, su jeta semita y oscura. Su mensaje era sencillo. Lo había repetido muchas veces: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos”. Y más aún: «No piensen que he venido a traer la paz: no he venido a traer paz, sino la espada». Por eso Lucas lo describe en una cifra perfecta: «Fue valiente con su cuerpo / alejó a los soberbios de su corazón / derribó a los ricos de sus tronos / y entronó a los pobres. / A los hambrientos les dio todos los bienes / y a los ricos (saqueados) los dejó sin nada». Su mensaje se expandió rápido. El Reino de los Cielos era una metáfora del Reino de los Pobres pero básicamente una oposición al Reino de la Tierra: el Imperio Romano. Jesús no había nacido en un pueblo libre sino en una colonia de una Metrópolis imperial que gobernaba con violencia y salvajismo sus periferias. Simetrías de los siglos esta misma ciudad donde tal vez nació, Belén, dos mil años después sigue siendo un enclave colonial con muros, cámaras y pasos de control.
Jesús no sólo había asumido la voz del pueblo sino además negaba la potestad de Roma sobre Jerusalén. Al asumirse como el Rey de los Judíos, Jesús estaba negando dos cosas que en la ley romana se condenaban a muerte: la divinidad del Emperador y la autoridad de Roma sobre el pueblo judío. Es decir, Jesús asumía la libertad política de su pueblo. Por esta insolencia soberana es juzgado y condenado. Acá acontece algo que hace del Nuevo Testamento un libro tremendo, conmovedor, presente. Jesús no triunfa o, al menos, no como nosotros esperaríamos hoy.
Poncio Pilato, prefecto de Judea, lo condena a morir crucificado. Pero el pueblo, aquel al que le habló Jesús, al que le prometió la liberación, aquellos a quienes dio de comer y beber, no se sublevan sino que apoyan la condena. Algunos comienzan a escupirlo, patear su rostro, pegarle en las costillas para quebrarlas. Se burlan. «Ahí tienen al curandero: se decía Dios, muere como un perro”. Peor aún: sus más íntimos, sus discípulos, lo niegan. Pedro es increpado por una criada: «¿no eres de los de Jesús?». Y él responde: “no lo conozco, ni sé de lo que hablás”. Y luego, increpado por otro de la turba, Pedro vuelve a negarlo. Pedro recuerda las palabras de Jesús y llora.
Jesús queda en manos de los romanos. Es apresado por el Imperio. Es tirado a un calabozo, para que sea amasijado, quede engomado para que aprenda quién manda y que muestre en su cuerpo desecho, la derrota de su pueblo. Más: para que niegue sus palabras y que niegue ser hijo de Dios, es decir, aceptar que el único Dios es el Emperador y que Roma es la legítima dueña de Jerusalén. Que su pueblo es un pueblo esclavo. Pero Jesús (como tal vez otro hombre que con sus cueros rotos pero sus ideas enteras dijo: “apunte bien, usted va a matar a un hombre”) a la acusación de nombrarse Rey de los Judíos, responde: “Tú lo dices”. Todo está perdido. Jesús lo sabe. Y lo espera. Tal vez lo que no espera Jesús y lo hace dudar, lo hace dudar de su misión revolucionaria, es que el pueblo empieza a gritar. Pero no gritan contra el Imperio, contra la injusticia, contra la esclavitud. Gritan contra él. Gritan: crucifíquenlo, crucifíquenlo, crucifíquenlo. Los guardias lo llevan a la cruz (aquella que Catulo pudo nombrar irónicamente porque sólo un esclavo podía morir así y nunca un ciudadano). Mientras es llevado el pueblo comienza a golpear a Jesús. Lo escupen. Lo apalean. Se burlan: «haz tus milagros, ahora, curandero». Pilato lee la orden de crucifixión: EL REY DE LOS JUDÍOS. A derecha e izquierda de Jesús crucifican a ladrones. Jesús es crucificado ya con todo su cuerpo ultrajado. Mutilado. Se desangra. Muere lentamente. Mientras agoniza el pueblo por el que él dio la vida pasa bajo la cruz a injuriarlo, a reírse, a escupirlo, a arrojarle piedras. “Si eres Dios, baja de la cruz, perro inmundo”, grita alguno. “Si tanto hablabas de salvar al mundo, por lo menos sálvate tú”, grita otro. Este momento es cruel. Es clave. Porque Jesús es descrito como alguien demasiado humano para ser Dios. Es frágil. Duda. Pero acá, en este momento, Jesús tiembla. Todo está perdido. El pueblo lo odia. ¿Su lucha fue inútil? ¿Todo fue inútil? Y en la escena más violenta y desoladora, Jesús balbucea intentando hablar con su padre: “Dios mío, ¿por qué me has dejado solo?”.
Su nacimiento migrante, la matanza de niños judíos para impedir su aparición, la zozobra demoníaca en el desierto, la negación de los propios, la traición de Judas, la persecución del Imperio, la muerte rastrera y salvaje, la derrota de su cruzada. En el mundo de hoy, en los valores triunfantes, esta no es la historia de un héroe. Es la historia de un plebeyo, de un derrotado, de un idiota.
La cifra en Cristo es proletaria. Y por eso sigue quedando fuera. No puede hacerse cuerpo. Esta cifra es el deseo, el insistir, el vivir, el amar a pesar de todo. A pesar de todos. A pesar, sobre todo, de las opiniones que miden las vidas desde el deseo cómodo del confort burgués. Aquellos que miden los deseos como mercancía.
Sin pasiones.
Porque las pasiones, como las de Cristo, exigen sacrificios. Y se quiere desear sin perder. Como si negar un imperio fuera un truco de retoricismos y sentimientos nobles. Como si las pasiones no fueran, desde el inicio, arrancar perdiendo. Como si la vida misma no sea arrancar perdiendo.
Necesitamos la pasión de los que arrancan perdiendo. Necesitamos la pasión de Cristo. Necesitamos, una vez más, la pasión proleta. A pesar de todo y a pesar de todos.