Por María del Carmen Garcés
Era la mujer de un marinero ruso y miraba el mundo desde la ventanilla ovalada de nuestro camarote.
―¡Mira bien por la ventana! ―me ordenaba mi marido antes de salir, poniendo llave a la puerta.
Yo esperaba con ansias el ruido ensordecedor de la sirena del barco, anunciando la partida de algún puerto. Amaba las sensaciones que provocaban en mí las bahías y los edificios de las ciudades perdiéndose en el horizonte. Miraba entonces la danza de las nubes en el cielo, los aleteos suaves de las gaviotas, los rayos del sol -o de la luna- penetrando por el óvalo luminoso.
Pasaron veinte años. Veinte años de la vida enmarcada por ese pequeño agujero transparente, hasta que una noche llegó mi marido con las llaves de la puerta del camarote en la mano y una gran sonrisa en sus labios.
―Puedes partir, mujer! ―me dijo con un tono de voz que dejaba adivinar la causa de su contento.
En silencio arreglé mis cosas en la maleta de cuero ajado y miré por última vez el pedazo de cielo que me dejaba divisar la ventanilla ovalada de mi cárcel flotante…
No hubo lágrimas ni lamentos, menos aún reproches o reclamos.
Caminé lentamente rumbo a la cubierta y cuando pasé por la sala de oficiales la vi… Vi a una joven veinteañera con una maleta de cuero nueva y ese aire de enamorada ingenua que tenía yo aquella lejana tarde en que esperaba que desocupara el camarote del barco de bandera rusa la primera mujer del Capitán.
