Por María Teresa Canelones Fernández
No es una pantalla cinematográfica, ni un lienzo, pero podría convertirse en una saga, una serie, un videoclip o un tríptico. Es un escenario. Una obra de arte, un capricho de la naturaleza, y la respuesta de una sociedad que la contempla. Una sociedad miope, que presume de gafas, pero su visión es tan limitada, como limitada e imposible sería definir la inconmensurable hermosura que desviste el horizonte de Puerto Madero.
Son las ocho de la mañana. Un sábado soleado de otoño. Una doméstica entra al domicilio de una señora elegante, muy formal, pero tan cálida como una estufa en pleno invierno. Su simpatía comparte recuerdos, evoca a sus antepasados, mezclas finas, exquisitas, selectas, y elegidas que poco o nada tienen que ver con la palabra colonización.
Su biblioteca es tan larga, ancha y profunda como los diques que circundan el puerto. La doméstica intuye mientras limpia sobre lo limpio -de una geografía indiscutiblemente académica- que su contratante es escritora, profesora o diplomática, y que quizás en las próximas limpiezas tendrá la osadía de pedirle prestada alguna de esas joyas que brillan en una estantería imponente e impoluta.
Es una señora muy ocupada. Una llamada telefónica, y otra más. Puede que también sea una artista plástica. La doméstica no sabe el nombre de la menuda mujer que cada tanto tararea una canción con esfuerzo. Es una musicalidad que instiga a olvidar o a escapar. Una vez más el teléfono, y más autores aparecen como ensortijados en mesitas de noche, mesas de living, y del baño. Mucha cultura en tan pocos metros cuadrados. Aunque al azar, gratamente sorpresiva por la diversidad de sus autores. Clásicos y contemporáneos, como duendes también contemplando Puerto Madero.
La doméstica fue contratada por cuatro horas, pero el espacio es tan reducido y limpio que en tres remataría su jornada. Decide hacer una pausa y comer unas frutas durante cinco minutos en la cocina a la que entra poseída por un paisaje seductor y eterno que la invita sin vacilar a sentarse en el moderno balcón para disfrutar de la función.
Una doméstica contempla Puerto Madero, sentada, serena, suspendida. Presiente que será la última vez que lo mire desde ese ángulo. En breve será despedida por mirar, pero poco le importa, y se entrega. Astigmatismo e hipermetropía desaparecen, y una flamante vista entra a escena con la lucidez natural de los astros que colorean esta bahía citadina que bien pudiera presumir por bella, memorable, gloriosa, pero que por su grandeza se muestra frágil, divertida, apasionada y loca, como una sabana habitada, admirada y contemplada por todos.
