Por Federico Mare
Historiador y ensayista
—El día que ya no quiera tomar sol, tendremos la certeza de que ya no quiere vivir más –sentencié con un nudo en la garganta, y Gaby me dio la razón con su silencio resignado, su tristeza muda, su impotencia inefable.
Ese día fue el viernes 22 de abril de 2022 en nuestro calendario gregoriano. Falleció Panzer, uno de nuestros gatos que atravesaban la senectud. Fue por eutanasia, en la camilla de una guardia veterinaria, luego de que Gaby y yo venciéramos las últimas reticencias de nuestro apego humano, demasiado humano.
Una insuficiencia renal muy severa le venía sustrayendo la vida desde hacía meses. Un lento robo de hormiga desde el más allá, por encargo de la Parca. El cuadro era irreversible. No tenía sentido prolongar su agonía y sufrimiento, a no ser que nos estancáramos en la negación de nuestra cobardía o egoísmo.
Se volvió inapetente. Ya no comía por propia iniciativa. Debíamos alimentarlo con una jeringa, algo que él cada vez soportaba menos. Era piel y hueso, un testimonio vivo del memento mori. Agua bebía a duras penas, y ayer por la tarde ya no quiso beber más. Tampoco podía caminar, ni sostenerse en pie. Darle comida y agua con jeringa era ya una tortura para él («encarnizamiento terapéutico» le dicen en bioética, sin eufemismos).
Panzer luchó y luchó contra el asedio implacable de la muerte. Resistió con la tenacidad de un guerrero numantino. Pero la muerte siempre gana, a la corta o a la larga. Ella es impersonal, absurda y ciega. No puede conmoverse ni apiadarse ante un heroísmo que no comprende, una épica que ni siquiera puede percibir.
Les contaba que Panzer resistió con la tenacidad de un guerrero numantino. O quizás sea mejor decir que lo hizo con la tenacidad de un tanque de guerra, haciendo honor al nombre que le pusimos hace quince años, cuando era un cachorrito huérfano que se nos antojaba más robusto que sus tres hermanitos, y que solía empujarnos los pies tozudamente con su cabecita para que nos agacháramos y lo alzáramos en brazos, o le diéramos caricias.
—Es un tanquecito –comenté–. ¿Por qué no lo llamamos Panzer?
Sí, Panzer, como los legendarios blindados alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Pero se sabe: el amor es propenso a los diminutivos, así que se terminó llamando Panzerito. Acaso fue también un modo culposo de exorcizar cualquier malentendido ideológico. ¡Que a nadie se le ocurriera dudar que nuestra familia es de izquierda, pacifista y antifascista!
Demandaba atención y cariño las 24 horas del día. Todo mimo o zalamería dirigidos a sus viejos hermanos Flaco y Grisín, o a su joven congénere Morgana, por muy discretos que fuesen, le celaban. Raudamente se nos acercaba en señal de protesta y reclamo, buscando acaparar las demostraciones humanas de afecto. O desde lejos nos miraba fijamente con ojos victimistas de Bastet, de divinidad egipcia gatuna ofendida pero orgullosamente digna en su desdicha, clavándonos en el corazón la estaca del remordimiento, su táctica infalible de conquista napoleónica.
Dormía siempre en nuestra cama, acurrucado a sus hermanos; o sobre las almohadas, entre medio de nuestras cabezas; o bajo las sábanas y frazadas, si el invierno se ponía inclemente; o arriba de nuestros tórax, en la pose sedente, serena y solemne de un buda que cree haber alcanzado el nirvana. Pensándolo bien, no era nuestra cama. Era suya, y nos la prestaba para que le hiciéramos compañía.
Cuando los días eran fríos o templados y el cielo estaba despejado, nada le gustaba tanto a nuestro Panzerito como salir al patio o a la ventana de la calle, y quedarse reposando un rato bajo los tibios rayos del sol. De él aprendí –más incluso que del mismísimo Diógenes, el filósofo cínico– que el secreto de la felicidad no radica en los grandes lujos artificiales, sino en los placeres naturales más sencillos de la cotidianeidad. Tuve muchos gatos con «heliotropismo» en mi vida, muchos felinos con hábitos de girasol. Pero ninguno tanto como Panzerito.
Me reconforta imaginarlo como un Ícaro sin mala suerte. Un Ícaro que remonta vuelo hacia el sol, y que logra finalmente llegar al sol. Un gato heliotrópico en la tierra y en el cielo. Un felino-girasol en la vida y en la muerte.