Desembarcos de marines estadounidenses en Buenos Aires: una historia ignota

Por Federico Mare
Historiador y ensayista

Aliis si licet, tibi non licet
(“a otros les está permitido; a ti no te está permitido”)
Terencio, Heauton Timorumenos

El historial de intervenciones o injerencias imperialistas de Estados Unidos en Argentina es largo. Desde el ataque de la fragata USS Lexington a Puerto Soledad en las Malvinas (1831-32), hasta las exigencias más recientes del Consenso de Washington asociadas al neoliberalismo y la deuda externa, pasando por el apoyo a los golpes de estado y dictaduras militares en los 60 y 70 (el Plan Cóndor, por ej.), el Tío Sam no se ha caracterizado, precisamente, por su respeto hacia la soberanía política e independencia económica de nuestro país. Recuérdese también, por ejemplo, el lobby de los frigoríficos de Chicago en la Década Infame, las intromisiones políticas de Braden contra Perón a mediados de los 40, y la penetración de capitales yanquis durante la «batalla del petróleo» de Frondizi.

Conforme al ideologema del Destino Manifiesto y el Corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe, los EE.UU. tradicionalmente han considerado a la Argentina parte de su backyard latinoamericano. No en la misma medida que México, el Caribe y Centroamérica, por supuesto. Siempre hubo, para la hegemonía yanqui, un «patio trasero» más cercano y otro más lejano, sobre todo en el siglo XIX, cuando el Tío Sam no era aún una gran potencia a escala global. Antes de la política del Big Stick (Gran Garrote) y la Primera Guerra Mundial, la pertenencia del Cono Sur a la esfera de influencia estadounidense era más bien débil, intermitente o marginal, pero no una ficción.

En 1859, por caso, una poderosa flota de guerra norteamericana –con 20 buques, 200 cañones, más de 2.750 soldados y oficiales– remontó el Paraná y le exigió al gobierno paraguayo, bajo amenaza de bombardear Asunción, que pagara una onerosa indemnización por un «agravio» menor ocurrido cuatro años atrás, en lo que constituye la mayor operación militar de Washington en Sudamérica hasta la actualidad. Paraguay aceptó pagar finalmente, pero faltó muy poco para la guerra (el presidente Carlos Antonio López ya había movilizado y concentrado numerosas tropas en Humaitá, a las que había reforzado con varias baterías). Mientras se realizaban las negociaciones de paz, el grueso del contingente expedicionario hizo base en las inmediaciones de la ciudad argentina de Corrientes, donde efectuó ejercicios de infantería y artillería. Todo ello con permiso de Justo José de Urquiza, el presidente de la Confederación Argentina, quien también, antes de ofrecerse como mediador en el conflicto, había autorizado a la flota estadounidense navegar el Paraná.

También podemos mencionar el Incidente da Bahia: allá por octubre de 1864, en medio de la guerra de Secesión, las armadas del Norte y el Sur de EE.UU. trasladaron sus hostilidades hasta la costa nordeste del Brasil, librando un combate naval (USS Wachusett vs. CSS Florida) frente al puerto de Salvador, sin permiso del gobierno imperial brasileño, que protestó por la violación de su neutralidad. Otro botón de muestra: cuando Chile se vio envuelto en una guerra civil hacia 1891, la US Navy se involucró a favor de uno de los bandos, injerencia que derivó en el escándalo del vapor Itata y la crisis diplomática del Baltimore, que escalaron hasta casi una conflagración.

En Argentina, ya en tiempos tan tempranos como los de Rosas, se produjo el mencionado incidente del USS Lexington en las Malvinas. A mediados de 1831, tres barcos norteamericanos que pescaban y cazaban clandestinamente en esa zona del Atlántico Sur –a pesar de las reiteradas advertencias y amonestaciones que habían recibido– fueron capturados y decomisados por subalternos del gobernador Luis Vernet, y sus tripulantes quedaron arrestados y procesados. El hecho desató un altercado diplomático con los Estados Unidos, renuentes a aceptar la soberanía argentina sobre las islas, a las que antojadizamente consideraban res nullius, igual que la Patagonia. El 31 de diciembre, la fragata Lexington atacó Puerto Soledad en represalia a lo ocurrido. Los marinos estadounidenses saquearon el asentamiento, provocaron diversos destrozos y arriaron la bandera argentina, en lo que constituye una de las primeras tropelías del Tío Sam y su gunboat diplomacy (diplomacia de cañonero) en la historia de América Latina. Una digresión: el imperio británico, más preocupado por la expansión naval en el Atlántico Sur de sus ex súbditos norteamericanos que por las pretensiones soberanas de Buenos Aires sobre la Patagonia austral, ocuparía pronto las Malvinas, en 1833.

 

Una serendipia bibliográfica: H. A. Ellsworth y su 180 Landings

Pero hay episodios decimonónicos del intervencionismo yanqui en nuestro país que poco y nada se conocen, incluso entre especialistas que investigan la historia argentina del siglo XIX. Quisiera hablarles de algunos de esos episodios. Los descubrí de casualidad, leyendo la obra One Hundred Eighty Landings of United States Marines, 1800-1934 en busca de ciertos datos que nada tenían que ver con la Argentina. Se trata de un informe mimeografiado que data de 1934, escrito en Washington DC por el capitán Harry Allanson Ellsworth, un oficial de la Sección Histórica del Cuerpo de Marines de la Armada de los EE.UU. En este extenso informe de más de 160 páginas dividido en dos partes, el autor hace un minucioso inventario de los 180 desembarcos realizados por dicha fuerza de infantería naval en todo el mundo, desde sus orígenes (fines del siglo XVIII) hasta el momento de redacción (1934). Copias PDF de ambos volúmenes están disponibles, de forma libre y gratuita, en la librería electrónica de la página web oficial del US Marine Corps.[i]

desembarcos marines eeuu

Los desembarques del Cuerpo de Marines en el extranjero están agrupados por país, siguiendo un orden alfabético: vol. I, de Abisinia a Fiyi; vol. II, de Formosa (Taiwán) a Uruguay. En caso de haber varios desembarcos en un mismo país, la exposición del autor sigue un orden cronológico. Según el prologuista, las misiones navales inventariadas por el capitán H. A. Ellsworth “conciernen a cuatro causas básicas […]: (1) intervención política; (2) acciones punitivas; (3) protección de embajada, connacionales y sus propiedades; y (4) humanitarias”[ii].

Hojeando el primer tomo de 180 Landings, vi que aparecía Argentina (págs. 9 a 13). Pero, para mi sorpresa, nada se decía allí sobre el incidente malvinense de 1831-32, omisión sospechosa que atribuí a la tendenciosidad del autor, pues los marines del Lexington –no hay ninguna duda al respecto– desembarcaron en Puerto Soledad para consumar su agresión militar. Aunque luego descubrí que el incidente estaba narrado en el apartado “Falklands Islands” (pág. 76), de un modo tan tendencioso como la decisión de haberlo excluido del apartado dedicado a la Argentina.

Mayor fue mi sorpresa –y aquí voy al grano con la serendipia– cuando descubrí que en el apartado de Argentina figuraban varios desembarcos de marines que ignoraba por completo: el primero en 1833, el segundo y tercero en 1852-1853, y el cuarto en 1890. Todos ellos en la ciudad de Buenos Aires.[iii] La información era bastante parca, pero, según se consignaba allí, las cuatro misiones navales se habrían enmarcado en el criterio 3 (“protección de embajada, connacionales y sus propiedades”), en contextos de alteración del orden público (guerra civil o rebelión armada).

Una aclaración importante: el ya citado episodio correntino de 1859 no aparece en 180 Landings, por ninguna parte. Ni en un apartado sobre Paraguay, que no lo hay, ni tampoco en el parágrafo referido a la Argentina. Esto se debe a que no hubo, al final, ningún desembarco de marines en Paraguay (ni en aquel año de cuasi-guerra, ni tampoco antes o después). Sí lo hubo en Corrientes, pero no se trató de una misión en suelo argentino, sino de un acampe transitorio y amistoso –en territorio neutral y con autorización local– a la espera de lo que pasara con las tratativas diplomáticas entre Washington y Asunción.

Como podrán imaginarse, los cuatro desembarcos fueron de muy escasa envergadura: unas pocas decenas –o centenas a lo sumo– de marines que, durante algunos días o semanas (meses en un caso), montaron guardia frente al consulado de EE.UU. e inmuebles privados de inmigrantes estadounidenses: viviendas particulares, negocios, bancos, sedes de empresas, etc. De haberse tratado de operaciones a mayor escala, o enmarcadas en los polémicos objetivos 1 ó 2 (“intervención política” o “acciones punitivas”) habrían dejado, sin dudas, una huella profunda en la memoria colectiva y la historiografía de Argentina, y claramente no es el caso. Casi nadie en nuestro país parece recordar –salvo pocos historiadores revisionistas o navales que lo mencionan al pasar, sin dar detalles– que el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos efectuó varios operativos militares anfibios en la Buenos Aires del siglo XIX.[iv]

El primer desembarco, el de 1833, fue de apenas 38 marines. El segundo y tercer desembarco no sabemos bien, porque el texto de Ellsworth no lo indica. Pero consultando otras fuentes pude averiguar cuántos tripulantes y soldados tenían los barcos involucrados: 666 (480+186) el USS Congress y el USS Jamestown, en febrero de 1852; y 186 nuevamente el Jamestown, en septiembre del mismo año. En cuanto al desembarco de 1890, tampoco disponemos del dato preciso de su magnitud. Pero la nave en cuestión –el USS Tallapoosa– transportaba, al parecer, unos 190 hombres. Sin embargo, todas estas cifras estimativas deben ser rebajadas, porque una parte de las tripulaciones y tropas del Congress, el Jamestown y el Tallapoosa deben haber permanecido preventivamente a bordo.

USS_Jamestown_1844
USS Jamestown

Al parecer, en 1833 y 1890 los marines desembarcados no abrieron fuego. Tampoco lo habrían hecho en septiembre de 1852. Pero en febrero de 1852 (el mayor de todos los desembarcos) sí efectuaron disparos, matando a unos bandidos.

¿Qué conmociones internas (guerras civiles, rebeliones armadas, etc.) afrontaba la ciudad de Buenos Aires en 1833, 1852 y 1890 cuando se produjeron los desembarcos de marines estadounidenses? En 1833 fue la llamada Revolución de los Restauradores; en 1852, la batalla de Caseros (que aconteció en las afueras de la urbe porteña, pero que de todos modos afectó gravemente el orden público dentro de ella) y la Revolución del 11 de septiembre; y en 1890, la Revolución del Parque.

A continuación, le dicaremos un apartado a cada una de estas intervenciones yanquis en la Buenos Aires decimonónica. Ubicaremos cada episodio en su contexto histórico local y citaremos con profusión la crónica 180 Landings de Ellsworth.

1833: Revolución de los Restauradores

En diciembre de 1832, el general Juan Ramón Balcarce –un héroe de las guerras de Independencia– fue designado nuevamente gobernador de Buenos Aires por la Junta de Representantes de esta provincia, en reemplazo del poderoso caudillo federal Juan Manuel de Rosas, quien había declinado su reelección porque la legislatura porteña se había negado a concederle facultades extraordinarias, algo que consideraba imprescindible para poder erradicar la amenaza de los unitarios. Balcarce también militaba en el federalismo, pero con los lomos negros, una vertiente más moderada y conciliadora, enfrentada a los apostólicos o rosistas. Los federales lomos negros estaban muy influidos por el ideario liberal y tenían cierta predisposición a dialogar con la oposición unitaria, en contraste con los federales apostólicos, más conservadores e intransigentes.

Cuando Rosas comenzó a preparar una expedición punitiva contra los pueblos indígenas del sur pampeano y norte patagónico (la denominada Campaña al Desierto), Balcarce se rehusó a colaborar. El conflicto se agudizó en abril de 1833 con motivo de las elecciones legislativas. Los dos bandos del federalismo bonaerense se presentaron en los comicios por separado, con listas distintas. Gano el oficialismo, es decir, los lomos negros. En los meses subsiguientes, la interna federal se tornó cada vez más vehemente y agresiva, como se vio reflejado en la prensa de la época.

revolucion de los restauradores

El 11 de octubre, los apostólicos se alzaron en armas contra el gobierno de Balcarce, en lo que se conoce como Revolución de los Restauradores. Contaban con el apoyo de la plebe urbana y rural, de muchos estancieros y de milicias amotinadas. La ciudad de Buenos Aires quedó sitiada por los insurrectos. Rosas, que se había ausentado para comandar la Campaña al Desierto, avaló a la distancia el accionar de sus partidarios. El 4 de noviembre, Balcarce renunció, siendo sucedido interinamente por Juan José Viamonte.

Según Ellsworth, la Revolución de los Restauradores “se volvió tan violenta que fue necesario un desembarco de fuerzas navales de Estados Unidos para la protección de los ciudadanos norteamericanos y de aquellos países extranjeros que no tenían fuerzas navales en esas aguas”. En teoría, la misión debía dirigirla el “comandante John P. Zantzinger”, quien se hallaba “en Buenos Aires a bordo del Natchez cuando la rebelión tuvo lugar”. Pero Zantzinger justo recibió “la orden de partir hacia otro puerto”, Montevideo, y la cumplió de inmediato. Como los EE.UU. no tenían en Buenos Aires “ningún funcionario diplomático ni agente consular”, un tal “Mr. Daniel Gowland, de la firma estadounidense Daniel Gowland and Company”, asumió la representación de sus compatriotas residentes en la urbe porteña. “El 16 de octubre, le envió una carta al comandante Zantzinger en la que le expresaba su “profundo pesar” por el hecho de que el buque de guerra norteamericano “haya partido tan pronto”, y la “creencia de que, si el comodoro (Woolsey) hubiera estado advertido de las condiciones locales, hubiese mantenido el Natchez en el puerto”.

En el puerto oriental de Montevideo, Zantzinger se reunió con su superior Woolsey y le entregó en mano “una copia de la carta de Mr. Gowland junto con una petición firmada por mercaderes estadounidenses e ingleses, sugiriendo que su velero, el Natchez, permaneciera en Buenos Aires, al menos hasta que otro buque estadounidense arribara y lo relevara”. Woolsey estuvo de acuerdo. El 21 de octubre, el Lexington echó anclas en el puerto de Buenos Aires. Se trataba de la misma fragata que había atacado las Malvinas poco tiempo atrás.

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USS Lexington

Habiéndose interiorizado de la situación local, el comodoro Woolsey “consideró prudente tener alguien en tierra para que velara por los intereses de su gobierno, ya que en ese tiempo los Estados Unidos no estaban representados por ningún agente político”. La misión recayó en Isaac McKeever, comandante del Lexington, quien arregló de inmediato un intercambio de saludos con las autoridades argentinas. “Las condiciones en tierra permanecieron sin cambios”, fuera de algunas “esporádicas descargas de mosquetería en la ciudad”. Pero el 31 de octubre, cuando el alzamiento apostólico contra Balcarce se generalizó, Woolsey ordenó que “una partida armada desembarcara para proteger los intereses extranjeros”. A las 3 y media de la tarde, “una fuerza de 43 oficiales, marines y marineros descendió, y quedó bajo el mando directo del comandante McKeever” para lo que juzgara oportuno. Estos hombres permanecieron en tierra durante dos semanas, hasta el 15 de noviembre, “cuando habiéndose restaurado la tranquilidad” con la asunción de Viamonte, “regresaron al barco”.

Hay un cono de sombra en esta detallada narración de los hechos que nos ofrece 180 Landings: ¿el gobierno porteño habrá autorizado el desembarco de marines yanquis? Es posible, pero no seguro. Ellsworth habla de un “intercambio de saludos” con las autoridades locales, pero ese acto de cortesía o protocolo no necesariamente implica aquiescencia. La duda queda planteada, sobre todo si se tiene en cuenta que el antecedente de agresión a Puerto Soledad era bastante reciente, con el agravante de que había sido protagonizado por el mismo buque de la US Navy (la fragata Lexington).

1852: batalla de Caseros

En mayo de 1851, el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza se pronunció contra la dictadura de Rosas, que acumulaba 16 años de existencia. Aunque era federal, igual que el jefe supremo de la Confederación Argentina, Urquiza reclamaba la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay, y también la organización nacional del país sobre la base de una constitución liberal, dos puntos que el régimen rosista no tenía en su agenda política. En su rebelión, Entre Ríos fue secundada por otra provincia del Litoral perjudicada por la política económica porteñista del rosismo: Corrientes. Contó, asimismo, con el apoyo de los unitarios exiliados en Montevideo y Chile, amén del auxilio externo de la República Oriental del Uruguay y el poderoso Imperio del Brasil. Ninguna coalición antirrosista había sido tan amplia y temible como la de Urquiza. Así nació el Ejército Grande, que, durante los meses restantes del año, iría reuniendo contingentes entrerrianos, correntinos, unitarios, uruguayos y brasileños.

Desde Entre Ríos, a fines de diciembre, Urquiza cruzó el Paraná y penetró en Santa Fe, provincia que rápidamente se plegó al levantamiento y suministró tropas. Engrosado con las huestes santafesinas, el Ejército Grande inició su marcha hacia Buenos Aires en enero de 1852. Entretanto, Rosas otorgó el mando de las fuerzas bonaerenses al general Ángel Pacheco, militar experimentado y hábil estratega. Pero este, disconforme con las órdenes desacertadas o contradictorias de su jefe, sintiéndose impotente con sus intromisiones y dilaciones, optó por renunciar en vísperas del combate decisivo. Rosas asumió entonces el mando en persona, decisión fatídica, puesto que no era un oficial de carrera, y el talento que le sobraba como político y estadista no lo tenía en el arte de la guerra. En vez de abroquelarse en la ciudad de Buenos Aires para resistir el asedio, o de maniobrar en las afueras hasta poder elegir un campo de batalla favorable, se marchó a Santos Lugares y adoptó una actitud pasiva de espera. La iniciativa quedó en manos del enemigo, que sabría aprovecharla.

Finalmente, los ejércitos de Rosas y Urquiza trabaron batalla el 3 de febrero en la estancia de la familia Caseros, no lejos de la urbe porteña, hacia el oeste, donde hoy se halla la localidad de El Palomar. Superiores en número y armamento, y mejor conducidos, los aliados vencieron a los bonaerenses tras seis horas de refriegas. Concluida la batalla de Caseros, Rosas huyó a la ciudad de Buenos Aires, presentó su renuncia, le solicitó asilo político al cónsul del Reino Unido y se embarcó en la fragata británica Centaur con destino a Inglaterra, donde permanecería exiliado hasta su muerte, en 1877.

batalla de caseros 3

Acéfala, mal protegida por unos pocos batallones de milicianos desbordados, la capital se sumió en el desorden y fue presa fácil para los bandidos. Se registraron muchos saqueos, y Urquiza envió una parte de su Ejército Grande para restablecer el orden, a pedido de los comerciantes extranjeros y sus representantes. El caudillo entrerriano haría su entrada triunfal en Buenos Aires recién dos semanas después. Poco más tarde, Vicente López y Planes sería designado gobernador interino de la provincia derrotada, conforme al deseo de Urquiza, el nuevo árbitro de la política argentina.

Ellsworth refiere que, en vísperas de la batalla de Caseros, “el comodoro Isaac McKeever, en su buque insignia Congress, arribó a Montevideo”, y que allí “recibió despachos del encargado de Negocios Estadounidenses en Buenos Aires, John S. Pendleton, informándole del estado de situación en esta ciudad” situada sobre la orilla opuesta del Río de la Plata. “El comodoro sintió que su presencia” en Buenos Aires “era más urgentemente requerida, y que probablemente serían necesarios más marines si había que desembarcar para proteger los intereses de los Estados Unidos”. McKeever “ordenó a la Guardia de Marines del Congress, bajo el capitán honorario Algernon S. Taylor y el subteniente George Holmes, partir hacia Buenos Aires”, y él lo hizo también. Allí ya los esperaba otro buque de la US Navy: la balandra Jamestown.

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USS Congress

El 2 de febrero, los cuerpos diplomáticos presentes en la urbe porteña se reunieron “para evaluar formas y medios de proteger a sus connacionales”. El comodoro estadounidense fue invitado, igual que otros oficiales navales de Gran Bretaña, Francia, Piamonte-Cerdeña y Suecia. Según Ellsworth, se decidió en ese encuentro solicitar permiso al gobierno de Rosas para “desembarcar aquellas fuerzas que pudieran ser necesarias en tales circunstancias”.

Al día siguiente, “fuerzas dispersas de la caballería de Rosas comenzaron a entrar en la ciudad”, consigna el autor en su relato, “y poco después se hizo evidente que habían sido derrotadas por las fuerzas aliadas que sitiaban la urbe” en lo que se conocería como batalla de Caseros. “Una renovada alarma se sintió ahora por la seguridad de los ciudadanos extranjeros, y se demandó una respuesta inmediata a la solicitud de desembarcar tropas”. De acuerdo a Ellsworth, Rosas habría finalmente autorizado el desembarco. “El comodoro McKeever puso en servicio el vapor estadounidense Manuelita Rosas, que transportaba los marines del Congress y el Jamestown” y le ordenó “desembarcar los marines usando las barcazas de la fragata británica HBM Centaur, que habían sido prestadas […] merced a la generosidad del almirante Henderson”.

Los marines desembarcados “hicieron guardia en las residencias del encargado de Negocios Estadounidenses, del cónsul Joseph Graham y de los titulares de la firma Zimmerman, Frazier & Company, que dirigían la mayor tienda estadounidense en la ciudad”. Las tropas navales del Reino Unido y Francia hicieron lo propio. Así desplegadas, las fuerzas extranjeras serían capaces de “concentrarse en un punto determinado en un mínimo de tiempo cuando fuera requerido”.

Horas más tarde, se confirmó la derrota del ejército rosista en Caseros. De acuerdo a Ellsworth, el gobierno porteño habría solicitado a los diplomáticos de EE.UU. y Europa que intercedieran con Urquiza para conseguir “una suspensión del avance de las fuerzas aliadas conquistadoras sobre la ciudad”. Estos así lo hicieron, pero recién al otro día, cuando consiguieron reunirse con el caudillo entrerriano en Palermo. Urquiza “aceptó fácilmente retener su ejército, enviando solamente una pequeña fuerza para restaurar el orden”.

batalla de caseros 2

Esta medida preventiva se tomó un poco tarde. Para entonces, “varias tiendas habían sido asaltadas por una banda de malhechores empeñada en el saqueo de la ciudad”, consigna Ellsworth. Los bandidos, que iban montados a caballo, se toparon con “una partida marines y marineros”, que cargó y disparó contra ellos. Milagrosamente, ninguno de los salteadores resultó herido. La patrulla yanqui volvió a hacer fuego, esta vez con mayor puntería. “Cuatro de los ladrones cayeron. Dos murieron en el acto y otros dos, malheridos, murieron más tarde”. El escarmiento probó ser eficaz, puesto que “dispersó a la banda y aparentemente puso fin a los atracos en la ciudad”.

Por desgracia, no sabemos cuál era la identidad de estos bandidos, o si su accionar tenía alguna connotación política (¿una montonera tal vez?). Ellsworth nada dice al respecto.

Urquiza solicitó a EE.UU. y las otras potencias extranjeras que mantuvieran sus tropas desembarcadas hasta tanto él pudiera asegurar la vigilancia policial de las calles y restablecer el orden público en Buenos Aires. Su solicitud fue satisfecha.

McKeever quedó más que conforme con la actuación de sus subalternos. “Un gran reconocimiento se merecen nuestros gallardos marines por su contribución a la seguridad relativa a la vida y la propiedad”, expresó el comodoro. La cita que acabo de traducir figura también en 180 Landings, pág. 12.

El 7 de febrero, el representante de Washington le sugirió a Vicente López, gobernador interino de Buenos Aires, que ya había llegado el momento de embarcar a los marines. López estuvo de acuerdo. Le dijo que procediera sin apuros, tan pronto como lo juzgara oportuno. Esto sucedió cinco días después, el 12 de febrero de 1852.

1852 bis: Revolución del 11 de Septiembre

No todas las provincias argentinas aceptaron la hegemonía urquicista y su proyecto de organización nacional, basados ambos en el federalismo. La gran mayoría sí, pero Buenos Aires no. Los unitarios porteños más recalcitrantes se rebelaron contra del Acuerdo de San Nicolás, que estipulaba la convocatoria de una asamblea constituyente en Santa Fe, y también contra la ratificación de Urquiza como director provisional de la Confederación Argentina. La rebelión bonaerense comenzó el 11 de septiembre de 1852, medio año después de Caseros. Buenos Aires se separó del país, constituyéndose en un estado independiente. La secesión porteña, que desataría pronto una nueva guerra civil, habría de durar hasta la batalla de Pavón, en septiembre de 1861.

revolucion 11 de septiembre

Cuenta Ellsworth que “justo antes de esta insurrección, el comodoro McKeever arribó a Montevideo”, y que “el 3 de agosto despachó al capitán Samuel W. Downing en el Jamestown hacia Buenos Aires para observar las condiciones”. Cuando la revolución septembrina estalló, Downing y sus hombres ya estaban en la urbe porteña desde hacía días. No hubo mayores desórdenes esta vez. Así y todo, se consideró prudente apostar “una guardia de marines en el consulado estadounidense”. El 17 de septiembre, un nuevo contingente descendió del Jamestown “para protección de los intereses norteamericanos”, presumiblemente, inmuebles residenciales y comerciales.

Ellsworth omite aclarar si estos desembarcos contaron o no con autorización local. Llamativamente, esta segunda intervención yanqui de 1852 se prolongaría durante siete meses. Aunque se desconoce la fecha exacta, se cree que el reembarque de los marines recién habría ocurrido “hacia abril de 1853”.

Según otro historiador naval de los Estados Unidos, Patrick H. Roth, que investiga y escribe en la actualidad, hubo una intervención más de la US Navy en la Buenos Aires separatista enfrentada a Urquiza: “El USS Dolphin y el USS Perry desembarcaron una fuerza de infantes de marina y marineros en noviembre de 1859 a fin de proteger la aduana, cuando tropas confederadas amenazaban la ciudad. Los comentarios de la época indicaron que esos desembarcos fueron largamente bienvenidos”[v]. Roth se refiere, claro está, a los sucesos posteriores a la segunda batalla de Cepeda, cuando el ejército de Urquiza, habiendo vencido a las huestes de Mitre, sitió la urbe porteña. El pacto de San José de Flores, que estableció una precaria paz, evitó al final que las fuerzas urquicistas ocuparan la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, Ellsworth nada habla, en su 180 Landings, sobre un desembarco de marines en aquella ocasión. Roth es la única fuente que pude hallar al respecto, pero en su artículo no consigna el documento histórico de donde extrajo dicha información. Y lo que dice Roth es muy poco, casi nada (tan solo las dos oraciones citadas en este párrafo). No obstante, el dato resulta verosímil, al menos en función del contexto y los antecedentes: la expedición naval contra Paraguay de ese mismo año (enero-febrero) y los desembarcos previos en la propia Buenos Aires.

1890: Revolución del Parque

Cuando el general Julio Argentino Roca finalizó su presidencia en 1886, fue sucedido por su concuñado, Miguel Juárez Celman. Ambos dirigentes pertenecían al oligárquico Partido Autonomista Nacional (PAN), una fuerza liberal-conservadora que amañaba las elecciones, abusaba del endeudamiento externo y hacía negociados. En junio de 1890, se desató una grave crisis financiera como consecuencia de la insolvencia del gobierno y su decisión de declararse en default ante la Baring Brothers. El malestar social era profundo y extendido, no solo por la debacle económica, sino también por la pertinacia del fraude electoral y la corrupción política.

revolucion del parque

Distintos sectores civiles y militares de la oposición, que habían convergido en la Unión Cívica, se alzaron en armas el 26 de julio, en lo que se conoce como Revolución del 90 o Revolución del Parque. Aunque la sublevación fue pronto sofocada, Juárez Celman se vio obligado a renunciar, cediendo el mando al vicepresidente, Carlos Pellegrini.

De acuerdo a lo que refiere Ellsworth en 180 Landings, “un reducido destacamento de marines fue desembarcado” en el puerto de Buenos Aires por aquellos días. Procedía del vapor USS Tallapoosa, y su misión consistía en asegurar “la protección del consulado estadounidense y la residencia del ministro, John R. G. Pitkin”. El contingente “permaneció en tierra hasta el 30 de julio”, es decir, durante muy pocos días. Ignoramos si este desembarque de 1890 tuvo o no permiso de las autoridades argentinas.

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USS Tallapoosa

 

Algunos detalles adicionales aporta el historiador uruguayo Jorge Frogoni Laclau, en una breve nota de divulgación publicada en la página web Historia y Arqueología Marítima: “Hacia el fin del siglo XIX, Buenos Aires se desarrolló como una moderna ciudad. Los buques del Escuadrón del Atlántico Sur eran carenados allí y la ciudad se convirtió en un refugio favorito. Un pequeño número de infantes de marina del USS Tallapoosa fueron puestos en tierra para proteger el consulado y la residencia del ministro de los EE.UU., durante el motín naval argentino de julio de 1890”. Y agrega: “En momentos en que los sublevados de la Armada Argentina disparaban sobre Buenos Aires, las naves extranjeras surtas en el puerto, realizaron algunas maniobras tendientes a impedirlo. Ante gestiones del Cuerpo Diplomático, promovidas por el representante de Gran Bretaña, los Comandantes de los buques Beagle y Bamble ingleses, General Rivera uruguayo, Infanta Isabel español y Tallapoosa norteamericano se apersonaron al jefe de la escuadra rebelde y le advirtieron que no debía atacar una ciudad indefensa”. Frogoni Laclau señala también que “por esta acción los marinos norteamericanos recibieron una condecoración, en su país”, y cita un dato de color: “el Tallapoosa no ocupó todo su tiempo desembarcando infantes de marina: los Trovadores del Tallapoosa –un grupo de actores del buque– entretenía regularmente a la ciudad (Buenos Aires). Las recaudaciones de sus presentaciones eran donadas para obras de caridad”[vi] (sic).

Apreciaciones finales

En el primer tercio del siglo XX no hubo, al parecer, nuevos desembarcos de marines en la Argentina. Nada se menciona al respecto en 180 Landings, obra cuyo radio cronológico –recordemos– solo llega hasta 1934, su año de redacción. En lo que resta de la centuria pasada y en lo que va de este siglo, sabemos bien que tampoco hubo operaciones anfibias de la US Navy en nuestro país. Sí hubo –no descubro la pólvora– otras formas más o menos sutiles de injerencia yanqui en lo político, económico y cultural, varias de ellas con alto impacto, como las presiones diplomáticas del Palacio Bosch, la Escuela de las Américas, el capitalismo financiero y el cine de Hollywood. Pero esta historia más contemporánea del imperialismo estadounidense en Argentina es bastante conocida. Excede, por otra parte, el espacio y propósito del presente texto.

Ellsworth afirma explícitamente o pareciera da a entender –dependiendo de cada situación– que los cuatro desembarcos de marines en la Buenos Aires decimonónica fueron consentidos por las autoridades locales,[vii] pero no he podido hallar ninguna fuente argentina que lo corrobore. De hecho, no conozco ningún libro de historia argentina que registre en detalle tales sucesos, aunque podría pecar de ignorante. Estimo, no obstante, que los desembarcos probablemente hayan obtenido –como asevera o sugiere Ellsworth– un permiso del gobierno local, con antelación al hecho o con el hecho ya consumado. De lo contrario, infiero, habrían generado un gran escándalo, y no podrían haber caído tan fácilmente en el olvido como cayeron. Que su magnitud y duración fueran tan reducidas, también contribuyó, desde luego, a su invisibilidad histórica, igual que la circunstancia de que no se tratara de represalias violentas contra la Argentina o de injerencias directas en su política interna (del tipo denominado gunboat diplomacy o «diplomacia de cañonero», como los bloqueos francés y anglofrancés al Río de la Plata en 1838-40 y 1845-50, ampliamente conocidos, o las guerras bananeras de América Central y las Antillas, tristemente célebres también).

Con todo, los desembarcos de 1833, 1852-1853 y 1890 no dejan de tener cierto regusto imperialista. Subyace en ellos un sentido exagerado –o poco mesurado– de la extraterritorialidad, como siempre ha pasado con las grandes potencias. Cuesta mucho imaginar que el Tío Sam –permítaseme hacer una reducción al absurdo no exenta de ironía– tolerara algo parecido en su propia casa, por muy atendibles que fueran los argumentos de seguridad esgrimidos por sus visitantes. Si no existe reciprocidad en la extraterritorialidad, las suspicacias por imperialismo ganan entidad…

Poniéndonos en el papel de abogado del diablo, podríamos argüir que los países periféricos como la Argentina, aun cuando desearan –hipotéticamente hablando– una extraterritorialidad simétrica con las potencias y estas lo aceptaran, no hubiesen contado con la capacidad material –naval, económica, militar– de efectivizarla. Entonces, ¿cómo podríamos tener la certeza de que esa relación bilateral imperfecta debía su desequilibrio, su disparidad, a la arrogancia del más poderoso y no a la impotencia del más débil? Sin negar las propias limitaciones objetivas de Argentina, sería una ingenuidad creer que los Estados Unidos hubieran consentido una extraterritorialidad equitativa con una nación latinoamericana, absteniéndose de hacer valer su mayor poderío. La historia del mundo constituye una prueba inapelable –y el caso de EE.UU. no lo desmiente en lo más mínimo– de que las relaciones internacionales se rigen fundamentalmente por las leyes de hierro de la Realpolitik: el interés, la fuerza, etc. La incidencia de ideales éticos como la regla de oro no es nula, pero sí secundaria. Si hay una nación moderna que, en sus relaciones exteriores, ha ninguneado hasta el hartazgo el imperativo categórico kantiano del “actúa de tal modo que puedas igualmente querer que tu máxima de acción se vuelva una ley universal”, esa nación es Estados Unidos de América.

En el siglo XIX, un estado tan grande como México, el país con mayor población y PBI de Hispanoamérica, con extensas costas e importantes puertos sobre el Atlántico y el Pacífico, hubiera tenido capacidad naval de proteger sus intereses en ciudades portuarias tan cercanas como las de Texas y la Alta California –territorios que otrora fueran suyos– si los Estados Unidos se lo hubiesen permitido, por ejemplo, en ocasión de la guerra de Secesión (1861-65), que generó mucha beligerancia naval e inseguridad económica en la zona del golfo de México (los puertos del Sur confederado fueron bloqueados y bombardeados por la Armada de la Unión, en el marco de lo que se llamó Plan Anaconda). Pero sabemos que esto nunca ocurrió, y que jamás podría haber ocurrido. Como dijera Eichendorff, quod licet Iovi, non licet bovi: “lo que le está permitido a Júpiter, no le está permitido al buey”.

En fin, sea como fuere, lo que está claro es que el intervencionismo yanqui sufrido por Argentina es de una magnitud muy inferior al que sufrieron, por ej., México, Cuba, Panamá y Haití, países latinoamericanos del backyard próximo que fueron masivamente invadidos por EE.UU. en distintos momentos históricos. El contraste resulta aún mayor, desde luego, si hablamos de la Argentina del siglo XIX en particular, cuando el Tío Sam no era aún una gran potencia global ni tenía la capacidad geopolítica de aplicar el Gran Garrote en el remoto Cono Sur del continente. Durante la centuria pasada, luego de la Primera Guerra Mundial, la brecha de nuestro país con México, el Caribe y Centroamérica –en términos de vulnerabilidad frente al imperialismo estadounidense– tendió a disminuir, aunque no desapareció.

Los cuatro desembarcos de marines en la Buenos Aires decimonónica se encuadran en lo que podríamos definir como un imperialismo de baja intensidad. No hubo invasión ni agresión contra Argentina. No podemos hablar de gunboat diplomacy en sentido fuerte. Pero sí podríamos hablar de «diplomacia de cañonero» en un sentido más débil. ¿Por qué? Porque los Estados Unidos, conscientes de su superior fuerza y riqueza, percatados de su mayor poderío naval y comercial, eran proclives a abusar del principio de extraterritorialidad en sus relaciones con los países latinoamericanos, igual que Gran Bretaña y otras potencias europeas de la época. No había reciprocidad en el vínculo. Las prerrogativas o ventajas que el Tío Sam exigía, solicitaba o esperaba gozar en el exterior, no estaba dispuesto a concederlas puertas adentro, por considerarlas entreguistas, enajenaciones peligrosas y humillantes de la soberanía nacional. Su visión de la extraterritorialidad era, pues, asimétrica y prepotente. En ella, la igualdad entre naciones soberanas quedaba reducida a una mera ficción jurídica.

Ni Argentina, ni ningún otro país del «patio trasero», podían desembarcar tropas en los puertos estadounidenses invocando deberes de protección respecto a las vidas y los bienes de sus compatriotas. Era no solo inviable, sino también inconcebible. Una extraterritorialidad tan unilateral, basada en la desigualdad sin atenuantes, signada por la cruda correlación de fuerzas de la geopolítica, no hacía más que delatar la vocación hegemónica de Estados Unidos frente a América Latina. La doble vara del «haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago» dejaba al desnudo una libido dominandi imperial, aunque formalmente no hubiera un imperio, o este no se asumiera como tal ante los otros y ante sí mismo. Tampoco la antigua democracia ateniense era técnicamente un imperio, pero de hecho llegó a serlo, por más que nunca lo reconociera abiertamente (llegó a serlo después de las Guerras Médicas, al convertirse en una opulenta, poderosa y expansionista talasocracia). Al país del Tío Sam, igual que a la Atenas de Pericles, les va como anillo al dedo aquel sarcástico apotegma que Orwell incluyó en su fábula Rebelión en la granja: “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.

Incluso Sarmiento, ferviente y confeso admirador de la civilización yanqui, supo percatarse de la deriva imperialista del Manifest Destiny a lo largo del siglo XIX. En su discurso ante la Sociedad Histórica de Rhode Island, pronunciado en Providence con motivo de su afiliación a dicha institución, el intelectual y político sanjuanino advirtió: “La doctrina Monroe fue en su origen la protesta […] contra toda intervención europea, que tuviese, por objeto, como lo intentaba la Santa Alianza, la proscripción de principios de gobierno libre en la América del Sud, como habían sido proscritos en Europa después de 1815”. Inicialmente, la máxima America for Americans buscaba asegurar “la Independencia de las colonias per se independientes” y “el derecho de las colonias a emanciparse, que los Estados Unidos habían proclamado en su Declaración”.

Ahora bien, llegado a ese punto, Sarmiento le da un giro crítico a su disquisición, valiéndose de una metáfora religiosa asociada a la soteriología judeocristiana: “Pero hay siempre una secta que materializa las ideas morales y cree que el Mesías prometido es un Rey poderoso que viene a someter la tierra al pueblo que lo espera. El depositario olvidó un momento las leyes del depósito, y la doctrina Monroe perdió su santidad”, es decir, su espíritu primigenio de solidaridad emancipadora en igualdad y fraternidad.

Según Sarmiento, “Al presentarse los Estados Unidos en la escena del mundo moderno, ponían a prueba una constitución sin precedente en la historia de los gobiernos”. Su éxito se debería “precisamente a que el plan de la estructura se fundaba en las simples nociones de la justicia. Pero la posterior introducción de un viejo material, antes repudiado, cual es la dominación y absorción de pueblos y territorios por las armas, era volver atrás dos mil años, y renunciar a la iniciativa de la nueva reconstrucción de la humanidad. Era volverse europeos […] ¡Qué eclipse tras las nubes de polvo de la historia!”.

El escritor y estadista argentino remató su reflexión crítica con esta admonición: “La doctrina Monroe necesita pues ser depurada de todas las manchas que el contacto de la mano del hombre ha echado sobre su lustre”[viii]. El fantasma imperialista de la guerra del 47 contra México –donde esta república hispanoamericana fue invadida por su poderoso vecino del norte y despojada del 55% de su territorio– sobrevuela las palabras sarmientinas. Como reza el refrán, a buen entendedor, pocas palabras…

¿Cuándo dijo Sarmiento todo eso? Un 27 de octubre de 1865, poco después de que finalizara la guerra de Secesión. Faltaban bastantes años, todavía, para el Corolario Roosevelt y el paroxismo del Big Stick.

Es evidente que el Tío Sam no le hizo caso a Sarmiento. Lo que había hecho impunemente contra México (guerra, sometimiento, despojo), volvería a hacerlo una y otra vez, década tras década, en muchas otras partes del continente.

Entre las víctimas de este nuevo Leviatán del hemisferio occidental se contaría la Argentina, uno de los primeros países latinoamericanos en experimentar la dureza del Gran Garrote cuando, allá por 1831-1832, anticipándose a la invasión británica de las Malvinas, la fragata USS Lexington devastara Puerto Soledad en los confines del Atlántico Sur. Aunque desde 1890 no hubo más desembarcos de marines en Buenos Aires, el imperialismo estadounidense ha mantenido su vigencia en Argentina hasta el día de hoy, por medio de acciones menos espectaculares que una operación militar anfibia, pero altamente eficaces en su cometido o resultado, como –sin ir más lejos– la imposición de políticas macroeconómicas de ajuste, a través del mecanismo extorsivo de una deuda externa usuraria.


NOTAS

[i] Vol. 1: https://www.marines.mil/News/Publications/MCPEL/Electronic-Library-Display/Article/899805/one-hundred-eighty-landings-of-united-states-marines-1800-1934-pt-1. Vol. 2: https://www.marines.mil/News/Publications/MCPEL/Electronic-Library-Display/Article/899752/one-hundred-eighty-landings-of-united-states-marines-1800-1934-pt-2.
[ii] La traducción castellana de esta cita, y de todas las restantes, es mía.
[iii] El autor menciona, asimismo, tres desembarcos de marines en Montevideo: 1855, 1858 y 1868. Véase Ellsworth, 180 Landings, vol. 2, apartado “Uruguay”, pp. 160-163. Estas intervenciones armadas fueron breves y de escasa dimensión, y habrían respondido al solo objeto de proteger las vidas y propiedades de la diáspora estadounidense en la República Oriental, en un contexto de turbulencia político-militar.
[iv] Vid., por ej., Selser, Gregorio, Los marines: intervenciones norteamericanas en América Latina. Bs. As., Crisis, 1974; y también –del mismo autor– Cronología de las intervenciones extranjeras en América Latina. México UNAM, 2010, vols. 1 y 2. Véase, por otro lado, el artículo anónimo “Revolución de los Restauradores” en el portal digital de historia argentina Revisionistas, http://www.revisionistas.com.ar/?p=2871; como asimismo Roth, Patrick, “El intrépido espíritu del Almirante Brown y sus seguidores. La Armada y el Cuerpo de Marines de los EE.UU. y la Argentina”, en el Boletín del Centro Naval, Nº 811, Bs. As., mayo-agosto de 2005. Se trata de referencias mínimas, meras menciones sin ningún desarrollo del tema.
[v] Roth, op. cit., p. 268.
[vi] Frogoni Laclau, Jorge, “A 120 años del desembarco de marines estadounidenses en la ciudad de Colonia”. Conferencia pronunciada en 2009, transcripta en https://www.histarmar.com.ar/AcademiaUruguayaMyFl/2009/MarinesenColonia.htm
[vii] De haber sido así, estaríamos hablando de una situación –de facto o de iure– asimilable a lo que, en la jerga del derecho público internacional, se conoce como status of forces agreement o «acuerdo de estatuto de fuerzas» (SOFA, por sus siglas en inglés). No un SOFA formalizado de carácter permanente, sino un SOFA ocasional, temporario e informal, un visiting forces agreement o «acuerdo de fuerzas visitantes» (VFA). El SOFA y el VFA suelen ser ficciones jurídicas que disimulan o justifican las intervenciones militares de las potencias imperialistas en los países dependientes o periféricos. Los hechos concretos de la realidad social tienden a ser más complejos y amargos que las abstracciones teóricas de la ciencia del derecho, un saber fuertemente implicado en la ideología dominante del sistema capitalista.
[viii] Sarmiento, Domingo F., “Discurso pronunciado ante la Sociedad Histórica de Rhode Island”, Providence, 27 de octubre de 1865. Las cursivas en las citas son mías. Puede leerse una transcripción completa del discurso sarmientino en http://constitucionweb.blogspot.com/2010/09/blog-post.html.
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