Por Gloria Kreiman
Alexander Payne es un director estadounidense que me gusta mucho. Hace películas más bien chicas, de bajo presupuesto, que se lucen por sus guiones, sus actuaciones, sus bandas sonoras, su dirección, su humor y sensibilidad; sobre temas que no encajan del todo con los estándares comerciales, pero trabaja con actores y actrices “estrella”, como George Clooney, Jack Nicholson o Matt Damon. Por eso es, por un lado, un realizador valorado por los amantes del cine no mainstream y, a la vez, bastante taquillero y premiado.
Tiene muchas películas buenísimas, pero voy a destacar tres:
«Entre copas» (2004), que cuenta el viaje de dos amigos a viñedos de California, uno recién divorciado y el otro a punto de casarse, y su vínculo con dos mujeres que conocen ahí. Es una película inteligente, con humor y con muy buenas actuaciones, que acercan muy íntimamente a los personajes y sus miserias.
«Los descendientes» (2011): sobre un hombre con una esposa en coma, dos hijas y problemas familiares, personales e inmobiliarios. Una historia de elementos complejos, pero en realidad lo verdaderamente complejo, original y destacable de esta película es el modo de narración, los diálogos, las actuaciones, la fotografía, una banda de sonido casi cien por ciento hawaiana muy hermosa y un tono agridulce constante.
«Nebraska» (2013), que se centra en el viaje de un padre anciano y malhumorado y su hijo para buscar un supuesto premio de un millón de dólares que el padre asegura haber ganado, aunque en realidad parece tratarse de una estafa. Es una película de mucho humor, belleza y profundidad, y a la vez melancólica, contemplativa, con un aire constante a pasado y a resignación, lo cual es reforzado por la banda sonora y el blanco y negro en el que está filmada.
