Por Bautista Franco
En 2014 la novela “Merca” salió y casi en un santiamén se agotó. Después vio luz la continuación, que se llamó “La Mamá de Johnny». Estas novelas colocaron a Loyds, padre y autor de esos textos, como referente de un espacio que venía medio vacío: la literatura sobre la gente bien, su marginalidad, su mierda.
En «Merca» el protagonista es Johnny, nene bien y adicto que vive de la plata de sus padres y desprecia todo. En el libro que sigue continúa con el retrato y avanza sobre Paulette, una sexagenaria que tiene que romper con una carcasa, juicios y prejuicios, formas que le fueron dadas por su clase, su familia y su historia. Están buenos.
Antes de ser Loyds, se llamaba Jorge Lebrón, pero ahora eso poco importa. Su nombre ficticio se impuso sobre la legalidad por la particularidad de su arte, que lo reconoce.
Loyds recorre ferias y espacios culturales charlando sobre sus libros. Es un tipo amable que habla siempre después de pensar. A veces termina las frases con un «¿no?» o un «¿entendés?», sin esperar respuesta. Es probable que sean marcas de una conversación consigo mismo.
El escritor Loyds con su novela. Fuente: Instagram
Repite la misma historia de todas las entrevistas, que antes era abogado y que ya grande, con carrera y relativo éxito, tomó la decisión de hacerse escritor de profesión, dejar el traje en el armario, dejar la carrera, la guita. En Argentina no parece la mejor opción, pero sacando pecho repite: «Ni un solo día me arrepentí, por más que pasé momentos económicamente muy inestables, nunca me arrepentí, nunca dije ‘uy, qué boludo, tendría que haber seguido siendo abogado’. Ni un segundo me pasó y eso me llena de orgullo y me confirma que tomé la decisión correcta». Es extraño que a la gente le festejen dejar la estabilidad de los trabajos más tradicionales para dedicarse al arte.
Como todo joven idealista, según dice, comenzó escribiendo poesía y de a poco se fue topando con los escritores de la generación del noventa en Buenos Aires que andaban alrededor de la editorial independiente Siesta. Por ahí se le aparecieron los libros de Fabián Casas, de Washington Cucurto, de Martín Gambarotta, libros de poesía interesantes y modernos, una poesía que lo acompañó siempre, como el primer amor, al que le tiene guardado un libro.
Se sigue juntando con muchos de esos. «Hay gente que dice que es ermitaña, que escribe sola, encerrada como si fuera Proust. A mí me parece vital estar en contacto con las generaciones contemporáneas que están haciendo cosas aquí y ahora, intercambiar libros, firmas y leernos. Vincularse siempre confluye en algo bueno», afirma, y se acuerda de Calamaro, que hace eso con músico que se cruce, y recuerda que los libros a cuatro manos no han tenido resultados tan trascendentes. «Ni siquiera Borges y Bioy como Bustos Domecq tuvieron la relevancia que tuvieron sus obras personales, pero es lindo».
El albañil
Cuenta que cuando uno arma un personaje se filtra algo propio, es más natural que se filtre lo conocido. Reclama sus novelas como «autoficciones colectivas: cosas mías, de mi hermano, de amigos, algún cuento que me contaron… yo lo junto en una coctelera. Si uso alguna anécdota que es divertida pero termina muy aburrida, yo no puedo permitir eso en el libro, cambio el final, uso, exacerbo, exagero para que funcione narrativamente».
No se hace cargo de ningún halo especial, dice que construye las novelas como si fuera un albañil: mide, pega, revoca y pule. No le gustan las fallas, es un albañil, «uno muy meticuloso que trabaja hasta decir ‘Esta pared quedó como yo quería'».
Sabe, por la experiencia dura del oficio, que escribir lleva mucho trabajo y que si bien los ratos de inspiración existen, «si después no tenés la disciplina de corregir y volver a corregir y dárselo a colegas para que le den devolución…».
Hay una frase popular entre los escritores que reza que escribir es reescribir: en la segunda novela cuenta que tuvo que rehacer la primera parte porque arrancó en tercera persona y no sonaba bien. «Hay gente que piensa que escribir un libro es una pelotudez. cualquiera puede escribir, es verdad que cualquiera puede, pero escribir un buen libro no cualquiera».
Como un tipo noventoso que vio el paso de las máquinas de escribir a las computadoras, tira frases generacionales que a un centennial le parecerían medio raras. «Hoy tenemos muchas facilidades con la tecnología, pero hay que saber usarlas», dice con un tono que parece un consejo. No importa cómo, ni qué tecnología, nada, hay que saber enfocarse y corregir y corregir hasta que quede más o menos redondo. «Borges, el mejor escritor que dio estas tierras, decía que la única manera de dejar de corregir era publicar. Imaginate».
Y sigue: «Hace poco mandé a mi editora un par de errores que vi en mi libro. Soy muy autoexigente con eso. Me parece que hay que tomárselo en serio porque soy mi propia pyme, si yo doy un libro que se publica y que tiene errores, está mal escrito, tiene problemas de tiempos verbales, puntuación o verosimilitud, la verdad es que no estaría haciendo bien mi trabajo. Para mí escribir es un trabajo, es así y hay que tomárselo en serio».
La madre
Después del hit que significó escribir «Merca», Loyds tomó la decisión de ir detrás de uno de los personajes que marcaban más presencia: la madre de Jhonny, la del pibe del primer libro, del merquero que la pudre, del desastre que tiene raíces e historia en algún lado. Su madre narra y lo hace con el peso de un camino que uno puede perseguir de un libro al otro, a pesar de que la editorial desfallece repitiendo una y otra vez que pueden leerse de manera independiente.
Cuando escribió “La mamá de Johnny» (que se llama Paulette), se encontró con el desafío de escribir en primera persona desde el lugar de una mujer. Una experiencia nueva y difícil. Dice que trató de mirar con los ojos de ese personaje: «Me parecía fundamental no ‘patinar’ ni fallar en en su feminidad ni en el tono de clase que ya lo traía ejercitado de la novela anterior y lo tenía que trabajar, aunque eso era más fácil».
«En un momento Paulette tuvo una voz propia y esa voz se apoderó de mí y me dictaba. Estaba muy metido dentro de esa cabeza de mujer tradicional esnob de casi sesenta años abandonada por su marido, con el que, supuestamente, se había casado para toda la vida». Con el nuevo libro cree que salió airoso: el texto recauda día a día felicitaciones por todos lados, principalmente en sus redes sociales, donde algunas de las señoras lectoras le mandan cariños, impresiones y comentarios. Una afirmación de que la verosimilitud se logró.
Pero él sabe que no escribió un libro para señoras. «A mí lo que me interesaba no era hacer solamente un retrato de clase, me interesaba primero poner en el mapa literario algo que no estaba últimamente y ponerlo en cuestionamiento, porque dentro de esa clase acomodada hay un montón de cosas que se pueden desmenuzar y se pueden criticar, y por otro lado ridiculizar a esa clase que se cree una suerte de nobleza europea con base en Sudamérica, una aristocracia que nunca existió, que es una farsa de gente que solo es más pudiente que otra y nada más. ¿Cuál es la nobleza? ¿Los nietos de Mirtha Legrand? No sé… Es una cosa que a mí me gusta mucho retratarla con esa zorna de decir ‘dejémonos de joder'».
Sabe que escribiendo como escribe, usando la violencia y la marginalidad como estilo, se autoexcluye de concursos, premios y ciertos reconocimientos. «Es muy jugado que, por ejemplo, el Fondo Nacional de las Artes premie un libro que se llama ‘Merca’, van a salir muchos tontuelos que ni siquiera saben de qué trata el libro a decir ‘cómo puede ser’. La ranciedad de siempre, que sigue existiendo pese a todos los esfuerzos que hace la gente más joven. Sé que me excluyo pero no me importa, me interesa contar una historia y una parte de la sociedad, con sus consumos problemáticos y todo. Me parece que puede ser didáctico, que puede funcionar, no para niños claramente, no para premios, pero sí sé que funciona para un montón de gente».
