Por Rúkleman Soto
Hay de 24 a 48 horas agónicas durante el padecimiento del coronavirus, o eso fue lo que me ocurrió a mí, al menos. Los primeros cinco o seis días se parecen a un catarro rompehuesos y la última semana es una especie de tortura comparable a un ataque masivo de ácido úrico, con la certeza de que no está en juego la vida. En cambio, el oscuro precipicio entre esos dos momentos es, en su sentido más radical, un combate contra la acuciante sensación de la muerte, por eso la lucha: el agón.
Durante ese fragmento de tiempo eternizado en el mero centro de la crisis, uno queda inhabilitado para jugarle quiquirigüiqui a la existencia. En ese estado, lo que ocupa cada respiro, cada parpadeo y cada pensamiento es aquello que en última instancia nos interesa por sobre todo lo demás, sin importar qué tan sublime, cotidiano, ruin o ridículo pueda resultar.
La verdad es que mi alma no dio la más mínima señal de algo épico o trascendente en ese umbral donde se siente tan cerca el helado resuello de la pelona. Solo pensé en mis carajitos (hijos, nietos, sobrinos) mientras me lamentaba (ridículamente) por todos los putos libros que dejaría de leer. Confieso que esto último, lejos de enorgullecerme, me produce algo de vergüenza.
Es normal y hasta loable que uno piense en los hijos en ese trance, pero lo otro ni siquiera es chistoso. ¿Por qué? Supongo que frente -o más bien detrás- de esa prestigiosa estructura institucional del libro, se encuentra una suerte de minoría social que son los lectores.
Fuera del submundo del libro, los lectores producen incomodidad, fastidio y quizás un poco de miedo, y lo saben. Cuando mi hija fue premiada en su adolescencia por la Organización de Estados Iberoaméricanos, en un concurso de lectores, por dos años consecutivos, me impidió hacerlo público. El epicentro de esa prohibición era nada menos que en el liceo donde ella hacía el bachillerato, ahí nadie debía enterarse. ¿La razón? El bullying.
En su celebrado ensayo «El infinito en un junco», Irene Vallejo describe prolijamente las tribulaciones y maltratos que le tocó vivir desde la infancia debido a su avidez lectora. No por mera chanza, el pasado 2 de abril, durante un conversatorio en la UNAM, la escritora española propuso con suave ironía el DÍA DEL ORGULLO LECTOR.
Hay un mundo de lectores, ¿quién puede dudarlo? Pero ni siquiera es el Tercer Mundo. Andar exhibiendo la presuntuosa denominación “sociedad del conocimiento” puede significar muchas cosas menos una utópica Sociedad de Lectores.
Una reseña de Juan Mattio, con el revelador título «El lector como misterio», fue publicada esta semana por el sitio www.eternacadencia.com, donde comenta el libro «Ejemplares únicos», del escritor y librero Patricio Rago. Allí leo que «una sociedad de lectores es una de las utopías más hermosas y más necesarias de las que disponemos». El libro en cuestión trata sobre “un bestiario de personas que buscan, a veces persiguen con desesperación, libros y lecturas”.
Especímenes como estos no abundan, son bichos raros, ejemplares únicos, sí, que se deslizan en las sombras de bibliotecas, librerías y remates de libros como una “red invisible”, mientras un autor-librero sigue sus huellas de modo sigiloso en una pesquisa fantástica y al parecer lunática. Habrá que leerlo.
Sin importar en qué reino, especie o familia de esa taxonomía utópica terminen, los lectores, confesos o no, son agonistas en busca de libros agónicos, lumbrales (de allí umbral y lumbre), sin más orgullo que el de ser cazadores febriles de textos peligrosos, que queman, que estallan en las manos como niples, libros en lucha. Esos son los que urge leer, porque son demasiados, porque la pandemia no ha terminado, porque el Covid repite y porque leer es una de las dos cosas que más importan en la vida.