Por María del Carmen Garcés
Era la una de la mañana y deambulaba en búsquedas inútiles: direcciones de gente que desconocía, almacenes de productos que no necesitaba, obras de teatro que no quería ver.
En la esquina de la parada del micro número 100, había una pareja que se besaba apasionadamente y yo me quedé mirándoles -como que era eso lo que había estado buscando-, hasta que interrumpieron el beso. Me acerqué y les pregunté, sin disimular mi acento centroamericano, si el 100 iba hacia Avellaneda y me dijeron que sí, aunque en realidad la respuesta era no. Y eso cambió definitivamente el rumbo de mi existencia.
No sé por qué me engañaron. Quizás porque me vieron sola y desamparada, tan chica de provincia -y pobre. Subí al micro y tropecé con la falda: llevaba una falda larga fuera de moda. Era azul con flecos que rozaban el suelo. Me senté en la primera fila y comencé a percibir que algo extraño sucedía.
Tratando de escapar a ese aire amenazador que llegaba desde la última fila del bus repleto de adolescentes, cerré los ojos y recurrí mentalmente a los párrafos de la carta que había escrito y que me había franqueado desde la sucursal de Once -para hacer más verosímil la ilusión.
Repasé mentalmente las frases escritas por mi amante imaginario: Señora de las alturas, comenzaba la carta, Casi quedé mudo de sorpresa al escuchar tu voz la otra noche. A veces la nostalgia es tan fuerte que me parece tenerte cerca de mí…
Y me encontraba sumergida en ese sendero imaginario, cuando sentí el primer manotazo. Pero me negué a abrir los ojos y seguí sumergida en los hermosos rasgos de esa letra inventada: La imagen de nuestros cuerpos perdidos en la noche es como la poesía del universo lanzada en la oscuridad…, y sentí la segunda bofetada y escuché sus risas estruendosas, sus respiraciones agitadas y los asientos bamboleándose bajo el peso de aquellos cuerpos adolescentes que aquella noche de viernes me habían elegido a mí.
Y seguí sin abrir los ojos y vi la lluvia de estrellas en el cielo mientras esas manos enloquecidas hacían jirones de la tela suave de mi vestido azul.
