Por María Elena Izuel
La vida en torno al Fuerte San Rafael del Diamante fue muy difícil en los primeros tiempos, porque los milicianos estaban aislados del resto de la población española, rodeados de indígenas “amigos” a quienes era necesario agasajar permanentemente para mantenerlos contentos y amigables.
La primera dotación del fuerte fue de cien milicianos, quienes debían ser renovados, según la reglamentación, cada dos meses, pero esto no ocurrió así y debieron permanecer varios meses más. Pasaron varios años antes de que se designaron para el fuerte soldados estables. La dotación de toda la frontera, incluido San Carlos, pese a los pedidos de Teles Menezes, no superó nunca la cifra de cincuenta hombres.
Junto a la construcción del fuerte se debieron realizar otros trabajos, no menos importantes, como la apertura de un “acequión” (canal de riego) de 25 cuadras para llevar el agua del río y regar “muchísimas campañas”. En poco tiempo hubo una “alameda de sauces” –así fue escrito por Teles Menezes–, pero esto no puede ser: o es una planta o es otra. En realidad eran sauces, ya que los álamos, si bien ellos los conocían de Europa, fueron introducidos en Mendoza por Juan Cobos recién en 1808. Estas plantas bordeaban la calle de entrada al fuerte.
También se había realizado la “roza” (quema de malezas para limpiar el campo) en algunas cuadras. Este es un sistema de trabajo del campo por el cual se quema la vegetación natural y luego se puede trabajar, utilizando la ceniza. No es muy provechoso, pues se pierde también la capa de limo fértil que puede tener el terreno. En nuestra zona no es apropiado realizarlo, pues la capa fértil es muy pequeña y se pierde con la quema, pero en ese entonces les pareció lo más apropiado. Prepararon así doce cuadras para sembrarlas de trigo, papa, maíz, frutales y legumbres.
Para poder arar la tierra se utilizaron cuatro rústicos arados construidos con ese fin y “bueyes aradores sin cargo al Rey”. Como viviendas construyeron ranchos con horconería (madero vertical que sostiene las vigas) de algarrobo, que abundaba en la zona.
Antes del año, Inalicán, en una carta al Virrey le comunicó: “Tenemos ya algunos arbolitos prendidos, como son duraznos, ciruelos, manzanos, membrillos […] y también algunos sarmientos, que son los que por ahora, por la brevedad del tiempo se han puesto para experimentar el terreno, que es tan fértil que no ha habido planta y semilla que no haya producido”. Todas las plantas fueron trasladadas desde San Carlos.
También cuenta que sembraron “granos, como son arvejas, habas, zapallos, maíz, melones, sandías, porotos, papas, garbanzos y demás, todos están con flores y prometen abundancia en sus frutos, por lo que hemos dado gracias a Dios. Todos los que han visto y ven las siembras se admiran y alaban al Todopoderoso. Ya parece un pueblo hecho, porque hay también sus palomas caseras, gallinas con pollos, pavos, gatos, perros hay un diluvio de ellos”.
Al finalizar su carta agregó algo muy importante: “Ya hay un matrimonio con su familia de poblador de la ciudad”. Así comenzó la colonización.
En una carta de 1808, relata el mismo Teles Menezes: “venciendo inmensas dificultades abrieron un piquete” para desviar las aguas del río Diamante y dotar de agua a una extensa zona de la travesía, lo que es hoy Monte Comán, para hacer menos difícil el camino de Buenos Aires a Chile, por lo que a partir de ese momento “no existió más la gran confluencia de los ríos Atuel y Diamante”.
