Por Federico Mare
Historiador y ensayista
Las mujeres argentinas votaron por primera vez en elecciones nacionales hace más de 70 años, el 11 de noviembre de 1951, hacia el final del primer gobierno de Perón (1946-1952). Ese mismo día, debutaban también en comicios provinciales, con la honrosa excepción de San Juan, donde ya tenían derecho de sufragio desde los tiempos del cantonismo (1927). A nivel municipal, las elecciones del 51 también fueron históricas, porque muy pocas eran las comunas argentinas que permitían o habían permitido el voto a las mujeres (el caso más notable es el de la provincia de Santa Fe, cuya reforma constitucional de 1921, recién efectivizada en 1932 con la gobernación demoprogresista de Luciano Molinas, reconoció el sufragio femenino en la renovación de intendentes y concejales, aunque este avance democrático solo duraría cuatro años; con un matiz: en Rosario, la participación de las santafesinas en los comicios municipales databa de 1928).
Aquel domingo primaveral de 1951, Juan Domingo Perón y Juan Hortensio Quijano, candidatos del Partido Peronista (PP), resultaron reelectos presidente y vice con más del 63% de los votos, esta vez sin la mediación del Colegio Electoral. La reelección presidencial y el voto directo –para la primera magistratura y las senadurías– habían estado prohibidas en nuestro país durante mucho tiempo, desde que se sancionara la Constitución Nacional en 1853. Pero hacia 1949, el justicialismo había logrado reformar la carta magna, habilitando un segundo mandato consecutivo para el presidente y vicepresidente, y suprimiendo además el oligárquico Colegio Electoral de inspiración liberal yanqui.
Las mujeres argentinas pudieron participar en los comicios del 51 porque cuatro años antes, en septiembre de 1947, se había sancionado y promulgado la ley 13.010 de sufragio femenino. Esta norma no solo reconoció el derecho político de las nativas e inmigrantes nacionalizadas a elegir sus representantes a partir de los 18 años de edad, sino también el derecho político a candidatearse para todos los cargos electivos del Estado, tanto a nivel legislativo como ejecutivo, y tanto a nivel federal como provincial y municipal. Es decir, la ley 13.010 equiparó, cuanto menos en términos jurídicos formales, a las mujeres con los hombres. Incluyó a las primeras en la plena ciudadanía (no solo igualdad civil, sino también igualdad política).
El texto de la ley es muy breve. Apenas consta de siete artículos someros, sin división en incisos. Dice así:
Artículo 1º – Las mujeres argentinas tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerdan o imponen las leyes a los varones argentinos.
Art. 2º – Las mujeres extranjeras residentes en el país tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerdan o les imponen las leyes a los varones extranjeros, en caso que éstos tuvieren tales derechos políticos.
Art. 3º – Para la mujer regirá la misma ley electoral que para el hombre, debiéndosele dar su libreta cívica correspondiente como documento de identidad indispensable para todos los actos civiles y electorales.
Art. 4º – El Poder Ejecutivo, dentro de los dieciocho meses de promulgada la presente ley, procederá a empadronar, confeccionar e imprimir el padrón electoral femenino de la Nación, en la misma forma que se ha hecho el padrón de varones. El Poder Ejecutivo podrá ampliar este plazo en seis meses.
Art. 5º – No se aplicarán a las mujeres ni las disposiciones ni las sanciones de carácter militar contenidas en la Ley 11.386. La mujer que no cumpla con la obligación de enrolarse en los plazos establecidos estará sujeta a una multa de cincuenta pesos moneda nacional o la pena de quince días de arresto en su domicilio, sin perjuicio de su inscripción en el respectivo registro.
Art. 6º – El gasto que ocasione el cumplimiento de la presente ley se hará de rentas generales, con imputación a la misma.
Art. 7º – Comuníquese al Poder Ejecutivo.
Para poder ciudadanizar a las mujeres argentinas, era preciso empadronarlas. Pero el padrón electoral de nuestro país estaba confeccionado en base a la conscripción militar, que era exclusivamente masculina. Los varones tenían libreta de enrolamiento, pero las mujeres no. Había dos modos de empadronar a la población femenina adulta: a) creando un servicio militar obligatorio de carácter mixto (jóvenes de ambos sexos) o b) otorgando a las mujeres un documento de identidad que estuviera disociado del sistema de conscripción. Por razones sexistas (mito del «sexo débil»), se optó por lo segundo. Fue así como se introdujo en Argentina la libreta cívica. La libreta cívica nació como el equivalente femenino de la libreta de enrolamiento, a partir de la premisa ideológica según la cual era posible una ciudadanía mixta, donde el servicio militar solo fuera deber patrio para los varones.
Otorgar a todas las mujeres argentinas su libreta cívica, e incorporarlas masivamente al padrón electoral, era un proceso que demandaba tiempo y esfuerzo. De ahí que la ley estipulara un plazo tentativo de 18 meses, prorrogable a dos años.
El movimiento feminista argentino, tanto en su vertiente liberal como socialista, había luchado por los derechos políticos de las mujeres durante décadas, desde los albores del siglo XX (un Comité Pro-Sufragio Femenino había sido fundado en 1907, cuarenta años antes de sancionada la ley 13.010). Entre otras sufragistas notables, podemos mencionar a Alicia Moreau, Sara Justo, Julieta Lanteri, Elvira Rawson, Carmela Horne Arriola y Victoria Ocampo. En 1932, un proyecto de ley elaborado por la socialista Moreau, que reconocía el derecho de voto a las mujeres, fue debatido en el Congreso. Obtuvo la media sanción en la Cámara de Diputados, pero el Senado se negó a tratarlo, debido a la acérrima oposición de los sectores conservadores y la Iglesia católica.
La aprobación de la ley 13.010 no hubiese sido posible sin el apoyo muy comprometido y activo de Evita, figura clave del movimiento de masas justicialista, y sin la aquiescencia de Perón, presidente en ejercicio y líder máximo del justicialismo. De hecho, muchos diputados y senadores peronistas estaban inicialmente en contra del sufragio femenino, y solo la férrea orden de Evita les hizo cambiar de parecer, a regañadientes. También hubo legisladores justicialistas genuinamente sufragistas, como el senador Alberto Durand y el diputado Alcides Montiel.
Huelga aclarar que la ley fue ferozmente combatida por los elementos más reaccionarios, dentro y fuera del Congreso. El machismo –tanto en su variante paternalista como desembozadamente misógina– campeaba y señoreaba a sus anchas en la Argentina de los años 40. Apelando a dogmas religiosos y teorías pseudocientíficas, los sectores conservadores pretextaban que las mujeres eran inferiores –por naturaleza– a los hombres, que no estaban espiritual o intelectualmente capacitadas para la política, y que el ejercicio pleno de la ciudadanía las corrompería. Incluso se llegó a afirmar que la ley 13.010 destruiría las instituciones del matrimonio y la familia, y, por ende, el orden social… La Iglesia católica fue el gran baluarte de la resistencia patriarcal, si bien en su seno hubo sectores minoritarios favorables al sufragio femenino.
Paradójicamente, muchos segmentos sufragistas del feminismo argentino le dieron la espalda a la ley. Otro tanto sucedió con varias fuerzas políticas liberales, progresistas o de izquierda que habían militado el sufragio femenino durante décadas. Esto se debió a la extrema polarización ideológica entre peronismo y antiperonismo, grieta que se había devorado al debate público. Desde la oposición, la 13.010 fue considerada a priori un remedo oportunista, hipócrita y demagógico, sin que importara su contenido en sí. Se denunció que el peronismo se había apropiado de una bandera histórica que no le pertenecía, y que en el fondo no apreciaba. El rechazo a la ley por parte de gran parte del movimiento sufragista argentino tuvo, pues, un fuerte componente de rencor sectario, de obcecación antiperonista.
La única impugnación coherente y digna por izquierda fue la del anarquismo. El anarquismo, por principio, nunca había sido sufragista, a diferencia del socialismo. Siempre había estado en contra de las elecciones, a las que consideraba una farsa y una trampa, en la medida que concebía toda delegación de la soberanía popular como un absurdo de funestas consecuencias, tal como había argumentado –entre otros– Malatesta en su famoso folleto En tiempo de elecciones (1890). Mujeres y varones ácratas no estaban en contra del sufragio femenino per se, sino en contra del sufragio en general. Su oposición, por ende, era consecuente, sin mezquindades gorilas de circunstancia. Recordemos que la libertaria Virginia Bolten, desde La Voz de la Mujer, ya había roto lanzas contra el sufragismo a fines del siglo XIX; y que la anarquista Juana Rouco Buela volvería a hacerlo desde Nuestra Tribuna, entre 1922 y 1925.
Los debates fueron largos y acalorados en ambas cámaras. En él hubo que soportar mucha cháchara machista retrógrada, más propia de hombres de Neanderthal del Paleolítico que de legisladores de una moderna república laica y democrática. Sirvan estas palabras de Armando Antille, senador radical por Santa Fe, como botón de muestra: “Yo no creo en absoluto que la mujer sea igual al hombre. […] La mujer, por esa función que la naturaleza le ha dado, no ha venido a participar como el hombre en una vida de carácter social general. Tiene una situación específica en el mundo y en el hogar. La mujer procrea, cuida su prole, vive entregada al hogar; por eso todas las madres antiguas, y entre ellas las madres españolas, no salían nunca del hogar, porque su función vital era cuidar el hogar y los hijos”.
Pero la causa de la igualdad y libertad de las mujeres finalmente prevaleció. Hacia agosto de 1946, el proyecto de ley consiguió media sanción en el Senado. La Cámara de Diputados, a pesar de las dilaciones burocráticas y la férrea oposición de los trogloditas (por ej., el conservador puntano Reynaldo Pastor), dio su aprobación el 9 de septiembre del año siguiente. La promulgación de la ley aconteció dos semanas después.
Con posterioridad a la sanción, Evita impulsó la creación del Partido Peronista Femenino. Esta agrupación política tendría un papel fundamental en la masiva participación de las mujeres durante las elecciones del 51 (que superó a la de los varones, en términos absolutos y relativos), y también en la victoria justicialista que le otorgó a Perón un segundo mandato (casi dos tercios del padrón femenino votó al peronismo). Recordemos, al pasar, que se había barajado la candidatura de Evita a vicepresidenta, opción apoyada por la rama femenina del PP y por la CGT. Pero su grave enfermedad y las internas del peronismo no lo hicieron posible.
29 mujeres se incorporaron al Congreso, 23 como diputadas y 6 como senadoras. La participación femenina trepó a 42 en los comicios intermedios de 1954 (34 escaños en la cámara baja y 8 en el Senado, cifras que representaban un 22% del total de cargos legislativos nacionales). Un dato revelador: la UCR, principal fuerza de la oposición, no presentó ninguna candidata en las elecciones del 51.
Tras la sedicente Revolución Libertadora, la intervención de las mujeres en la actividad parlamentaria cayó en picada. Tanto es así que, durante las presidencias radicales de Frondizi (1958-62) e Illia (1963-66), la presencia femenina en el Congreso llegó a ser nula, escandaloso retroceso del que hay pocos ejemplos mundiales en la segunda mitad del siglo XX.
Pero hay algo que poco y nada se recuerda: la ley 13.010 de sufragio femenino fue redactada por un mendocino: Lorenzo Soler (1896-1977). Era un médico peronista de extracción radical (pertenecía a la UCR Junta Renovadora, el sector del radicalismo que había apoyado a Perón). Había sido elegido senador nacional por Mendoza en 1946, e integraba la Comisión de Negocios Constitucionales de la cámara alta. Tuvo una actuación decisiva, no solo en calidad de autor del proyecto de ley, sino también como defensor del mismo durante los debates parlamentarios. En su calidad de médico, supo refutar con argumentos científicos todos los sofismas esgrimidos por los conservadores a favor de la desigualdad biológico-intelectual entre los sexos.
Soler expresó en una ocasión: “¿Cómo podemos decir que somos profundamente democráticos si estamos negando a la mitad del pueblo, traducida en el sector femenino, la facultad y el derecho de participar en la vida integral de la democracia? Jamás podrá haber un pueblo democrático si no se incorpora a la otra mitad del género humano a la expresión de su libre voluntad”.
Cuando se realizaron los comicios, Eva votó desde la cama del hospital donde estaba internada. Había sido operada del cáncer de útero. Fallecería algunos meses más tarde, con apenas 33 años de edad, en los prolegómenos de un segundo gobierno de Perón que ya no sería como el primero a causa de crecientes problemas y conflictos, y que caería prematuramente en 1955, con el golpe militar de la derecha antiperonista.
