Cervantes también tenía errores ortográficos

Por María Teresa Canelones Fernández

La Real Academia se hace cruces por los errores ortográficos cometidos por el vulgo, pero jamás por los horrores cometidos por la guerra; contiendas fabricadas por grupos de poder que han mutilado a millones de personas, así como a la fauna y a la flora.

Muchos académicos se aterran cuando se mutilan letras, reprueban el olvido y la mala dicción de la “S” y de la “Z”, y condenan el intercambio de la “V” de vacilón por la “B” de barullo. También linchan y tildan de ignorantes a quienes no aprendieron o aprendieron a medias el ABECEDARIO, y llaman doctores a quienes no sólo infraccionan a la gramática, sino al tránsito escolar con ideologías y fanatismos más destructivos que cualquier bomba nuclear.

Por cada “H” mutilada hay miles de oh dramatizados y millones de hombres y seres vivos devorados por la tragedia del hambre, la desigualdad, y los conflictos bélicos. Las letras son más viejas que María Castaña y con ellas el prejuicio de que es una vergüenza la mala ortografía, pero la verdad es que ni Cervantes se escapó de cometer errores ortográficos. Más de mil notas hechas por los impolutos del lenguaje a su novela de reconocimiento universal, Don Quijote de la Mancha, lo delatan. Faltas de sintaxis, de puntuación y ortográficos, más un entredicho estilo, lo descienden del olimpo académico. ¡Bravo, Cervantes también era humano!

La arrogancia de la ortografía trasciende las fronteras de lo insólito. En 1963 la maestra de “un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, le daba una paliza en el baño de la escuela a una niña de siete que oralmente no acentuaba la palabra mamá. Y en esa misma Mancha y por esos mismos años el director del colegio más sonado mandaba a sacar de debajo de la cama a los niños que no querían asistir a clase, mientras obligaba a los zurdos a escribir con la derecha, y a darle varazos por la cabeza, piernas y espalda a una generación muda por tantos acentos accidentados.

Y es que amor con “H” no dura, bien lo demuestra la historia convertida en chiste sobre los amores frustrados de quienes en sus cartas incurren en imperdonables errores ortográficos, equivalentes al incumplimiento de una dote en el Siglo XVI, o a la pérdida de una herencia en la actualidad. Ante este hecho, decepcionado y profundamente triste, al corazón le da igual si lo escriben con “Z” o con “S” por la infinita petulancia de las formas.

Porque la importancia del significado no termina de superar al de las formas. Alguien puede decir con “b” labial, “eres mi bida entera”, y la vida personificada salir corriendo a los brazos de un diccionario sin alma. Otro, bien pudiera contar en plena visita a su novia: “En aquel entonces mi tía ya estaba murida”, y él entonces transformarse en un momento trágico de oscurantismo y echar a la borda el más rojo de los romances. ¿Qué tan sensata es la ortografía? ¿Dónde está la sensibilidad de la Academia? ¿Cuál es la religión de los académicos? ¡Basta¡ que los eruditos son compasivos por su grado de purificación lingüística, ¡Ave María Purísima¡ exclaman, cuando tienen que recordarle al pueblo que “antes de P y de B se escribe M”. Practican la compasión a través de sinónimos, antónimos, acepciones, americanismos, localismos, neologismos, tecnicismos y extranjerismos. ¡Gracias, San Google, por esta lista, por tu erudición!

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La familia, los educadores, estatales, místicos, intelectuales, los participantes de la administración pública y de los medios de comunicación, deben recordar que no es lo mismo ser culto que educado, y que la educación no tiene nada que ver con bibliotecas, y que hay que estar alerta porque de las bibliotecas se puede estar a un salto de la sapiencia del chancho.

Mi abuela paterna aprendió a leer y a escribir a escondidas. Cuando lee pronuncia la “L”, como la desaparecida doble “LL”, y el dios católico que venera y honra lo escribe en minúscula. Escucharla leer es una de las experiencias musicales más placenteras para quienes la amamos. Y la señora María con su inteligencia cero académica manifestada en largas cartas cibernéticas enviadas a sus familiares y amigos, así como con profuso amor, también con faltas ortográficas, no participa en los veredictos que enriquecen el lenguaje académico, pero sin saberlo forma parte del comité del lenguaje de la alegría que no requiere de ningún tecnicismo gramatical. Entonces, ¿qué es el conocimiento académico? Quizás éste puede que sólo sea una trampa del lenguaje.

La nobleza de la ortografía trasciende lo visual y lo fonético para concentrarse en el mensaje, sobre todo cuando las palabras son un aluvión de amor, de inteligencia emocional, y no de contenidos viscerales, engreídos y de discursos políticos y religiosos que atentan con la salud mental, deshumanizan las neuronas y las ponen al servicio del poder y de la gélida academia. Andrés Bello le daría mayor importancia a una idea, que a una letra mal escrita o pronunciada. La responsabilidad idiomática no sólo tiene que ver con las formas, sino también con el contenido que se difunde.

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