Por Federico Mare
Historiador y ensayista
En 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, la mayor y más sangrienta de todas las guerras de la historia. Superó con creces, incluso, a la Primera Guerra Mundial, en escala y destrucción. Duró seis largos años, causando la muerte a no menos de 60 millones de personas, en su mayoría civiles. Las pérdidas materiales también fueron enormes: edificios, fábricas, casas, granjas, minas, puertos, carreteras, puentes, centrales hidroeléctricas, medios de transporte, etc. Innumerables ciudades sufrieron bombardeos devastadores: Londres, Berlín, San Petersburgo, Róterdam, Tokio, Shanghái, Budapest, Hamburgo…
La mayoría de los países del mundo quedaron envueltos en la guerra, por propia decisión o en contra de su voluntad. Se combatió en casi toda Europa, el norte de África y gran parte de Asia y el Pacífico. América fue el único continente donde no se luchó, a excepción de unos pocos combates menores como la batalla naval del Río de la Plata y la campaña de las islas Aleutianas (Alaska).
Dos bandos se enfrentaron en la Segunda Guerra Mundial. De un lado, las potencias del Eje: la Alemania nazi de Hitler, la Italia fascista de Mussolini, el Japón imperial de Hirohito y otros países menos poderosos regidos por gobiernos títeres o dictaduras nacionalistas de derecha, como Hungría, Rumania, Tailandia, y la Francia de Vichy. Del otro lado estaban los Aliados, que era un bando más diverso, con bastantes diferencias ideológicas entre sí (liberales y comunistas). Solo los unía el enemigo común: el nazifascismo. Los Aliados más importantes eran los Estados Unidos de Franklin Roosevelt, la Unión Soviética de Stalin y la Gran Bretaña de Churchill. Un escalón más abajo estaban la China del Kuomintang y la Francia Libre del general De Gaulle.
Alemania invadió casi toda Europa, incluyendo buena parte de Rusia. Italia ocupó varias regiones de los Balcanes y África con ayuda o aquiescencia de los nazis, cuyo poderío militar era muy superior. Japón, por su parte, invadió China, el Sudeste Asiático y muchas islas del Pacífico. Fue el expansionismo insaciable del Eje, que venía in crescendo desde mediados de los años 30, el que terminó desatando la guerra, cuando japoneses y alemanes cruzaron la última línea roja al invadir China (junio de 1937) y Polonia (septiembre de 1939), respectivamente.
Inicialmente, la guerra fue favorable para las potencias del Eje. Pero en 1941, al sumarse EE.UU. luego del ataque japonés a Pearl Harbor, la situación empezó a cambiar. El gran punto de quiebre sería la batalla de Stalingrado, en el sudeste de Rusia, entre nazis y soviéticos, hacia 1942-43. Fue la batalla más larga y cruenta de toda la Segunda Guerra Mundial: 200 días, con un saldo aterrador de 2 millones y medio de muertos, heridos y desaparecidos. Fue victoria del Ejército Rojo, y el principio del fin para la Alemania nazi. Paralelamente, en el Pacífico, el decisivo triunfo de EE.UU. en la batalla de Midway inició la decadencia y repliegue del Imperio Japonés.
No obstante, aunque el resultado ya era irreversible (victoria aliada), la guerra se prolongaría absurdamente bastante tiempo, debido a la obstinación de Hitler y del gobierno japonés. Poco a poco, los países invadidos fueron liberados: Francia, China, Noruega, Bélgica, Etiopía, Grecia, etc. La rendición del Eje recién se produciría en 1945. Alemania capituló en marzo, Japón en septiembre.
La Segunda Guerra Mundial fue trágica no solo por la mortandad de millones de soldados en los campos de batalla, sino también por la mortandad de millones de civiles inocentes en bombardeos y matanzas deliberadas. Los nazis masacraron a 6 millones de personas judías en Auschwitz, Treblinka y otros campos de concentración y exterminio, tragedia que se conoce como Shoá u «Holocausto». Hubo otros genocidios, como el del pueblo gitano: el Porraimos. Los pueblos eslavos (rusos, polacos, etc.) también fueron víctimas de la violencia racista de Hitler. Japón, por su parte, perpetró la matanza de Nankín en China, entre otros crímenes en masa de lesa humanidad.
Los Estados Unidos no estuvieron al margen de estas atrocidades, aunque las películas de Hollywood nada muestren al respecto. En agosto de 1945, arrojaron bombas atómicas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, causando la muerte a más de 100 mil personas, en su gran mayoría civiles inocentes. Muchas murieron en el acto, como consecuencia de la explosión. Pero otras muchas murieron en los años siguientes, debido a distintas enfermedades provocadas por la radiación: cáncer, leucemia, etc. (a estas personas se las llama en Japón hibakusha). El bombardeo de Hiroshima y Nagasaki es el primer y único ataque nuclear de la historia. Hasta el día de hoy, los Estados Unidos no se han disculpado por este crimen de lesa humanidad.
Argentina y la Segunda Guerra Mundial
Cuando en septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, Argentina atravesaba la Década Infame, una época oscura de nuestro pasado nacional signada por la conculcación de libertades democráticas, la corrupción política y la dependencia periferia-centro con el Reino Unido, todo ello en un contexto de recesión económica asociada a la crisis capitalista mundial de la Gran Depresión. Yrigoyen, derrocado en 1930 por un golpe militar, había sido sucedido por un dictador, el general José Félix Uriburu, quien simpatizaba con el fascismo italiano, aunque no tuvo posibilidades ni tiempo de llevar muy lejos su admiración por el régimen de Mussolini, fuera de suprimir la democracia y perseguir o reprimir con ferocidad a los sindicatos obreros y las organizaciones de izquierda (especialmente anarquistas y comunistas). Sin apoyo suficiente del establishment, que no veía con buenos ojos su antiliberalismo y corporativismo, Uriburu tuvo que llamar a elecciones hacia fines de 1931.
Proscripción del radicalismo yrigoyenista mediante, otro general del Ejército, Agustín P. Justo, llegó a la presidencia en 1932. El suyo fue el primero de los tres gobiernos de la Concordancia, una coalición de conservadores, radicales antipersonalistas (antiyrigoyenistas) y otras fuerzas menores, que off the record se jactaban con sorna de practicar el «fraude patriótico».
Justo ha pasado a la posteridad como el máximo responsable político del Pacto Roca-Runciman de 1933, un acuerdo angloargentino sobre cuotas mínimas de exportación cárnica y otros ítems comerciales, impositivos y cambiarios que reforzó, o al menos renovó y perpetuó, la subordinación económica de nuestro país a los grandes capitales de la City londinense, so pretexto de la necesidad de contrarrestar los efectos ruinosos de la Conferencia de Ottawa (1931), en virtud de la cual, la metrópoli británica había dado prioridad –imperial preference– a sus dominios y colonias (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, India, etc.) en materia de abastecimiento de alimentos y materias primas, con respecto a los aranceles de importación. El Pacto Roca-Runciman resultó muy asimétrico y poco transparente (tenía cláusulas secretas muy leoninas que finalmente se conocieron), por lo que generó muchas críticas, controversias y denuncias en Argentina. Sobre todo, cuando en 1935 el senador santafesino Lisandro de la Torre, gran tribuno del pueblo, sacó a la luz las corruptelas de evasión fiscal y coimas que involucraban a grandes frigoríficos angloestadounidenses y altos funcionarios del Ejecutivo Nacional (debate de las carnes), destape escandaloso por el cual fue víctima de un intento de asesinato en medio de una sesión del Senado, que de todos modos acabó con la vida de otro legislador de la misma bancada (Partido Demócrata Progresista): Enzo Bordabehere, amigo y discípulo de De la Torre.
En febrero de 1938, tras unos comicios groseramente amañados, Justo cedió el sillón de Rivadavia a Roberto M. Ortiz, su correligionario (ambos eran de la UCR Antipersonalista). Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Ortiz llevaba en la Casa Rosada un año y medio de gestión. La Argentina adoptó una posición neutral, igual que todos los países latinoamericanos y Estados Unidos. Aunque sincero y estricto, el neutralismo de Ortiz era más bien aliadófilo, probritánico, es decir, no precisamente germanófilo. Esto resultaba lógico, habida cuenta sus convicciones liberales, que no encajaban en el molde de la ideología totalitaria nazifascista. Un botón de muestra de la anglofilia de Ortiz: en satisfacción al pedido de ayuda de la misión diplomática Freeman-Thomas, se envió al Reino Unido miles de cabeza de ganado sin cargo, con la frase “buena suerte”. Actos de generosidad de este tipo no los hubo para con la Alemania nazi.
Pero, ¿por qué hablamos, aun así, de neutralismo estricto? Porque tanto Gran Bretaña como Alemania se quejaron de que Argentina comerciara con ambos bandos, lo cual era cierto. Ortiz no impuso restricciones de destino a las exportaciones argentinas, que ciertamente no consistían en materiales bélicos (armas, municiones, vehículos blindados, explosivos, etc.), toda vez que nuestro país, al margen de haberse comprometido a honrar las reglas de la neutralidad, carecía de industria militar. Como otras naciones latinoamericanas, Argentina siguió suministrando salomónicamente alimentos y materias primas tanto a británicos como alemanes, duplicidad que optimizaba los negocios. Eso no fue del agrado de Berlín, ni tampoco de Londres, pues ambos gobiernos eran muy conscientes de la importancia que revise la logística en toda guerra prolongada.
Bajo el paraguas de la neutralidad argentina podían convivir de momento –y de hecho así fue– sectores de casi todo el espectro político: no solo liberales-conservadores del oficialismo, de la Concordancia, sino también comunistas y nacionalistas de derecha (integristas católicos, fascistas o filofascistas, nazis o filonazis). Desde luego que este neutralismo «bolsa de gatos» respondía a razones diferentes en cada caso. Solo los socialistas fueron rupturistas desde el inicio de la guerra. Por razones tácticas (pacto Ribbentrop-Mólotov de tregua germano-soviética y reparto de Polonia), los comunistas guardaron su antifascismo en el freezer y bancaron la neutralidad hasta junio de 1941, cuando la Wehrmacht invadió la URSS. Los sectores liberales, por su parte, comenzaron a girar hacia el rupturismo medio año después, luego de Pearl Harbor y del ingreso de los Estados Unidos y otros países americanos al bando beligerante aliado. La variopinta derecha nacionalista mantuvo su neutralismo hasta el final, con distintas proporciones de antiimperialismo (oposición patriótica a las potencias anglosajonas), militarismo germanófilo y nazifascismo, según cada sector.
No vaya a creerse que el neutralismo anglófilo de Ortiz obedecía exclusivamente a motivos principistas o ideológicos. El segundo presidente de la Concordancia había sido abogado de las empresas ferroviarias inglesas y, de hecho, su candidatura se había urdido en la Cámara Argentino-Británica. O sea, Ortiz era un presidente estrechamente vinculado a los intereses económicos del Reino Unido en Argentina, y a los sectores de la oligarquía que tenían nexos comerciales y financieros con dichos intereses. Igual que sucediera en la Primera Guerra Mundial, el gobierno estaba preocupado por los perjuicios que la guerra submarina alemana pudiera ocasionar a la marina mercante y al sector agroexportador. El mercado británico seguía siendo fundamental para las carnes y los granos de la Pampa Húmeda, por razones ya apuntadas (Pacto Roca-Runciman). Dada esa realidad mercantil, la neutralidad parecía lo más prudente. Era el modo de evitar, o al menos minimizar, el riesgo de que los mercantes y cargueros argentinos fueran hundidos por los U-Boote germanos en los viajes y tornaviajes transoceánicos.
Ampliemos el contexto internacional del parteaguas histórico de 1939, en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. La nueva Kriegsmarine nazi, igual que la vieja Kaiserliche Marine de la Gran Guerra, era no cualitativa pero sí cuantitativamente muy inferior a la Royal Navy, que mantenía su supremacía naval planetaria gracias al vasto y ubicuo imperio colonial del Reino Unido. El ambicioso Plan Z del Tercer Reich, que preveía la construcción de un enorme número de naves de superficie de gran tonelaje (seis acorazados, tres cruceros de batalla, cuatro portaaviones, decenas de cruceros y destructores, etc.), nunca se pudo concretar, por falta de tiempo y de recursos. Para la Alemania nazi, el único remedio o paliativo viable a esa desventaja estratégica fue modernizar el diseño de los U-Boote e incrementar su producción a destajo, en una carrera contra reloj.
El almirante Erich Raeder diría: “No podemos soñar con presentar batalla a la flota británica para aniquilarla. Nuestra única oportunidad reside en el ataque de las comunicaciones comerciales del enemigo, para lo cual los submarinos constituyen nuestra arma más eficaz. En consecuencia, tenemos necesidad de submarinos y más submarinos”. La llamada Batalla del Atlántico –la guerra naval entre el Eje y los Aliados en el océano más navegado del mundo– tuvo su origen en la decisión de Hitler de imponerle a Gran Bretaña un bloqueo submarino que quebrara su capacidad material y moral de resistencia. Como en la Primera Guerra Mundial, los U-Boote tenían la misión de hundir los mercantes y cargueros –aliados o neutrales, poco importaba– que trasladaban alimentos, combustibles y otras materias primas a los puertos británicos. El almirante Karl Dönitz fue el gran cerebro y director de la guerra submarina nazi en el Atlántico, que hasta 1942 tuvo una eficacia letal, por medio de la Rudeltaktik o táctica de la «manada de lobos», que permitía hundir los buques de la marina mercante aliada cuando estos navegaban en convoy, escoltados por navíos de guerra provistos de sonares y radares, práctica preventiva que se fue generalizando rápidamente a medida que escalaba la Batalla del Atlántico. La Rudeltaktik consistía en atacar sorpresivamente en escuadra, con muchos o varios sumergibles. Se trataba de toda una innovación, porque en la Primera Guerra Mundial los submarinos germanos habían sido orgullosos lobos solitarios, no jaurías.
Pero, fuera de ese detalle táctico, la historia volvía a repetirse… Y lo hacía sin demora, con coincidencias dignas de una película de Spielberg: el 3 de septiembre de 1939, a solo dos días de la invasión de Polonia, el Athenia, un transatlántico de pasajeros británico con destino a Canadá, fue accidentalmente torpedeado y hundido por un submarino alemán, con un saldo trágico de más de un centenar de civiles muertos, entre los cuales había 28 estadounidenses (el resto eran canadienses). No hubo acciones de rescate por parte de los marinos germanos, que se marcharon de prisa y con la conciencia culposa (al aproximarse discretamente al barco luego de la explosión, alcanzaron a oír gritos desesperados de mujeres y niños, indicio indubitable de que no se trataba de un navío de guerra, ni de un mercante o carguero, sino de un buque de pasajeros). El hecho generó una gran indignación y repudio en los países anglosajones, y, desde luego, serios altercados diplomáticos de Londres, Ottawa y Washington con Berlín. La analogía con el desastre del Lusitania no podía ser mayor, y a los memoriosos no se les escapó ese detalle. Es cierto que la mortandad esta vez era mucho menor, pero el Athenia, a diferencia de su predecesor, no tenía máculas o bemoles. El Lusitania llevaba casi 2 mil pasajeros, pero también una gran cantidad de armamento y municiones. En cambio, el Athenia solo transportaba civiles norteamericanos repatriados, que huían precipitadamente de la conflagración europea antes de su inexorable escalada.
Para fines de 1939, tras cuatro meses de hostilidades, los eficientes submarinos de la Kriegsmarine habían hundido más de cien cargueros y mercantes aliados o neutrales, y algunos buques de guerra británicos, como el portaviones Courageous y el acorazado Royal Oaken. Así las cosas, lo que el Reino Unido más necesitaba y quería de la Argentina no era que esta rompiera relaciones diplomáticas con el Eje, o que se la jugara con una declaración de guerra a Alemania, simbólica pero no por eso menos ofensiva y provocadora para Berlín. Lo que necesitaba y quería era que los suministros argentinos, tan vitales, llegaran a los puertos británicos. Esa era la prioridad de Churchill, y también de Ortiz, aunque algunos ingleses y argentinos anglófilos del mundo de los negocios –ya sea por anteponer sus exaltadas pasiones patrióticas o antigermanas, o ya sea por no calibrar bien el peligro de la guerra submarina alemana en medio de tanto fervor belicista– clamaran por una ruptura diplomática urgente de Buenos Aires con Berlín. La ayuda práctica económica de bajo perfil valía mucho más que una diplomacia moralista, arriesgada y estridente. Imbuidos de realismo, ambos estadistas comprendían bien que la neutralidad argentina era la mejor protección para sus exportaciones/importaciones agropecuarias y sus marinas mercantes. Vale decir que, tanto desde el punto de vista de los intereses británicos como desde el punto de vista de los intereses argentinos, la neutralidad constituía la mejor opción, o la menos mala. Otro cantar eran las ideas o sentimientos (patriotismo, pacifismo, germanofobia, antifascismo, etc.), pero la geopolítica siempre ha tenido como causalidad fundamental –no única pero sí principal– la economía, no la ideología. Lo que Londres le recriminaba airadamente a Buenos Aires no era la neutralidad de Argentina –poco simpática pero útil– sino, sobre todo, sus exportaciones a Alemania, aunque, en volumen, estas no tuvieran parangón con aquellas que iban al Reino Unido, nuestro mayor comprador.
Como se ve, el móvil central de la neutralidad argentina en la Segunda Guerra Mundial fue el mismo que en la Gran Guerra: la conveniencia económica, esto es, el interés de no perder ningún mercado de exportación en Europa, por un lado; y, por otro, el interés de minimizar las pérdidas comerciales, navales y humanas por la guerra submarina alemana. He aquí el quid de la cuestión.
Hubo, sin embargo, otras causalidades repetidas en ambas guerras: hacia 1939, la República Argentina seguía siendo –como en 1914– un país aluvial o de inmigración, con un porcentaje inusualmente alto de su población conformado por inmigrantes europeos y descendientes. Como en tiempos de De la Plaza e Yrigoyen, las colectividades gringas seguían siendo muy influyentes (por sus negocios, estudios, profesiones, instituciones, contactos con la madre patria, etc.), y también muy diversas en su procedencia nacional. Así, por ejemplo, el poder económico de la elitista minoría británica se veía contrapesado por el volumen demográfico de la colonia italiana, la mayor de todas, en cuyo seno había muchos fascistas o simpatizantes de Mussolini. La presencia alemana era mucho menos numerosa, pero incluía empresas y lobbies nada despreciables, donde el nazismo o filonazismo eran moneda corriente. Algo parecido puede decirse del elemento inmigratorio francés, aunque en este caso, el signo ideológico se invierte (el apoyo a la Francia Libre prevaleció sobre el apoyo al régimen colaboracionista de Vichy). La segunda mayor colectividad europea era la española, desgarrada por la guerra civil entre republicanos y franquistas (por obvias razones político-ideológicas, los primeros apoyarán a los Aliados y los segundos al Eje). Ante este panorama interno tan complejo, lo más prudente para el gobierno argentino era mantener una posición neutral, equidistante.
Otro factor a considerar es que, hasta fines de 1941, los Estados Unidos mantuvieron su neutralidad. Para todos los países latinoamericanos, incluidos aquellos más alejados y menos dependientes del Tío Sam como Argentina, la política exterior de la potencia hegemónica del continente era un dato a tener en cuenta siempre, independientemente de cuán buena o mala fuera la opinión sobre una y otra. Argentina seguía estando más en la órbita informal británica que en el backyard o «patio trasero» estadounidense, pero, aun así, desde la Gran Guerra los EE.UU. habían ganado bastante terreno a nivel económico y diplomático. No se podía ignorar alegremente lo que ellos pensaban y hacían. Tal vez eso fuera posible al estallar la Primera Guerra Mundial, al menos en Sudamérica. Pero no ya en 1939. El poderío económico y militar de Estados Unidos había crecido muchísimo desde entonces, y su influjo hegemónico había llegado ya hasta el Cono Sur. Por lo tanto, su neutralidad no podía dejar de incidir bastante en la neutralidad latinoamericana en general, aunque no tanto si hablamos de la neutralidad argentina en particular.
Yrigoyen era muy nacionalista, y tenía cierta veta antiimperialista. Eso lo había conducido a practicar una política de equilibrio entre las potencias beligerantes de la Gran Guerra, que diera cierto grado de independencia o margen de autonomía a la Argentina. ¿Puede decirse lo mismo de Ortiz? Difícilmente, debido a sus sentimientos probritánicos. Aun así, sucedió que el neutralismo argentino en la Segunda Guerra Mundial tuvo, de hecho, un componente de equilibrismo geopolítico. ¿Por qué? Porque la anglofilia del presidente se vio compensada por la germanofilia de otros funcionarios del gobierno, de una parte del Congreso y del cuerpo diplomático, como así también –y sobre todo– de un nutrido sector de la oficialidad del Ejército.
Lo último merece un párrafo aclaratorio: la admiración del Ejército Argentino hacia el militarismo germano de raigambre prusiana se remontaba a fines del siglo XIX. En la Gran Guerra, esto tuvo alguna incidencia menor sobre la neutralidad argentina. Pero el auge mundial de los fascismos y nacionalismos de derecha en el período de Entreguerras caló hondo en el Ejército, que experimentó un proceso profundo de politización y radicalización ideológica al calor del ejemplo nazi (fenómeno que se dio en muchos países de América Latina y todo el mundo). Ese proceso derivó en el golpe militar de 1930 contra Yrigoyen, pero no se detuvo allí. Prosiguió durante la Década Infame, y cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el nivel de germanofilia y poder fáctico del Ejército Argentino como corporación era mucho mayor al que tuvo durante la Gran Guerra. Para las autoridades civiles, romper la neutralidad y apoyar abiertamente a los Aliados suponía un serio riesgo de golpe de estado (riesgo magnificado por el deterioro de la salud del presidente, y sus licencias cada vez más frecuentes y prolongadas). Lo mismo si rompían la neutralidad en sentido inverso, pues la Armada Argentina –igual que tantas otras marinas de guerra del continente y del globo– seguía siendo muy anglófila, como en tiempos de Victorino de la Plaza e Hipólito Yrigoyen. Los oficiales de la Armada, de extracción social mucho más elitista que sus pares del Ejército, y, por ende, estrechamente vinculados al establishment económico angloargentino, también constituían un grupo de presión importante en la política argentina de aquella época. De modo que, por el lado castrense, en resumidas cuentas, la neutralidad también era un equilibrio obligado.
Así y todo, pese a la estricta neutralidad de Ortiz, hubo buques argentinos hundidos por los submarinos alemanes. Un caso que generó conmoción fue el del carguero Uruguay, destruido por un sumergible U-37 a 300 kilómetros de las costas españolas de Galicia, en mayo de 1940. Si bien los marinos alemanes, antes de disparar el torpedo, cumplieron en dar aviso a los tripulantes argentinos y permitirles evacuar el barco, no los trasladaron a puerto seguro, y uno de los botes salvavidas desapareció, sin que fueran hallados jamás los náufragos, que eran quince. En la página web Todo Argentina, en una minuciosa crónica de la presidencia de Ortiz durante el año 40, se ofrece un buen resumen del episodio:
En la noche del 27 de mayo de 1940 a las 21:12, el submarino alemán U-37 disparó un torpedo G7 al buque de carga de la marina mercante argentina Uruguay, alrededor de 160 millas al oeste de Cabo Villano; el torpedo se perdió. Luego del disparo el comandante alemán Victor Oehrn visualizó las marcas que indicaban que el navío pertenecía a una marina neutral, ordenando emerger al submarino y luego detuvo la nave con un tiro de advertencia.
Los alemanes examinaron los papeles pero no encontraron ningún comprobante que indicaran el destino del navío. El oficial germano desconocía que el barco tenía como destino Amberes, pero debido a la invasión alemana de Bélgica recibieron la orden por radio de desviarse a Irlanda. A Oehrn le pareció sospechosa la falta de documentación que indicara su destino final y decidió hundir el barco de acuerdo con las reglas del premio, ordenando a la tripulación abandonar el barco en 20 minutos. Un grupo de asalto alemán fue a bordo del Uruguay para colocar cuatro cargas que explotaron a las 21:48. El hundimiento se aceleró con el disparo de seis rondas del cañón de cubierta.
La tripulación abandonó el barco argentino en dos botes salvavidas. El capitán y los doce miembros de la tripulación fueron recogidos por el pesquero español Ramoncín y desembarcados en La Coruña, España. La otra embarcación con 15 ocupantes nunca fue encontrada.
Una apostilla: en septiembre de 1941, un oficial de la Marina, el capitán Ernesto Villanueva, presentó a sus superiores un plan para recuperar las Malvinas por medio de una expedición militar relámpago, aprovechando la situación de debilidad del Reino Unido, absorbido y rebasado por la ímproba guerra contra el Eje en el hemisferio norte. El plan fue evaluado, pero no prosperó, fundamentalmente por la tradicional anglofilia de la Armada Argentina y de las autoridades civiles (Ortiz no era proclive a un conflicto con el imperio británico, con el que siempre se esforzó en mantener amistosas relaciones diplomáticas y fructíferas relaciones comerciales).
Durante dos años y tres meses, Argentina y los demás países latinoamericanos no tuvieron mayores dificultades para sostener la neutralidad, más allá de algunas quejas minoritarias que adquirían cierta fuerza cuando los submarinos alemanes hundían algún mercante o carguero. Pero la situación dio un giro de 180 grados cuando el 7 de diciembre de 1941 la Armada Imperial Japonesa llevó a cabo un ataque masivo y preventivo por sorpresa –sin que mediara ninguna declaración formal de guerra– contra Pearl Harbor (Hawái), una de las mayores bases navales de los Estados Unidos en el Pacífico, que causó muchos estragos materiales y humanos. Cuatro días después, Berlín y Roma declararon la guerra a Washington, en respaldo a Tokio. Inmediatamente, la mayor potencia del mundo ingresó a la contienda con toda su capacidad industrial, demográfica y militar, alterando por completo la correlación de fuerzas a favor de los Aliados, como en la Gran Guerra (aunque esta vez, tuvo que compartir el protagonismo con la Unión Soviética, especialmente en el teatro europeo).
Al entrar en guerra, los Estados Unidos exhortaron a todos los países latinoamericanos –en nombre de la seguridad hemisférica y la solidaridad panamericana– a seguir sus pasos o, cuanto menos, a romper relaciones diplomáticas con las potencias del Eje. Los gobiernos que se mostraron renuentes, sufrieron fuertes presiones diplomáticas y extorsiones económicas diversas, las cuales fueron in crescendo. Los años de la buena vecindad quedaron atrás. El imperialismo yanqui recrudeció.
Como era de esperar por su pequeñez, cercanía y extrema dependencia, los países de Centroamérica y el Caribe fueron los más complacientes y diligentes en su política exterior. Panamá llegó a la ridiculez de declarar la guerra a Japón un día antes que los propios Estados Unidos (sic). Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras y Nicaragua lo hicieron la misma jornada; Cuba, al día siguiente. Antes de Navidad, todas estas naciones del backyard habían ampliado su hostilidad a Alemania e Italia, siguiendo de cerca el ejemplo yanqui. México, con Lázaro Cárdenas de presidente, declararía la guerra a las potencias del Eje en mayo del 42; el Brasil de Getúlio Vargas, primer estado sudamericano en hacerlo, hacia agosto. Le siguieron Bolivia y Colombia, en abril y noviembre de 1943, respectivamente. En febrero de 1945, a poco de terminar la guerra en Europa, se sumó a la causa aliada un pelotón de otros cinco países sudamericanos: Ecuador, Paraguay, Perú, Venezuela y Uruguay. ¿Argentina? Más tardíamente aún: el 27 de marzo del 45, apenas seis semanas antes de la capitulación germana (7 de mayo). ¿El último de los mohicanos? Chile, que le declararía la guerra a Japón entrado el mes de abril, aunque nunca al Tercer Reich, debido a su cantidad inusualmente elevada de inmigrantes alemanes y nativos germanófilos influyentes (en términos relativos, Chile contaba con la mayor colectividad alemana del continente, principalmente asentada en la Patagonia). Por supuesto que varios países latinoamericanos, antes de declarar la guerra a las potencias del Eje, rompieron relaciones diplomáticas con ellas. Tal fue el caso de Argentina, que lo hizo en enero de 1944. Pero no nos adelantemos, porque nuestro país vivió muchos cambios políticos internos antes de ese momento.
Hacia 1942, al gobierno de Ortiz se le tornó más difícil sostener la neutralidad, por dos razones. En primer lugar, Pearl Harbor había sido un punto de inflexión: las presiones diplomáticas y sanciones económicas de EE.UU. crecían, al tiempo que los dos mayores países latinoamericanos, Brasil y México, con decenas de mercantes y cargueros hundidos por los submarinos nazis, se sumaban a la causa aliada. En segundo lugar, se produjeron nuevos ataques submarinos de la Kriegsmarine a la marina mercante argentina: el 21 de abril, el buque cisterna Victoria, que cargaba lino, fue torpedeado por error (eso al menos dijeron las autoridades alemanas y argentinas) cerca de la costa atlántica estadounidense, a la latitud del cabo Hatteras, afortunadamente sin naufragio ni muertos; pero un mes después, el 22 de junio, el carguero Río Tercero, que había zarpado de Nueva York con destino a nuestro país, fue hundido por un U-202 a unas 120 millas de la costa norteamericana, esta vez con un saldo trágico de cinco jóvenes fallecidos. Como era de esperar, los sectores aliadófilos volvieron a reclamarle al gobierno de Ortiz que declarara la guerra a Alemania, o al menos que rompiera relaciones diplomáticas con el Eje. Sin embargo, Argentina perseveró en su estricto neutralismo de la mano del canciller Enrique Ruiz Guiñazú, distanciándose de México y Brasil.
Ortiz no pudo completar su mandato, debido a problemas de salud. Sufría diabetes, y quedó ciego. Tras varias licencias por enfermedad, finalmente presentó la renuncia en junio de 1942, cinco días después del hundimiento del Río Tercero. El vicepresidente Ramón Castillo, del partido conservador, se hizo cargo formalmente de la titularidad del Ejecutivo. Pocas semanas después, el presidente saliente falleció.

Ortiz había impulsado algunas reformas contra el fraude y la corrupción. Su deseo era sanear el sistema político de manera gradual, sin enemistarse con su coalición, la Concordancia. Pero al enfermarse y renunciar, sus reformas quedaron en la nada. Con Castillo en la presidencia, el fraude y la corrupción retornaron. No solo retornaron, sino que alcanzaron niveles extremos, inauditos. El gobierno volvió a manipular los comicios de manera descarada, y no dudó en utilizar la violencia para intimidar o eliminar a sus opositores. Por otro lado, hubo varios escándalos de corrupción: el negociado con las tierras del Palomar, el negociado de la CHADE (Compañía Hispanoamericana de Electricidad), el negociado de las carnes… No en vano esta época recibe el nombre de Década Infame.
La popularidad y legitimidad del nuevo gobierno de la Concordancia eran bajísimas. El giro Pearl Harbor de la Segunda Guerra Mundial y la intensificación de los ataques submarinos germanos habían complicado aún más las cosas. Las represalias comerciales de EE.UU. se hacían sentir (por ejemplo, la suspensión de las ventas de maquinaria, electrodomésticos, aceite y químicos a nuestro país). No obstante, Castillo mantuvo la política exterior neutralista de Ortiz, por las mismas razones que había tenido su jefe: pragmatismo económico, gobernabilidad política y simpatía probritánica. Eso no era del agrado de Roosevelt, pero sí de Churchill, quien le hizo saber al presidente norteamericano que Gran Bretaña necesitaba una Argentina agroexportadora y, por ende, neutral.
A fines de agosto del 42, Río de Janeiro denunció que aviones suyos habían avistado en aguas territoriales brasileñas a mercantes argentinos en contacto o cercanía con submarinos alemanes. Eso hizo sospechar al gobierno de Getúlio Vargas que nuestro país estaba abasteciendo a la Kriegsmarine y, por ende, violando las reglas de neutralidad. El Ministerio de Marina argentino inició una minuciosa investigación, y concluyó que la denuncia brasileña era infundada. No obstante, es probable que unos pocos mercantes hayan cumplido tareas de suministro a U-Boote de forma furtiva, a espaldas de las autoridades argentinas. Eso piensa el historiador Julio B. Mutti, especialista en la temática y autor del artículo “El mito de los barcos mercantes y los submarinos alemanes” (La Prensa, 25 de agosto de 2020).
En junio de 1943, el gobierno fraudulento y corrupto de Castillo fue derrocado por las Fuerzas Armadas. La Década Infame terminaba así de la misma forma en que había empezado trece años atrás: con un golpe militar, con la destitución violenta de un presidente constitucional. El golpe fue organizado y encabezado por el GOU (Grupo de Oficiales Unidos), el ala más nacionalista y autoritaria del Ejército, un sector de la derecha muy vinculado a la Iglesia católica y los grupos nazifascistas.
¿Por qué se produjo el golpe? Porque el GOU consideraba que había que terminar urgentemente con el fraude electoral y la corrupción política. Pronto habría elecciones presidenciales, y el candidato oficialista –o sea, el candidato apoyado por Castillo– era el oligarca salteño Robustiano Patrón Costas, un empresario azucarero muy poderoso y corrupto. El golpe se hizo para evitar que hubiera elecciones fraudulentas, y que Patrón Costas ganara.
Pero los golpistas tenían otro motivo preventivo, relacionado con la política exterior: evitar que la Argentina cediera a las presiones de EE.UU. y abandonara su neutralidad. Cuando se supo que Patrón Costas, si ganaba las elecciones, rompería relaciones con el Eje (era aliadófilo), el GOU se alarmó muchísimo. Dentro del GOU había muchos oficiales neutralistas, e incluso varios germanófilos. El golpe del 43 también tuvo bastante que ver con esta compleja cuestión.
La dictadura del GOU duraría tres años (1943-1946). Tres fueron sus presidentes de facto: Rawson, Ramírez y Farrell. Rawson gobernó solamente tres días, porque, al saberse que le había prometido a los Aliados que rompería relaciones diplomáticas con el Eje en 72 horas, fue destituido por sus compañeros. Ramírez, celoso neutralista, pudo permanecer en la Casa Rosada por nueve meses. El que duró más fue Farrell: dos años y algunos meses.
Fue una época que se caracterizó por el autoritarismo: clausura del Congreso, proscripción de los partidos políticos, persecución de las fuerzas de izquierda y del sindicalismo combativo, censura sobre la prensa, etc. Las provincias fueron intervenidas por el gobierno nacional, quedando a cargo de militares.
Pero no todas eran malas noticias. También hubo algunos avances en materia de legislación laboral, a favor de la clase obrera. Eso permitió un acercamiento entre el gobierno militar y el sindicalismo más moderado. En tal sentido, resultó clave la figura del coronel Juan Domingo Perón al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Perón y su área se fueron volviendo cada vez más importantes en la vida política argentina. Otro aspecto importante de esta época fue la continuidad de las políticas económicas intervencionistas o keynesianas, como la regulación de precios y el fomento de la industria. El GOU era nacionalista y antiliberal, aunque respetuoso del sistema capitalista.
La carestía de las manufacturas europeas provocada por la Segunda Guerra Mundial fue un nuevo y poderoso acicate a la industrialización por sustitución de importaciones, proceso que ya venía en curso desde la Gran Guerra y a lo largo de toda la Gran Depresión. Esto fue así no solo en Argentina, sino en varios otros estados latinoamericanos (Brasil, por ejemplo). Durante la dictadura militar del GOU, la industrialización por sustitución de importaciones continuaría, alcanzando su apogeo en los años del primer peronismo.
En mayo de 1944, por decreto de Farrell, se creó la Zona Militar de Comodoro Rivadavia, con capital en la ciudad homónima de la Patagonia. Esta nueva área administrativa de la República Argentina abarcaba el sur de Chubut y el norte de Santa Cruz (que en ese entonces eran territorios nacionales, no provincias), desde el golfo de San Jorge hasta la cordillera. Chubut y Santa Cruz dejaron de tener, así, una frontera compartida. La creación de la Zona Militar de Comodoro Rivadavia respondió a consideraciones geoestratégicas de coyuntura: el temor de las Fuerzas Armadas a que alguna de las potencias beligerantes de la Segunda Guerra Mundial quisiera apoderarse de la mayor reserva de hidrocarburos comprobada y explotada de todo el Cono Sur (el petróleo y el gas eran objeto de disputas imperialistas desde hacía muchos años, pero la conflagración planetaria iniciada en 1939 había exacerbado la puja de combustibles, por obvias razones de sobreutilización y escasez). La Zona Militar de Comodoro Rivadavia perduró hasta 1955, cuando su territorio fue devuelto a Chubut y Santa Cruz, jurisdicciones que en ese mismo momento recibieron el estatus de provincias).
La batalla del Río de la Plata (diciembre de 1939)
En América se libraron muy pocos combates de la Segunda Guerra Mundial. Fueron, además, relativamente pequeños y de escasa importancia. Por ejemplo, yanquis y japoneses lucharon en mar y tierra por el control de las islas Aleutianas, cerca de Alaska, no lejos del círculo polar ártico. Hubo también una batalla naval entre nazis y canadienses dentro del golfo de San Lorenzo, en la costa atlántica de Canadá. Pero no mucho más que eso…
El único combate de la Segunda Guerra Mundial que se libró en Sudamérica fue la batalla del Río de la Plata. Ocurrió el 13 de diciembre de 1939 en aguas del Atlántico Sur, a cierta distancia de la costa uruguaya. El acorazado de bolsillo alemán Graf Spee (que se llamaba así en homenaje al Almirante Spee de la Primera Guerra Mundial, muerto en la batalla de las Malvinas, ¿lo recuerdan?) se enfrentó a una escuadra británica de dos cruceros ligeros y uno pesado: el Ajax, el Achilles y el Exeter.
El Graf Spee estaba en inferioridad numérica, pero tenía un poder de fuego envidiable, que compensaba esa desventaja. De hecho, la batalla resultó –como mínimo– muy pareja. Tanto lo fue, que el Graf Spee tuvo chance de ganarla. Si bien el buque nazi sufrió daños importantes, mucho mayores fueron los que provocó a los ingleses, cuya situación llegó a ser bastante delicada (el Exeter y el Ajax estaban al borde del hundimiento). Sin embargo, a tres horas y media de iniciadas las hostilidades, el capitán Hans Langsdorff, creyendo que la flota británica estaba en mejores condiciones, le pareció que lo más prudente era replegarse.
Perseguido y bombardeado por los cruceros ingleses, el Graf Spee llegó a Montevideo en busca de refugio: un puerto donde poder hacer reparaciones y conseguir atención hospitalaria para los marineros heridos. Pero el gobierno uruguayo era amigo de Gran Bretaña. Prohibió que los astilleros de Montevideo auxiliaran al Graf Spee, y le dio un ultimátum de 48 horas –que luego se amplió a 72– para que abandonara el puerto. Langsdorff sabía que, si salía de la bahía de Montevideo, la flota inglesa se le vendría encima, y que esta había recibido un poderoso refuerzo desde la base naval de las Malvinas: el crucero pesado Cumberland.
¿Qué resolvió Langsdorff en ese trance? Hundir su barco haciéndolo dinamitar, para que los británicos no pudieran apoderarse de él. El 17 de diciembre, el Graf Spee se alejó un poco del puerto y explotó, naufragando rápidamente. Antes de la explosión, Langsdorff y toda la tripulación –más de mil marineros y oficiales– habían transbordado al buque mercante alemán Tacoma.
¿A dónde fueron entonces? Una parte volvió a Uruguay, pero la mayoría pidió asilo en Buenos Aires, donde el gobierno argentino (en ese tiempo Ortiz era el presidente) ordenó que los oficiales fueran internados en el Hotel de Inmigrantes, y los marineros en distintos cuarteles. Uruguay hizo lo mismo: dispuso la internación (léase: un confinamiento más benigno que la cárcel).
Tras unos pocos meses, los alemanes fueron puestos en libertad. Villa General Belgrano, en las sierras de Córdoba, donde había una colectividad de inmigrantes alemanes, fue el principal destino de los tripulantes del Graf Spee. Al recuperar su libertad, los oficiales se fugaron a Alemania, tanto desde Argentina como desde Uruguay. Los marineros, en cambio, prefirieron mayormente quedarse a vivir en el Río de la Plata, sobre todo en Córdoba. Algunos se radicaron en Buenos Aires y Santa Fe.
Mendoza, la provincia donde escribo estas líneas, recibió al menos cien marineros del Graf Spee. Arribaron en tren, el 18 de marzo de 1940. Muchos se quedaron a vivir aquí para siempre. Por ejemplo, Gustav Neumann, quien se casaría con una mendocina y conseguiría empleo como profesor de atletismo en el Liceo Militar, el colegio Maristas y el club YPF. Neumann es recordado como uno de los pioneros de la gimnasia deportiva y artística en Mendoza.

¿Qué fue de Langsdorff? Se quitó la vida en un cuarto de hotel de Buenos Aires, de un disparo en la cabeza, vestido de uniforme y envuelto en una bandera de la Kriegsmarine. No está clara la razón de su suicidio. Lo que se sabe es que Hitler estaba furioso con él, porque quería que el Graf Spee se hundiera combatiendo numantinamente contra los ingleses, y que todos sus tripulantes –incluyendo los oficiales y el capitán– tuvieran una muerte heroica en acción, ya sea bajo fuego enemigo o por ahogamiento. Es probable, por ende, que el suicidio haya sido por pedido o instigación de los nazis, ofendidos por su «cobardía». O quizás, simplemente Langsdorff no haya soportado la culpa o vergüenza de no haber hecho lo que se esperaba de él. Era consciente de que había defraudado al Führer, y que no había honrado la tradición de la Marina de Guerra germana, según la cual los capitanes no debían sobrevivir al hundimiento de sus barcos. También existe la posibilidad de que se haya suicidado por temor a que su gobierno, tarde o temprano, lo atrapara y le hiciera vivir un calvario (cárcel, torturas, ejecución).
La batalla del Río de la Plata dejó una huella muy profunda en la memoria colectiva y el imaginario cultural de nuestro país. Se volvió una leyenda urbana, un terreno fértil para la imaginación y fabulación populares. Hablar de Argentina y la Segunda Guerra Mundial es, la mayor de las veces, hablar del espectacular hundimiento del Graf Spee y las vicisitudes rioplatenses de sus marineros. Es el símbolo sintético de una época, un ícono histórico.
Argentina, Perón y el final de la Segunda Guerra Mundial
Como ya vimos, nuestro país fue neutral durante toda la Primera Guerra Mundial, hasta el último día. En la Segunda también trató de serlo, pero le resultó mucho más difícil sostener esa posición hasta el final, debido a la enorme presión de Estados Unidos. La presión en 1941-45 fue mucho mayor que en 1917-18, por una sencilla razón: el poderío económico y militar del coloso norteamericano se había incrementado sensiblemente durante el período de Entreguerras, y, por lo tanto, su hegemonía continental.
Recordemos que el presidente conservador Ramón Castillo había sido derrocado por los militares nacionalistas en 1943 porque apoyaba como candidato sucesor a Patrón Costas, aliadófilo. Los oficiales del GOU simpatizaban con el Eje y no querían que Argentina le declarara la guerra, por eso dieron un golpe. Fue una acción preventiva, una forma de asegurarse que la neutralidad continuara.
Sin embargo, en enero del 44, la dictadura militar tuvo que ceder, y rompió relaciones diplomáticas con la Alemania nazi y el Imperio del Japón (Italia, para entonces, no contaba como estado enemigo, pues gran parte de su territorio ya había sido liberado por los Aliados, y el restante estaba bajo ocupación germana, con un gobierno títere). No era una declaración de guerra, pero sirvió para calmar a EE.UU. por un tiempo. Además, para ese momento, ya era evidente que el Eje sería derrotado, y el gobierno argentino lo sabía. Cuando Farrell reemplazó a Ramírez, el sector neutralista germanófilo del Ejército empezó a perder terreno rápidamente. En marzo de 1945, la República Argentina finalmente le declaró la guerra a Alemania y al Imperio del Japón.
Fue algo puramente simbólico, porque la guerra estaba terminando (los nazis se rendirían en mayo y los japoneses en septiembre). A diferencia de Brasil y México, que declararon la guerra bastante antes (1942), Argentina nunca llegó a enviar una fuerza militar hacia Europa o el Pacífico. El Ejército brasileño colaboró con una división de infantería completa –la FEB, con casi 25 mil soldados– en la campaña de Italia, la cual combatió contra alemanes y fascistas italianos en la Línea Gótica y más al norte. México, por su parte, envió un contingente de aviones –el Escuadrón 201, con 25 cazabombarderos y 10 monoplanos– a Filipinas y Taiwán, que debió luchar contra los japoneses. Nada parecido hizo la Argentina, y los Estados Unidos no olvidarían el «desaire».
¿Hubo una fuerte actividad del espionaje nazi en Argentina, antes y durante la Segunda Guerra Mundial? Sí, nuestro país fue un foco importantísimo de la Operación Bolívar (el accionar de inteligencia del Tercer Reich en América Latina), sobre todo luego de que México y Brasil declararan la guerra al Eje. El Sicherheitsdienst mantenía fluidos contactos con la colonia germano-argentina, sus empresas e instituciones. El partido nazi llegó a tener, inclusive, una filial en Argentina, con miles de afiliados, la cual organizaba mítines y otros eventos en defensa de la neutralidad. Hubo también diarios abiertamente pronazis, como Clarinada, Bandera Argentina, Pampero y Crisol. Las escuelas y colegios privados de las colectividades alemana e italiana se nazificaron y fascistizaron: doctrina, estética, rituales. Pero estas cosas pasaron en todo el continente, incluso en los Estados Unidos.
Entre los militares nacionalistas y golpistas del GOU figuraba el coronel Juan Domingo Perón. Perón empezó a relacionarse con los sectores más moderados del sindicalismo. Sus propuestas de “dignificar el trabajo” tuvieron buena recepción en la CGT. Se fue consolidando así una alianza entre el sector obrerista del Ejército y el sector más dialoguista del movimiento obrero. Perón fue nombrado jefe del Departamento de Trabajo, y comenzó a hacer las reformas que había prometido: derechos laborales, convenios colectivos de trabajo, políticas de previsión social, etc.
Perón se fue volviendo cada vez más influyente y poderoso dentro del gobierno. Su Departamento de Trabajo fue elevado a la categoría de Secretaría, y se lo designó también vicepresidente y ministro de Guerra. Esto generó un gran malestar en la oligarquía y los empresarios, igual que en los sectores más conservadores de las Fuerzas Armadas (en la Marina, sobre todo).
Hacia mediados de 1945, ya se puede hablar de una grieta entre peronistas y antiperonistas. El conflicto se fue volviendo cada vez más intenso, más virulento. Al frente del antiperonismo se puso Spruille Braden, el embajador de EE.UU., quien no dudó en entrometerse al máximo en los asuntos internos de la Argentina. Sin pelos en la lengua, Braden acusó una y otra vez al gobierno de ser fascista, incluso nazi. Alemania ya se había rendido, pero la desnazificación en Europa estaba en pleno auge, y trascendían las primeras noticias y fotos sobre el horror genocida de la Shoá.
Debido a las presiones, el presidente Farrell le pidió la renuncia a Perón, quien quedó detenido. Estos hechos derivarían en la célebre jornada del 17 de octubre. El gobierno y los antiperonistas llegaron a un acuerdo: Perón quedaba en libertad, pero debía renunciar a todos sus cargos. Se convocaría a elecciones pronto, y en ellas se permitiría que Perón participase como el candidato a presidente del oficialismo.
Los comicios se celebraron en febrero de 1946. La campaña electoral fue muy agitada, debido a la polarización peronismo vs. antiperonismo. El tono fue muy vehemente y agresivo, con muchas acusaciones graves. La UD decía que Perón era fascista, un secuaz de los nazis. La coalición antiperonista se limitaba a reproducir las denuncias del famoso Libro Azul de Braden, premeditadamente escrito, impreso y distribuido en ese momento para desprestigiar al oficialismo y su candidato. Los peronistas, por su parte, decían que sus adversarios eran «oligarcas» y «cipayos». El eslogan antiimperialista “Braden o Perón”, usado profusamente por los peronistas, tuvo mucho éxito de propaganda.
¿Quién ganó las elecciones? Perón, que asumió la presidencia en junio de 1946.
El peronismo y la Posguerra
Mucho se podría decir en este apartado, en múltiples direcciones históricas (relaciones exteriores, economía, cultura, etc.), pero excedería el propósito de este artículo, que no busca ir demasiado más allá de 1945. Solo abordaremos algunos puntos esenciales.
La victoria de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial reforzó sensiblemente su estatus de mayor potencia mundial, y también, por ende, su vocación hegemonista sobre América Latina, incluyendo el Cono Sur, donde antaño su influencia no había sido tan fuerte como en México, Centroamérica y el Caribe. Los antecedentes de neutralismo pertinaz de la Argentina fueron una razón clave de la hostilidad yanqui hacia el gobierno peronista, que en buena medida podía considerarse heredero de la llamada Revolución de Junio.
Hubo mucho de simplificación, exageración y tergiversación maliciosas en la mala fama (acusaciones y sospechas de nazismo o filonazismo) del nuevo régimen. Las chicanas y fake news estuvieron a la orden del día, en el marco de la polarización interna peronismo-antiperonismo y toda la politiquería facciosa que trajo aparejada. Por ejemplo, los grandes diarios liberales hicieron dulce con la noticia de los dos submarinos germanos que se rindieron en el puerto de Mar del Plata meses después de la capitulación de Alemania, lanzando al ruedo todo tipo de conjeturas y bulos, entre otros, que habrían traído de incógnito a Hitler y Eva Braun, o que sus tripulantes habrían desembarco y escondido un fabuloso tesoro para financiar en el futuro un Cuarto Reich.
Los militares golpistas del Ejército –entre ellos Perón– que gobernaron Argentina entre 1943 y 1946 tenían diferencias ideológicas entre sí, más allá de algunos denominadores comunes de derecha como el nacionalismo, el antiliberalismo, el anticomunismo y el integrismo católico. Entre las motivaciones de su neutralismo, no siempre estaba la germanofilia; germanofilia que, por lo demás, no necesariamente era pronazi en todos los casos (podía ser una admiración por Alemania de tipo más profesional, castrense); y cuando la germanofilia sí estaba presente, por lo general no era la motivación principal. La motivación principal de su neutralismo –esto vale también para Perón– era el antiimperialismo, concretamente, la hostilidad política y cultural hacia las dos potencias protestantes anglosajonas.
Sin embargo, desde Estados Unidos y Gran Bretaña, dicha hostilidad era demonizada mecánicamente como «germanofilia» o «fascismo», del mismo modo en que hoy cualquier crítica al gobierno de Israel por la cuestión palestina es rotulada sin sutilezas de «antisemitismo». Son falacias de espantapájaros. Todo eso no quita que hubo sectores fascistas y filofascistas en el Ejército, y también en el gobierno militar del GOU, fuertemente ligados a partidos y grupos nacionalistas de extrema derecha (filonazis o abiertamente nazis, rabiosamente antisemitas casi siempre), y a las embajadas y colectividades de Alemania e Italia en Argentina. Eso no cambió demasiado durante la etapa peronista, terminada la Segunda Guerra Mundial, fuera del hecho obvio que el nazismo y el fascismo dejaron de ser gobierno en sus respectivas patrias, y de tener, por lo tanto, presencia diplomática en el extranjero.
Muchos alemanes nazis, italianos fascistas y europeos colaboracionistas del Eje –de hecho, una cantidad inusualmente elevada, en comparación con otros países– encontraron refugio secreto en la Argentina de Perón, con el aliento, auxilio o permiso de las autoridades, o cuanto menos con su tolerancia. Tanto militares como civiles. Algunos de ellos eran jerarcas o figuras importantes, otros no tanto: los alemanes Eichmann, Mengele, Schwammberger, Priebke, etc.; el italiano Bruno Caneva; croatas ustachas como Pavelic; franceses derechistas del régimen de Vichy, como Jacques de Mahieu; y un largo etcétera. No pocos eran intensamente buscados para ser juzgados por numerosos crímenes de guerra y lesa humanidad, especialmente en relación a la Shoá. Por supuesto que hubo –y hay– fabulaciones o exageraciones tendenciosas y sensacionalistas al respecto. Por supuesto que se podrían trazar matices aquí o allá al cuadro general, como recordar que otros estados hicieron lo mismo, o algo parecido (entre ellos, EE.UU.); o que el motivo por el cual se les abrió las puertas a esos siniestros personajes era el pragmatismo de querer aprovechar sus cualificados saberes científicos, técnicos o profesionales, y no la simpatía ideológica; o que Argentina también dio generoso asilo humanitario a miles de judíos, algo que otros no hicieron; o que, dentro de la comunidad israelita, había un importante sector peronista, el cual mantenía excelentes relaciones con el gobierno de Perón. Reducir la Argentina peronista de los años 40 a un reducto nazi sería inexacto e injusto. Pero la indulgencia y solidaridad de Perón con los refugiados europeos del Eje no admite discusión seria.
Reconocer esto no significa sugerir que Perón y el peronismo temprano eran nazis. El justicialismo de los años 40 era un movimiento populista muy amplio y heterogéneo, con múltiples tendencias ideológicas internas, que debió acusar recibo –autocríticamente o con resignado realismo– de la derrota del Eje. Pero se puede afirmar, sin dudar, que el primer peronismo, el peronismo clásico, tuvo bolsones de derecha y extrema derecha, tanto a nivel oficial como partidario y sindical. En tales bolsones pululaban católicos integristas, antisemitas, simpatizantes del franquismo, fascistas y nostálgicos del nazismo, algo que Perón nunca ignoró, y que siempre aceptó de buen o mal grado. Por lo demás, el peronismo tenía muchas ambigüedades y sinuosidades en su ideología «tercerista», igual que el propio Perón, quien no se privó de ciertos coqueteos con el nazifascismo –más que nada en su variante italiana– durante el período de Entreguerras y los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. En el país del Duce, entre 1940 y 1941, cumplió servicios como observador y asistente del agregado militar de la embajada argentina; y es un hecho que volvió a la Argentina entusiasmado con mucho de lo que había visto, como revelan sus cartas y testimonios de terceros.
No podemos cerrar este apartado sin decir algunas líneas sobre economía. La política económica del primer gobierno de Perón, con su impronta nacionalista-estatista e industrialista, es imposible de entender sin el contexto de la Posguerra. La crisis bélica y los problemas para comprar manufacturas en Europa –que no se solucionaron rápido cuando la contienda terminó– potenciaron el proceso de industrialización por sustitución de importaciones. El conflicto entre Buenos Aires y Londres por los 150 millones de libras esterlinas bloqueadas en el Banco de Inglaterra (deuda británica con la Argentina por los suministros de carnes y granos que Reino Unido no estuvo en condiciones de pagar durante la guerra) llegó a su paroxismo en 1947, cuando el gobierno inglés declaró la inconvertibilidad de su moneda. El litigio derivó en la nacionalización de los ferrocarriles británicos en la Argentina, a cambio de las libras bloqueadas. Los años de la dependencia económica de nuestro país con Gran Bretaña iban quedando atrás, en el marco del declive imperial británico en todo el mundo y la consagración hegemónica de dos superpotencias: Estados Unidos y la Unión Soviética.
Reflexiones finales
Desde las izquierdas, con una larga y vigorosa tradición antiimperialista, se ha criticado y denunciado insistentemente –generalmente con toda, mucha o bastante razón– los atropellos en América Latina de las dos potencias hegemónicas anglosajonas. Hablamos, claro está, del Reino Unido y los Estados Unidos, cuya importancia ha variado según la época y la zona. La tendencia general, en el largo plazo, ha sido a un descenso de la influencia británica y un ascenso de la influencia estadounidense; aunque en México, Centroamérica y gran parte del Caribe esa tendencia se manifestó mucho antes de la Primera Guerra Mundial, desde mediados o último tercio del siglo XIX.
El antiimperialismo latinoamericano, a menudo, ha ido de la mano con diagnósticos geopolíticos y posicionamientos estratégicos campistas. El campismo plantea la necesidad o conveniencia tácticas de que las izquierdas, ante los conflictos interestatales mundiales o regionales, frente a los campos antagónicos existentes en las relaciones exteriores de los países, tomen partido por el mejor bando, o el bando menos malo, de acuerdo a los valores e intereses del socialismo, vale decir, según qué tan progresivas o regresivas sean, en términos de desarrollo histórico, las distintas potencias o naciones. Así, por ejemplo, en la guerra fría, se debía estar a favor de la URSS y en contra de EE.UU., porque, por muy imperfecto que fuera el socialismo real, y por muy hegemonista que fuera el Kremlin en la Europa del Este, esos defectos resultaban secundarios y excusables –se argüía– ante la opresión capitalista e imperialista de Occidente. Otro botón de muestra: si un país del llamado Tercer Mundo era víctima de un ultraje colonial o neocolonial, había que solidarizarse con su gobierno si este plantaba cara, aunque tal gobierno fuera una tiranía burguesa y corrupta que practicaba el terrorismo de estado, como en el caso de Argentina y la última dictadura militar durante la guerra de Malvinas, o como en el caso del Irak de Saddam Hussein durante la guerra del Golfo o la invasión de 2003.
El peso del campismo ha hecho que la historiografía latinoamericana de izquierdas, en muchos casos, incurra en simplificaciones a la hora de explicar o interpretar la política exterior de los países de nuestra región durante las guerras mundiales. El abandono de la neutralidad en 1917 y 1941 se ha solido atribuir meramente a un «cipayismo» obsecuente, del todo repudiable, o bien, en el mejor de los casos, a una fatalidad histórica de pathos trágico: la «obediencia debida» hacia la gran potencia del norte, en el marco de un férreo sistema capitalista signado por el desarrollo desigual y combinado, y la dependencia centro-periferia.
Esta interpretación, aunque encierra mucha verdad, peca de esquemática cuando se la asume desde una perspectiva monocausal. Las guerras mundiales y sus impactos latinoamericanos fueron procesos históricos complejos. Sin negar ni subestimar el gran peso de la influencia estadounidense en los parteaguas de 1917 y 1941, debe reconocerse que la guerra submarina a ultranza de Alemania fue un problema real. Este problema ha sido muchas veces ignorado o minimizado, debido a un excesivo sesgo antiimperialista y campista. No es algo baladí que un país neutral vea sus costosos barcos mercantes con valiosos cargamentos (cargamentos de alimentos o materias primas, no de material bélico) reiteradamente hundidos, a causa de las agresiones militares de una potencia extranjera. Menos baladí aún es que mueran o resulten heridos –repetidamente– civiles compatriotas inocentes en explosiones o naufragios provocados por detonaciones de torpedo, sin preaviso; o que los tripulantes sobrevivientes no sean transportados a puerto seguro como marca la costumbre humanitaria naval, y queden abandonados en botes salvavidas en alta mar. La acumulación de estos atropellos, en muchos casos, condujo a la sensación y convicción de que Alemania había cruzado una línea roja, y que ya no era sensato y honroso mantener la neutralidad. Tal fue el caso de México y Brasil, países que sufrieron numerosas pérdidas materiales y humanas durante las dos guerras mundiales a manos de los U-Boote. ¿Su rupturismo puede ser reducido sin más a cipayismo u obediencia debida con el Tío Sam? Claramente no, al menos que estemos dispuestos a sacrificar el rigor histórico por un apriori político antiimperialista-campista.
En cierto que Argentina no sufrió tantas pérdidas materiales y humanas como Brasil y México cuando Alemania radicalizó su guerra submarina. Pero tampoco fue de los países latinoamericanos menos afectados. Sufrió mermas considerables en ambas guerras, tanto en buques y cargamentos como en vidas humanas. No quiero sugerir con esto que Argentina hizo mal en perseverar en su neutralismo hasta el final o casi el final. Lo que intento decir es que, en retrospectiva, debiéramos tener una posición más matizada –nobleza obliga– sobre las razones de los rupturistas aliadófilos. Sería simplista e injusto no ver otra cosa más que injerencias de –y complacencias con– los Estados Unidos.
Se podría contraargumentar lo siguiente: si no hubo tanta heteronomía en la política exterior, y si la guerra submarina irrestricta de Alemania era tan grave e inadmisible, ¿por qué los países latinoamericanos no abandonaron su neutralidad antes, y no después que Estados Unidos? La cronología de las rupturas de relaciones diplomáticas y declaraciones de guerra en nuestra región resulta, cuanto menos, muy sospechosa… Sin embargo, esta atendible objeción no tiene en cuenta un aspecto medular del proceso: los ataques de los U-Boote germanos se intensificaron muchísimo poco antes y después de que EE.UU. ingresara a la guerra. Objetivamente, no había tantas razones para romper la neutralidad con antelación a 1917 y 1941, solo algunos hechos aislados. La radicalización de la guerra submarina alemana y el ingreso del Tío Sam a la refriega fueron históricamente de la mano (de hecho, estuvieron causalmente interconectadas, sobre todo en la Primera Guerra Mundial). Por supuesto que lo segundo incidió muchísimo en el cambio de la política exterior de los países latinoamericanos, pero lo primero no debe ser ignorado o minimizado con ligereza.
Con varios matices, esto es aplicable al caso de Argentina. Considerando las pérdidas materiales y humanas sufridas a manos de los sumergibles germanos, no hubiera sido un proceder tan descabellado, injustificado o lamebotas que la Argentina abandonara su neutralismo en la Gran Guerra hacia 1917, o que en la Segunda Guerra Mundial no demorara tanto su cambio de rumbo. No me refiero a la declaración de guerra, ni real ni simbólica. Eso hubiera sido seguramente un exceso de revanchismo, patriotismo, militarismo o cipayismo. Me refiero a la simple ruptura de relaciones diplomáticas con Berlín. Con la mayor serenidad y mesura crítica que da la perspectiva histórica de largo aliento, evaluando las pérdidas materiales y humanas acumuladas, resulta difícil no considerar cuestionable que las autoridades argentinas no hayan dado aquel paso antes, como hicieron otros países latinoamericanos. Maticemos: a Yrigoyen debe concedérsele que, en la etapa final de la Gran Guerra, cuando Alemania extremó su guerra submarina, hubo varios buques hundidos, pero en general no se registraron muertos. Además, el caso excepcionalmente trágico del Curumalán, más allá de las fundadas sospechas que apuntaban a la Kaiserliche Marine, nunca pudo ser esclarecido. En cambio, en la Segunda Guerra Mundial, durante los gobiernos de la Concordancia y la dictadura del GOU, la mortandad de marinos civiles inocentes en los hundimientos causados por ataques de U-Boote fue claramente mayor, y quedó debidamente verificada. Sea por pragmatismo económico, germanofilia o excesivos escrúpulos antiimperialistas ante Estados Unidos, lo cierto es que Argentina nunca rompió relaciones diplomáticas con Berlín en la Primera Guerra Mundial, ni siquiera durante el tramo tardío de 1917-18; y en la Segunda, lo hizo con una demora difícil de avalar o disculpar, lo cual dio pábulo a las interpretaciones más tremendistas o exageradas: la neutralidad de Ortiz-Castillo (1939-43) como indicio claro de «germanofilia», y la neutralidad del régimen militar posterior (1943-45) como prueba contundente de su «nazismo». Las cosas fueron más complejas, como hemos tenido oportunidad de constatar en este escrito, que aquí termina, dejando mucho en el tintero. La historia de Argentina en las guerras mundiales –permítaseme la captatio benevolentiae– constituye un tópico de una amplitud y complejidad inagotables, al menos en un artículo de síntesis divulgativa como quiere ser este.
