Ciento cincuenta pesos

Por Bautista Franco

La fantasía de que me atropellen y morir, sin más, en las calles de la impetuosa Ciudad de Mendoza un jueves por la mañana es casi siempre probable. Tampoco es que sea una metrópolis loca, es más bien un asentamiento concurrido, vivo.

Soy, sobre todo, un caminante de las nueve cuadras que recorro diariamente para llegar al local donde digo que escribo. Esa, más que cualquier otra cosa, es la actividad física que hace que no muera de desidia. 

Finalmente, por inteligencia o procrastinación, casi siempre termino yendo de café en café hablando, solucionando, de palabra, como el empacho, cosas del mundo. Pocas veces llego al local.

―¿Medias, primo? ―un callejero se acerca buscando clientes sobre las veredas y lo evado, lo esquivo, lo rechazo con la cabeza. 

Los callejeros son tantos como lo es la gente que camina con múltiples destinos, como los comerciantes, como los autos que se aglomeran en la calle uno tras otro en filas zigzagueantes, vibrantes, tendenciosas, azules… ruidosas vías de bocinas y puteadas desordenadas, complejas. 

En las mañanas la plaza Independencia es un mundo. El cruce de la esquina es un peligro por el pecado constante, al que me abalanzo al leer mientras camino. Aumento significativamente mis probabilidades de muerte, como buscando.

Leo, escribo, camino. 

La plaza es una fiesta de gente que vende y compra cosas, de turistas regalados, víctimas probables de algún artesano desalmado o de un vendedor de viajes truchos, y de niños con sus padres buscando los juegos al otro lado, con esperanza, con ojos brillantes.

Algunos linyeras están levantando sus camas improvisadas y arrastran sus cosas a un lado, mirando cómo algunos pocos días a la semana pasan los diputados en su plena humildad. Es que frente a la plaza principal está la Cámara de Diputados de la provincia, que no es mucho pero es lo que hay. Y frente a esta Cámara vuelve a estar la plaza, pero frente a la  plaza hay un café que me gusta porque el cortado es bueno y las facturas se entregan calientes en la mesa.

Ahí yo miro desde mi escondite ese escenario conocido, donde participan las personas que viven en tiempo real algo parecido a una gran obra teatral, y gozo, porque en su caos de vida, en sus relaciones humanas, caminan, venden, aman y sufren entre el paseo peatonal, la calle, la Cámara de Diputados. En el café que tomo con otros desconocidos, apenas separados por una mesa, hay un placer, quizás, para el  que puede mirar y disfrutar del circo surrealista, de la novela de suspenso, de la  trama bovarista de la vida. También puede no mirarse, pero yo así miro, anoto y luego escribo. 

Disfruto, en la comodidad circunstancial de mis condiciones, ser un espectador pasivo de la existencia humana. Sin juicios, sin complejidades, como una novela para pasar el rato, me sumerjo en los pensamientos tontos de la mañana, olvido que llego tarde una vez más a mis responsabilidades, pienso en nada, me preocupo por la estética y la política, y otra vez la estética, totalmente inconsciente como un adolescente desquiciado por el escaso, mínimo, relajado precio de ciento cincuenta pesos, que es lo que me sale el café. 

Pienso, miro, anoto mientras los vendedores de medias me acosan, mientras los diputados miran de lejos antes de entrar a sus despachos, y los niños corren a los toboganes, y los turistas son acechados. Pienso en René Robert, el fotógrafo francés que murió de hipotermia a sus 84 años, después de haber tropezado en la calle, cerca de la Plaza de la República en París, donde estuvo varias horas sin ayuda de los transeúntes, que solo miraban. Al final, una mujer que no iba a ningún café se tropezó y llamó a Emergencias demasiado tarde. Acá hace calor, pero en Francia hace frío, un frío tan grande…

Pienso, miro, anoto las mañanas que me despabilan por ciento cincuenta pesos junto a un cúmulo homogéneo de extraños. Pienso que no debería mirar como miran los franceses, me preocupo y pienso en mi trabajo, que básicamente consiste en mirar, pensar, anotar, hablar, escribir, y quiero enterar al mundo, enterarme, de los bomberos solitarios de El Bolsón, de los niños del Chocó, de las mujeres de Juárez, de la gente sin trabajo, del hambre, de los políticos, de los que trabajan de vender medias, del mozo que trajo el café, de mí mismo, que miro y temo, por sobre todo, ser víctima, al igual que René, del pecado de mirar y enseñar historias como un goce, como unos completos sádicos, desquiciados, psicópatas, voyeristas de la vida, de la desgracia ajena. 

Temo, por sobre todo, que ahora, en este momento, solo estemos leyendo.

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