Por Bautista Franco
Es falso que uno no pueda disfrutar de la deliberadamente jornada funesta del domingo.
Hace poco más de una semana fui por unos fanzines a una feria de la que me enteré por casualidad. Era en un centro cultural en la calle Maipú de la Ciudad de Mendoza, se entraba por un portón de muchos colores. La calle, en desmedro de la concurrencia a la convención, estaba en una de esas reparaciones municipales que tardan seis o siete meses, levantan todo el asfalto y un pozo de cuatro metros irrumpe en el escenario y hace desviar a los vehículos mientras llena de polvo y barro las veredas de la vecindad, y los rosales apretados contra la pared se van apagando.
Por lo que vi, el fanzine suele ser una especie de panfleto, una revista medio random. Algunos están muy mal escritos, otros sorprenden por la calidad, por la profundidad, por su arte o solo porque son simplemente extraños.
Dentro de un patio como de escuela había unos pibes leyendo, como fascinados, los pasé por un lado sin mirar y me metí donde había bulla. Dije pibes porque fue mi primera impresión, tenían como treinta y me parecieron extrañamente preformateados, con barba y anteojos, un poco rubios, capaz era el sol.
Al comienzo no parecía que hubiera mucha gente, pero a medida que uno se acerca a la puerta y pasa los primeros tablones, puede ver. En un salón grande se aglutinan, una al lado de la otra, varias decenas de mesas con manteles de colores y fanzines uno arriba del otro, apretujados y manoseados, por lo que pensé que debían ser muchas decenas de personas, humanas, buscando emocionadas.
Me crucé en una mesa con unos chicos que conocía, vendían unas revistas con tapas en papel madera y me contaron que era su primera vez. Estaban más emocionados por ver las publicaciones de otras mesas que por mostrar las suyas, las admiraban como infantes que miran el camión grande de plásticos rojos en la góndola del supermercado. Vi en varias caras ese brillo atento en el blanco de los ojos, apenas pestañeando por la emoción, y me sentí desgraciado por sentirme desdeñoso o ignorante, tal vez ambas.
Me crucé a un tipo que había visto en una charla sobre fanzines en la Feria del Libro hace como un año y le pedí si tenía algún material que me ayudara a comprender un poco qué era todo eso. «Nazareno» me dijo que se llamaba, también me dijo que antes, al comienzo de todo, hacían esa feria en una casa, que eran apenas diez con suerte. Me pidió mi mail y lo anotó en una esquina del cuaderno que llevaba. Después se fue corriendo porque estaba metido hasta el cuello en la organización del evento.
Yo me imaginé esa casa del comienzo como una de esas viejas, grandes, altas, de adobe, que tienen un patio grande al fondo, con escasa luz, unas plantas de hojas verde oscuro y paredes frías. Me imaginé en esa casa entrando por el portal alto de puertas a dos aguas y miré las revistas arriba de las mesas, fotocopiadas y con rayones punk en la tapa ininteligible. Me agradó.
En la calle Maipú estiré toda la tarde el cuello por arriba de las cabezas de las señoras que leían todos los fanzines sin comprar ni uno, y sin dejarme pasar a mirar y comprar los que por derecho de masa me correspondían. Al final,después de hablar mucho con personas desconocidas, compré unos cuantos, sin criterio sincero.
Me pregunté por qué razón alguien imprimiría sus fanzines y por qué eran tantos. Pensé que la pandemia podría haber incrementado el deseo analógico de las personas, que la inmediatez humana del papel proporcionaba una ruptura del deseo de contacto, algún contacto.
Pensé que habría muchos postmodernos e individualistas y me equivoqué un poco, se impuso generalmente el interés artístico, la realización casera, la particularidad fáctica de lo que se hace. Dominaba el ambiente la belleza de la interacción social, el olor a papel, los textos que nunca había leído en mi vida, los rayones, las historias de las personas, la expresión de unos cuantos que encuentran divertido e interesante plasmar sus cosas, sus historias, sus relatos, sus insultos que no caben en las redes sociales ni en las revistas digitales, ni en los secretos. Se imponía la necesidad de hablar, de intercambiar números, de contar cómo fue el proceso de armar la revistita y cómo eso curó el alma un poquito después de tanta violencia, en un mundo donde hablar con la voz de uno, mirar con los ojos de uno, decir con la boca de uno, está prohibido, y decir solo se puede decir con las palabras del discurso de lo hegemónico, hasta para ser rebelde.
Luego me fui. Me fui a mi casa a ver si yo también podía hacer un fanzine con mis cosas, mis textos, mis poemas abarrotados de dolor, mis descripciones de la plaza y el techo de mi departamento, mis insultos guardados, mis verdades. Envidiaba el contacto, la excusa, el discurso chocando con la realidad, el verso en birome, la cercanía, el papel.
Ojalá la próxima Fanzifiera me encuentre con algo para compartir. Porque al final es lo que uno quiere, con o sin fanzine.