Por Federico Mare
Historiador y ensayista
Hace medio siglo, allá por enero de 1973, una Corte Suprema de los Estados Unidos all-men –íntegramente formada por varones– proclamó, al dictar sentencia en el caso Roe vs. Wade, que el aborto es un derecho constitucional para todas mujeres. Añádase algo: ocho de los nueve magistrados eran blancos «respetabilísimos» (léase: gerontes burgueses de «raza caucásica» con apellidos de intachable origen anglosajón o, en su defecto, norteeuropeo). Fue una victoria holgada: siete votos verdes contra apenas dos celestes. Las feministas de la segunda ola pudieron celebrar, así, la reafirmación de los valores democráticos y laicos que la independencia norteamericana había legado al país y al mundo. El imprescindible wall of separation jeffersoniano contra el oscurantismo religioso parecía llamado a durar por siempre.
Entre los jueces verdes del 73 figuraba nada menos que Thurgood Marshall, el abogado quijote que había ganado el juicio Brown contra el Consejo de Educación, un famoso leading case por segregación racial en las escuelas públicas a mediados de la década del 50, como se narra en la película Marshall: el origen de la justica (2017), de Reginald Hudlin, con el malogrado Chadwick Boseman en el papel protagónico. Se trata del primer afroamericano de la historia en alcanzar el alto tribunal del Tío Sam (se había incorporado en 1967, catapultado por el movimiento de derechos civiles contra el supremacismo blanco).
Sin embargo, hace algunos días, en pleno siglo XXI y en plena posmodernidad, la Corte Suprema de EE.UU., con una membresía mucho más diversa y multicultural que antaño –y mucho menos gerontocrática en su promedio de edad–, revocó el veredicto de Roe vs. Wade, de un plumazo y sin pudor alguno. Entre los seis votos «provida» hay una mujer, un negro de la sufrida minoría gullah, un ítaloamericano con humildes ancestros inmigrados desde el sur de la península (Calabria y Basilicata), y dos descendientes de irlandeses sin ninguna prosapia aristocrática: Amy Coney Barrett, Clarence Thomas, Samuel Alito, Brett Kavanaugh y John Roberts, cinco jueces de fe católica.
Vale decir que la gran mayoría de lxs chupacirios retrógradas que han conculcado el derecho de las estadounidenses a interrumpir voluntariamente el embarazo no pertenecen, por una razón u otra, al canon hegemónico yanqui de la masculinidad racista y/o puritana. Únicamente Neil Gorsuch es un hombre típicamente WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant, como se suele decir jocosa o informalmente en Estados Unidos). No hay ninguna duda en relación a la ideología de quienes votaron en contra de la autonomía reproductiva de las mujeres, ya sea en mayoría (Coney Barret, Thomas, Alito, Kavanaugh y Gorsuch) o con un dictamen aparte, parcialmente disidente (Roberts, el presidente del máximo tribunal): fundamentalismo cristiano asociado a la derecha neoconservadora del Partido Republicano. De hecho, lxs seis jueces militan en esta agrupación política. Tres accedieron a la toga suprema por gentileza de los Bush, y tres por gentileza de Trump.
Moraleja de la paradoja: no hay que esencializar las identidades de género, «raciales», étnicas y etarias. Ni en el caso de las víctimas, ni tampoco en el caso de quienes pertenecen al grupo opresor o privilegiado. Diversidad no es garantía de progresismo, algo que ya había quedado evidenciado con la política exterior del demócrata Obama, tan nefasta como la de su predecesor (Bush hijo) y peor que la de su sucesor (Trump).
Otra lección: las relaciones sociales de dominación o desigualdad constituyen un fenómeno complejo, multidimensional, con clivajes que no siempre coinciden y roles que a veces se invierten. Dicho de otro modo, una misma persona puede ser, simultáneamente, víctima del poder o la inequidad en una faceta –por ej., las relaciones «interraciales» o interétnicas– y opresora o privilegiada en otra faceta –por ej., las relaciones de género o de clase–.
Thomas, el catón afroamericano de la Corte, ha dicho públicamente que ahora es el turno de ajustar cuentas con la homosexualidad, el matrimonio igualitario y los métodos anticonceptivos. Si alguien alguna vez creyó que, por su sola condición de afroamericano y gullah, su presencia en el alto tribunal resultaría beneficiosa para las mujeres, por efecto de una suerte de empatía subalterna a prueba de todo prejuicio cultural, hoy debe sentir una profunda desilusión. Cosas que pasan cuando el pensamiento es mágico en vez de crítico…
Ciertamente, Thomas no concibe su afroamericanidad en los mismos términos que –por ejemplo– Julie Dash, la genial cineasta que alumbró Daughters of the Dust (1991). Dash es una feminista negra de Estados Unidos, también de origen gullah, como todas esas inolvidables mujeres isleñas que retrató en su ficción coral, ambientada en el Sur Profundo (Ibo Landing, sobre la costa de Georgia) a principios del siglo XX. Si Dash integrara la Corte Suprema de EE.UU., su voto hubiera sido indubitablemente verde, no celeste como el del cavernícola Thomas. La diferencia crucial entre una y otro no radica, pues, en el color de su piel, de su epidermis, sino en el color de sus ideas, de sus convicciones. Otro tanto puede decirse de su filiación étnica: aunque comparten raíces ancestrales y culturales gullah, no comparten ideología. Es una verdad de Perogrullo que, por desgracia, a menudo y cada vez más se olvida.
En estos tiempos posmodernos de tanta política identitaria y multiculturalismo tribalizado, es bueno recordar que lo fundamental es –sigue siendo– bregar por nuestros derechos y nuestras utopías. No se trata de renegar de las identidades colectivas. Ellas son parte de toda convivencia social. Se trata de no absolutizarlas, de no convertirlas en ídolos o fetiches. Se trata, en suma, de luchar por la libertad, la igualdad y la justicia haciendo oídos sordos a los peligrosos cantos de sirena del esencialismo comunitario.

Moraleja de la paradoja: no hay que esencializar las identidades de género, «raciales», étnicas y etarias. Ni en el caso de las víctimas, ni tampoco en el caso de quienes pertenecen al grupo opresor o privilegiado. Diversidad no es garantía de progresismo, algo que ya había quedado evidenciado con la política exterior del demócrata Obama, tan nefasta como la de su predecesor (Bush hijo) y peor que la de su sucesor (Trump).
Otra lección: las relaciones sociales de dominación o desigualdad constituyen un fenómeno complejo, multidimensional, con clivajes que no siempre coinciden y roles que a veces se invierten. Dicho de otro modo, una misma persona puede ser, simultáneamente, víctima del poder o la inequidad en una faceta –por ej., las relaciones «interraciales» o interétnicas– y opresora o privilegiada en otra faceta –por ej., las relaciones de género o de clase–.
Thomas, el catón afroamericano de la Corte, ha dicho públicamente que ahora es el turno de ajustar cuentas con la homosexualidad, el matrimonio igualitario y los métodos anticonceptivos. Si alguien alguna vez creyó que, por su sola condición de afroamericano y gullah, su presencia en el alto tribunal resultaría beneficiosa para las mujeres, por efecto de una suerte de empatía subalterna a prueba de todo prejuicio cultural, hoy debe sentir una profunda desilusión. Cosas que pasan cuando el pensamiento es mágico en vez de crítico…
Ciertamente, Thomas no concibe su afroamericanidad en los mismos términos que –por ejemplo– Julie Dash, la genial cineasta que alumbró Daughters of the Dust (1991). Dash es una feminista negra de Estados Unidos, también de origen gullah, como todas esas inolvidables mujeres isleñas que retrató en su ficción coral, ambientada en el Sur Profundo (Ibo Landing, sobre la costa de Georgia) a principios del siglo XX. Si Dash integrara la Corte Suprema de EE.UU., su voto hubiera sido indubitablemente verde, no celeste como el del cavernícola Thomas. La diferencia crucial entre una y otro no radica, pues, en el color de su piel, de su epidermis, sino en el color de sus ideas, de sus convicciones. Otro tanto puede decirse de su filiación étnica: aunque comparten raíces ancestrales y culturales gullah, no comparten ideología. Es una verdad de Perogrullo que, por desgracia, a menudo y cada vez más se olvida.
En estos tiempos posmodernos de tanta política identitaria y multiculturalismo tribalizado, es bueno recordar que lo fundamental es –sigue siendo– bregar por nuestros derechos y nuestras utopías. No se trata de renegar de las identidades colectivas. Ellas son parte de toda convivencia social. Se trata de no absolutizarlas, de no convertirlas en ídolos o fetiches. Se trata, en suma, de luchar por la libertad, la igualdad y la justicia haciendo oídos sordos a los peligrosos cantos de sirena del esencialismo comunitario.