Por María Elena Izuel
Del pueblo huarpe quedan, en este momento, algunos grupos en Mendoza. Se pensaba que estaba extinguido debido, en gran parte, a los abusos cometidos por los encomenderos; a que fueron trasladados a Chile, muriendo muchos en la travesía y otros en duros trabajos; a las enfermedades que les contagiaron los españoles; a su docilidad, ya que fueron ellos mismos quienes pidieron a los españoles que ocupaban Chile que vinieran a enseñarles la religión cristiana, sobre ese Dios tan bueno que hablaba de amor… Otra causa fue que para librarse de la explotación, huyeron de la región, trasladándose hacia el desierto; también tuvo importancia la mestización. En fin, una serie de factores que ayudaron a su casi total desaparición.
Hace algunos años, la llegada de un sacerdote italiano, el padre Benito Sellito, ayudó a que recuperaran su identidad, pues en tiempos pasados, la palabra «indio» significaba discriminación y, por consiguiente, no querían darse a conocer.
De acuerdo con algunos antropólogos, si una comunidad ha perdido su lengua original, se considera que se ha extinguido, pero otros antropólogos opinan que si ellos reconocen su identidad, se los debe aceptar como pertenecientes a esa parcialidad.
En estos momentos las comunidades huarpes, que se reconocen como tales, están ubicadas en la zona del desierto lavallino, cercanas a las lagunas de Guanacache.
Su pasado
Los huarpes estaban ubicados en el norte de Mendoza y sur de San Juan y en sus viajes de cacería llegaban hasta el río Diamante. Se diferenciaban por su lengua: huarpes milcayac en Mendoza y huarpes allentiac en San Juan.
Estos aborígenes recibieron gran influencia incaica, lo que se evidenció en el uso de la clásica camiseta andina como vestimenta y en las guardas con las que decoraban su ropa y la cerámica. También se dice que en el sistema de regadío hubo influencia del pueblo inca.
Construyeron caminos según el modelo incaico, de los que nos queda el nombre en Puente del Inca, y pequeños tambos o postas, como Tambillo, Ranchillo y Tambillito, en el Valle de Uspallata.
Eran altos y delgados, como “varales”, según cuenta un cronista español; velludos, aunque se arrancaban el vello (se depilaban con pinzas), y de piel oscura. Usaban el cabello largo, las mujeres lo dejaban crecer todo lo posible y los hombres hasta el cuello. Las mujeres eran muy hermosas y para embellecerse más se pintaban la cara de color verde.
Eran muy ágiles, incansables para caminar, subir y bajar cuestas. Debían hacerlo así, pues en nuestra zona no existía un solo animal de monta. El animal más grande era el guanaco, que no permite que se lo monte, pues no resiste el peso de un hombre. A este animal lo cazaban por cansancio, lo seguían caminando, sin dejar que parara para beber o comer, y cuando ya no daba más, lo atrapaban, ellos no se cansaban.
Las mujeres llevaban en la frente una especie de vincha, de la cual colgaba la cuna en la que viajaban sus hijos pequeños.
Un pueblo sedentario
Al dedicarse a la agricultura, sus hábitos se volvieron sedentarios. Cultivaban el suelo, obtenían maíz tierno, porotos y quinoa; para regar construían acequias y canales, de los cuales se conserva en Mendoza el canal Cacique Guaymallén, que cruza la ciudad.
Vivían en ranchos de quincha, especie de ramas entrelazadas, que a veces recubrían de barro para hacerlas impermeables. Al maíz lo trituraban para transformarlo en harina sobre grandes piedras que usaban como molinos. En la zona de ocupación se han hallado gran cantidad de estas piedras, como así también las “manos”, o sea, la piedra para moler.
Al principio se cubrían con mantas, pero luego, por la influencia incaica, vistieron la clásica “camiseta andina”, nombre dado por los españoles a la vestimenta de los incas, que confeccionaban en rústicos telares.
Conocían la cerámica y la decoraban con dibujos geométricos, estilo incaico. Fue muy importante la cestería, tejían con gran habilidad el junco –aún hoy lo hacen–, tan fuerte y apretado que no podía pasar el agua, para darle utilidad como vasos y tazas.
Con totora confeccionaban balsas para navegar por ríos y lagunas, que nos recuerdan a las que todavía hoy se fabrican en el lago Titicaca y que se conservaron en uso, hasta la década del 30, en las lagunas de Guanacache.
Usaban el arco y la flecha para cazar y pescar. Es curiosa la técnica que utilizaban para cazar patos en las lagunas: introducían calabazas (zapallos) en el agua para que flotaran en medio de los patos, que no se espantaban; entonces, un nativo colocaba su cabeza dentro de la calabaza, y nadaba hasta llegar al lado de los patos y los atrapaba aferrándolos de las patas y arrastrándolos debajo del agua, sin que los otros se dieran cuenta, según lo cuenta Ovalle, un cronista español. Esto ocurría en las lagunas de Guanacache, en donde obtenían también gran cantidad de peces; lamentablemente en la actualidad están casi secas.
Eran politeístas, adoraban al Sol, la Luna, el lucero de la mañana, los cerros, los ríos, el rayo; ubicaban en la cordillera a su principal deidad, que era Hunuc-Huar, a quien le hacían ofrendas de alimentos. Consideraban que tras la muerte, iban a vivir a la cordillera, por lo que los cuerpos era enterrados con la cabeza dirigida hacia ella, o sea, a la puesta del sol, envuelto en mantas y rodeado de camisetas, comida y bebida que necesitarían en la otra vida.
Para recuperar la salud, recurrían al hechicero, quien utilizaba todo tipo de hierbas para curar. También era el encargado de interpretar “la danza de la lluvia” en épocas de sequía. El instrumento musical que conocían era el tambor.
Se conocen muchos aspectos sobre la vida de este pueblo –que no dejó nada escrito– debido a que los cronistas españoles y los sacerdotes, que vinieron a evangelizarlos, dejaron muchos relatos narrando todo lo que observaron y a eso debemos agregarle los hallazgos arqueológicos. Cada día se descubren más restos, sumamente interesantes.