Por Federico Mare
Historiador y ensayista
Ikki Kita es un personaje histórico sumamente interesante del Japón moderno, aunque complejo. Tradicionalmente, ha sido considerado algo así como el padre del fascismo japonés, si es que cabe hablar de fascismo en el caso nipón, donde faltaron algunos elementos importantes de la tipología clásica, como un movimiento social de masas y un liderazgo personalista carismático, pero donde hubo, no obstante, muchos componentes que sí estuvieron presentes, al menos en gran medida: ultranacionalismo, subordinación gregaria de la individualidad, apego exacerbado al orden social jerárquico, estado dirigista y autoritario con tendencias corporativistas y totalitarias, antiliberalismo y anticomunismo, defensa de la propiedad privada, organicismo y conciliación de clases, vocación hegemónica imperial, culto a la guerra de conquista y a la violencia terrorista o represiva, militarismo y expansionismo, dictadura de partido único, esencialismo étnico, xenofobia y racismo, economía mixta (capitalismo de estado), adoctrinamiento político-religioso, combinación híbrida de tradicionalismo cultural y modernismo tecnológico, geoestrategia del Lebensraum o «espacio vital», alianza con otras potencias ideológicamente afines, etc.
Nació en la pequeña isla de Sado, frente a la costa occidental de Honshu, allá por 1883, en el seno de una familia de clase media rural (su padre era comerciante de sake y alcalde del lugar). Su despertar intelectual y político fue precoz. En la adolescencia comenzó a leer a los clásicos chinos de la filosofía confuciana y taoísta, y también a autores de la tradición budista. Muchacho indómito, orgulloso del pasado rebelde de su terruño (Sado fue tradicionalmente el exilio voluntario u obligado de muchos disidentes y proscriptos), pronto abrazó el socialismo y la militancia revolucionaria. Hacia 1900, con apenas 17 años de edad, lo tenemos escribiendo artículos en un periódico local, donde no escatimaba dardos al kokutai, el régimen político y económico-social de la Restauración Meiji (1868-1912).[i]
En 1904, se mudó a Tokio, la capital del imperio. Asistió a clases en la Universidad de Waseda, pero nunca se graduó en ninguna carrera, algo que no le impidió cultivar con fruición el estudio autodidacta en muchas ramas del conocimiento. Se relacionó con destacadas figuras del movimiento obrero socialista, tanto marxistas como anarquistas, aunque pronto se desilusionó. Tales figuras le parecieron oportunistas, europeizantes, apátridas y dogmáticas. A su juicio, incitar a la lucha de clases era un grave error, una traición a la nación. Japón debía permanecer unido, cohesionado. Solo la conciliación de clases, la armonía social bajo la autoridad del emperador, podían hacer de Japón una nación sana y grande, próspera y poderosa, que estuviera a la altura de su destino glorioso y su misión imperial en el Asia oriental. Así empezó Kita su deriva ideológica sin retorno hacia el chovinismo y la derecha radical.
A los 23, publicó su primer libro, La teoría de la política nacional del Japón y el socialismo puro (1906), que le dio notoriedad y prestigio entre los círculos nacionalistas. Se convirtió así en uno de los principales contradictores de la democracia Taisho (1912-1926), a la que consideraba corrupta, ineficiente y antinacional. Vivió un tiempo en China, atraído por la revolución nacionalista y antiimperialista de 1911. Llegó a militar en la sociedad secreta Tongmenghui, fundada por Sun Yat-sen y Song Jiaoren.
Cuando Hirohito llegó al trono de Japón promediando la década del 20, Kita desplegó una intensa actividad doctrinaria y propagandística en su patria a favor de la Restauración Showa: la implantación urgente y violenta –manu militari– de un régimen ultranacionalista, autoritario, corporativista, estatizante y expansionista. Todo ello en nombre del emperador, símbolo de la soberanía popular y garante de la unidad nacional. Tuvo relativo éxito en su prédica, como demuestra la historia ulterior del país.
Kita fue arrestado por el gobierno japonés en 1936, tras el Incidente del 26 de febrero (Ni-Ni Roku Jiken), un golpe militar fallido protagonizado por una camarilla de jóvenes oficiales nacionalistas y filofascistas del Ejército Imperial que pretendían asesinar al primer ministro, el almirante Keisuke Okada. El levantamiento fue sofocado. Acusado de complicidad e instigación sediciosas, Kita fue juzgado a puertas cerradas por un tribunal castrense, declarado culpable y condenado a muerte. La pena capital se efectivizó al año siguiente, en agosto del 37, ante un paredón de fusilamiento. Una suerte similar le cupo a una docena de militares golpistas, aunque su juicio fue público, y altamente publicitado por la prensa, en un clima social de empatía e indulgencia generalizadas, gracias al cual la mayoría de los oficiales involucrados conservaron sus vidas y su libertad, e incluso sus cargos en el Ejército. La victoria del gobierno fue bastante pírrica, como se entrevé y como constataremos mejor enseguida.
Un libro del fusilado Kita, en particular, ejerció una poderosa influencia ideológica en el cuartelazo del 26 de febrero: Plan de bosquejo para la reorganización del Japón (en japonés, Nihon kaizo hoan taiko). La obra fue publicada por primera vez en 1923, cuando la democracia Taisho agonizaba. En casi todo el mundo se asistía –luego de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa– a una crisis profunda del liberalismo y a un repliegue generalizado del sistema parlamentario, y Japón no era ciertamente la excepción.
Al morir ejecutado, Kita se volvió de inmediato –igual que los jóvenes oficiales que acabaron en el patíbulo– un mártir del nacionalismo japonés. Un nacionalismo japonés que pronto arrastraría al imperio del Sol Naciente hacia el torbellino demencial de una dictadura cuasi-totalitaria, el expansionismo naval y terrestre, la guerra del Pacífico (1937-45) y las violaciones masivas de derechos humanos, dentro y fuera del archipiélago nipón; y también, hacia la tragedia de una derrota catastrófica, signada por la devastación material, la mortandad de millones de personas –incluyendo las víctimas civiles de los bombardeos nucleares en Hiroshima y Nagasaki– y siete largos años de ocupación extranjera bajo supremacía estadounidense (1945-52).
¿Fue realmente Ikki Kita el padre del fascismo japonés? Quienes han investigado el asunto, como Robert Benewick, Matsumoto Kiyoharu, Sebastián von der Forst, Carlos Fernández Cobo y Richard Storry, tienden a subrayar mucho la singularidad ideológica de Kita, asociándola explícita o implícitamente al excepcionalismo nipón, vicio generalizado en los estudios sobre el Japón. Lo consideran un fascista –o nacionalista de derecha– muy peculiar, sui generis, muy diferente a sus pares europeos. Storry, por ejemplo, ha afirmado que Kita sería “el único teórico razonablemente articulado de «fascismo desde abajo» [fascism from below]”[ii].
¿Por qué esos autores piensan así? Porque entienden que, si bien Kita era ultranacionalista, expansionista-imperialista, militarista y partidario de un gobierno autoritario de corte corporativista, también era antioligárquico y antiplutocrático, y en materia económica propugnaba medidas de impronta «izquierdista» como la reforma agraria a favor del campesinado, la nacionalización de la gran industria y el sector minero-energético, leyes de ampliación de derechos sociales y laborales, la estatización de la banca y el comercio exterior, la expropiación a los terratenientes y zaibatsu, la coparticipación de los trabajadores en el control de la producción y las ganancias, etc.
Este énfasis en la singularidad ideológica de Ikki Kita me parece muy endeble. Se basa, a mi entender, en un mal criterio de comparación. Contrastan las ideas de Kita con las vertientes más conservadoras del nazifascismo europeo, que a la postre resultaron dominantes. Pero estos autores no tienen en cuenta que los movimientos nazifascistas de Europa tenían, en sus orígenes, un ala «izquierdista», un sector agrarista y obrerista, en cierta tensión parcial con el capitalismo (no en vano la palabra nazismo es una contracción de nacionalsocialismo). En el caso del fascismo italiano, estaban los Fasci Italiani di Combattimento, hasta que Mussolini los subsumió en el Partido Nacional Fascista para tranquilizar al establishment. En el caso del nazismo, estaban las SA, hasta que Hitler ordenó la feroz purga de 1934 (Noche de los Cuchillos Largos), cuyo móvil principal fue volver más dócil y confiable el movimiento de los camisas pardas a los ojos de la gran burguesía y las fuerzas armadas de Alemania.
Con el fascismo –o «fascismo»– japonés pasó algo parecido: a medida que se convertía gradualmente en régimen de gobierno durante la década del 30 y la Segunda Guerra Mundial, fue perdiendo o suavizando sus ingredientes «izquierdistas» primigenios: adiós a la reforma agraria, adiós a la expropiación de las empresas zaibatsu, adiós a la ampliación de derechos laborales, etc. Este giro conservador, esta desradicalización, este aburguesamiento, se dio en todos los movimientos fascistas que llegaron al poder, no solamente en Japón. El nacionalismo socializante o «semisocialista» de Kita no fue una singularidad japonesa. Fue un ejemplo bastante típico de fascismo «izquierdista», y terminó del mismo modo que los fascismos «izquierdistas» de Europa: aplastado, neutralizado, superado o absorbido por un fascismo mainstream que, para poder conquistar y conservar el poder, tuvo que adaptarse al status quo capitalista, dejando atrás la altisonante retórica agrarista, obrerista, antioligárquica y antiplutocrática de los primeros años de «rebeldía antisistema». Se trata de otro ejemplo histórico más de lo que se denomina, en ciencia política, teorema de Baglini.
Esto se aplica también a los cantos de sirena anticoloniales que el nacionalismo japonés, bajo el influjo «izquierdista» de hombres como Kita, dirigía a los países cercanos, con excepción lógica de la Siberia soviética: Manchuria, China, Filipinas, Malasia, Indonesia, Birmania, Tailandia, Laos, Vietnam, Camboya… Sus propuestas «altruistas» tendientes a construir una «Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental» (Dai-to-a Kyoeiken) libre del yugo foráneo anglosajón y francés, por muy sinceras que hayan sido, disimulaban muy mal la libido dominandi de Japón, que se asumía sin más como el justiciero líder paternal –o benévolo hermano mayor– de los países del Lejano Oriente y el Pacífico Occidental, una retórica demagógica de solidaridad internacional antiimperialista que también encontramos ad nauseam –aunque otros lo ignoren u olviden– entre los segmentos «izquierdistas» del fascismo italiano, el nazismo alemán y el falangismo español. Como bien señala Cristián Buchrucker en su libro Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial, 1927-1955 (1987), muchos intelectuales fascistas, nazis y falangistas de Europa denunciaron, por ejemplo, la opresión colonial-plutocrática británica, yanqui y francesa en América Latina… O sea, tampoco en este punto Japón fue una excentricidad.
Ikki Kita, alegan también, tuvo una visión un tanto heterodoxa de la monarquía y la religión. Su defensa pragmática o secularizada del emperador y el sintoísmo –aducen– no encaja bien en los moldes del conservadurismo de extrema derecha. Otra vez sopa: eso vale también para los nazifascismos europeos. Hitler, muy cómodo en el rol mesiánico de Führer, nunca restauró la monarquía de los Hohenzollern; Mussolini, encantado con su título de Duce, mantuvo a Víctor Manuel III en el trono hasta casi el final de la dictadura fascista, pero reduciendo la figura regia a un mero símbolo, a una simple tradición cultural (y en 1943, acabó proclamando la República Social Italiana). En materia de religiosidad, muchos nazis abrazaron la teosofía, el ocultismo y el neopaganismo germánico, y la Iglesia luterana sufrió una drástica reingeniería teológica (arianización, movimiento del Positives Christentum). Por su parte, muchos camisas negras italianos del ala «izquierdista» –que habían militado en el socialismo, el anarquismo, el sindicalismo revolucionario y el comunismo antes de sumarse a los Fasci– eran anticlericales a su modo, y se sintieron un poco traicionados o desencantados cuando Mussolini firmó con el papa Pío XI los acuerdos de Letrán (1929), que entrañaron un fuerte avance del confesionalismo católico y un gran retroceso del estado laico en Italia.
La ultraespecialización académica, el poco o nulo conocimiento de otros campos del saber histórico, la escasez de análisis macrocomparativos, ha hecho que investigadores demasiado enfrascados en el árbol de Japón, incapaces de ver en conjunto el bosque, de mirarlo panorámicamente, le atribuyan a Ikki Kita una excepcionalidad que no tiene, o que tiene en un grado menor. El falangismo de Primo de Rivera, por dar otro ejemplo, también tuvo, en el seno de la ultraderecha española, una impronta «izquierdista» antes de la guerra civil. En su programa original no faltaban propuestas reformistas de inspiración agrarista y obrerista. Todo ese «izquierdismo», que no se reducía a mera demagogia, fue desapareciendo a medida que la ultraderecha española pasó de ser un movimiento de oposición a la Segunda República –que debía competir con socialistas, anarquistas y comunistas por el apoyo de masas– a ser un régimen de gobierno prosaicamente burgués (dictadura franquista), que, tras la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial, no se demoró en iniciar una transición hacia un modelo capitalista menos estatizante y más liberal, en sintonía con la hegemonía del Tío Sam sobre Occidente y su cruzada contra el comunismo.
Aclaremos un punto: Ikki Kita no era socialista en sentido estricto. Aceptaba la pequeña y mediana propiedad privada, tanto en el agro como en la industria. No condenaba el mercado, ni el trabajo asalariado, ni tampoco la acumulación y competencia de capitales… Era un antiliberal ferviente, pero también un anticomunista recalcitrante. Propiciaba un régimen económico mixto que, aunque él lo llamara socialismo puro, claramente se trababa de un capitalismo de estado. Un capitalismo de estado más a la izquierda que la derecha, es cierto, porque abogaba por expropiar a los grandes terratenientes y los grandes capitalistas, ampliar los derechos laborales y sociales, y dar participación a los obreros en el control de la producción y en las ganancias. Pero capitalismo de estado al fin de cuentas, aunque él no aceptara ese rótulo, porque contemplaba la existencia de un sector privado de pequeñas y medianas empresas industriales, y pequeños y medianos productores rurales, orientados hacia el mercado y el lucro, con trabajadores en relación de dependencia.
Obviamente, las ideas obreristas y agraristas de Kita no eran del agrado de la oligarquía terrateniente japonesa y de la plutocracia corporativa zaibatsu, que no querían saber nada con la expropiación de sus tierras y empresas. No sorprende, entonces, que haya sido ejecutado por un gobierno conservador que defendía con celo los intereses del establishment capitalista. Pero eso no convierte a Ikki Kita en socialista, aunque él gustara considerarse como tal, añadiendo el calificativo de puro a su credo.
Sí era socialista de veras otro intelectual japonés, a quien Kita conocía y despreciaba: Shusui Kotoku (1871-1911), también muerto como mártir, militando en las filas de la oposición. Kotoku primero fue marxista, y luego se hizo anarquista. Tradujo a Marx y Kropotkin al japonés. Pero de él hablaremos en otra ocasión…
