Por Mariano Dubin
Dicen que nuestro destino plebeyo (y bananero con voz de un Gardel arruinado a las 7 de la mañana en un bulo abandonado, amurado y sin un mango) lo definió de una vez y para siempre la osadía de asumir como nuestro “libro nacional” el Martín Fierro y no algún otro que trate un tema mayor con una escritura más pulcra, más intencionada, más atenta a los debates estilísticos europeos.
No me sorprende, entonces, que desde el mainstream intelectual porteño (nuestra ilustración de cabotaje desde los hermanos Varela) se haya leído una y otra vez este poema nacional a partir de retoricismos, vaciando al poema de su violencia política y actualidad social y, antes que nada, de su gran apuesta poética: poner en el centro del canon a la voz de los campanas de palo.
A la gente bien, en realidad, le da un poco de asquito que este poema lo protagonice un negro. Y negro argento, con todas sus contradicciones, no uno idealizado tipo Macunaima en un vuelo surrealista de papagayo o uno que toque el tambor en La Habana en una fiesta con artistas europeos hablando de toda la fatiga de su compromiso social. Jode que lo protagonice el negro que te golpea la ventana para pedirte una moneda o el que te revienta de caño porque está repasado. Ya lo dijo el abuelo bueno de todos estos porteños al leer el Martín Fierro, Don Bartolomé Mitre. Ya a él le había quedado, en su alma bella, la amargura por un libro lleno de resentimiento social.
La tarea intelectual es mejorar este libro populachero, mal escrito y lleno de valores vulgares. Leerlo tapándose la nariz. Y esa es la tarea de las lecturas posmodernas y liberales, que te llevan en un frasco de vidrio, en un bar de Palermo, la experiencia ajena de los asesinados, las violadas, todos esos pobres mutilados que combinan tan bien con la última moda literaria. “Épater le bourgeois” al mismo burgués que te paga la cuenta.
Pero hay más: en general estos escritores del mainstream intelectual dicen que hacen una reversión que “escapa” al “sentido común” con que se ha leído o escrito el poema. Pero, de hecho, reponen otro sentido común más patético y previsible: el de la clase media profesional progresista que moraliza a los pobres y que mejora (ellos creen) con retoricismos baratos la lengua popular.
Dicho esto, y despachándome de esa posibilidad de revisión cool al Fierro, lo voy a leer como siempre se leyó: como un libro político. O para decirlo como Atahualpa Yupanqui en “El payador perseguido” y bien cantado por Jorge Cafrune:
Con permiso via a dentrar
aunque no soy convidao,
pero en mi pago, un asao
no es de naides y es de todos.
Yo via cantar a mi modo
después que haiga churrasquiao
“El payador perseguido” arranca poniendo en el fogón el canto más perdurable de la gauchesca:
Dende que todos cantan
yo también quiero cantar
El Martín Fierro es esa voz compartida de fogón.
Mi trabajo docente todoterreno me mostró que no hay mejor libro para pelar el facón –para que salga por donde corte, como decía Jauretche– y hablar de las cosas fieras del destino criollo que este poema. Todos los lugares donde trabajé: escuelas, cárceles, centros de jubilados, institutos de menores, bibliotecas populares, talleres, fábricas, iglesias evangélicas, radios de barrio. En todas tengo algo del Fierro para contar, que propició narrar la historia de un gaucho perseguido. Una y otra vez encontré a este Martín Fierro huyendo de la partida en nuevas huellas: colgado del estribo del tren, apareciendo muerto en un arroyo podrido de nuestros arrabales, en un piquete con otro nombre, tiroteado por confusión en un boliche oscuro de cualquier lugar, madrugando antes de que haya una puta luz para ver si picaba un mango. Tampoco olvidaré a un viejo engayolado que me intimó: “Yo también maté a un moreno, pero volví a enterrarlo, me apareció en un sueño y me dijo que eso de matar y huir no era cosa de hombres”.
Nunca tuve tanta certeza de que el libro estaba vivo, de que tenía mucho para ser cantado todavía, porque el libro era el cuero con rebencazos que uno paga por vivir en estas tierras, como un día del año 2014 mientras preparaba una clase del Martín Fierro y en esas lecturas cruzadas (libros, internet, wasap, diarios) leí de casualidad una frase de la hermana de Luciano Arruga, Vanesa Orieta. Tenía el libro abierto de un lado y el titular del otro donde ella decía con rabia criolla: «Quiero que recuerden a mi hermano como un negro, villero, argentino que se negó a robar para la Policía».
Me dije: el Martín Fierro está vivo si se lo arranca a la tradición que conmemora más que a Fierro, a la partida que lo persigue para matarlo. Pero también dije: es arrancarlo de su uso sin facón, sin sangre, sin malones, sin guerra, sin muerte, sin violencia. Un Fierro que se consume sin poner el cuerpo, sin sentir el cuello del mapuche desangrar en la muerte de Nahuel y en la muerte de Maldonado, sin sentir las estacas que estaquean a los soldados de Malvinas, sin sentir en esa tierra que se roba a muerte y violación la riqueza actual de los Braun, de los Blanco Villegas y los Bullrich en sus countries y estancias.
Martín Fierro es Arruga. Y Arruga es Fierro.
Fierro seguía huyendo de la partida.
Entonces encontré el comienzo de la clase que iba a dictar: “Quiero que recuerden a Fierro como un negro, villero, argentino que se negó a robar para la Policía”. Y no había nada de exagerado, nada de forzar el poema a decir otra cosa. Ninguna impostura: ¿o la historia de Martín Fierro obligado a trabajar la hacienda de la Comandancia no es la historia de Luciano Arruga obligado por la Policía a salir a robar para ellos? Que Fierro termine como desertor y Arruga tirado en un baldío muestra dónde pesa la ley:
Para él son los calabozos,
para él las duras prisiones
en su boca no hay razones
aunque la razón le sobre.
Que son campanas de palo
las razones de los pobres
Pero aún más. Fierro era negro, es decir, lo que decimos “negro” acá en el Río de La Plata: mestizo, criollo, no blanco. Gaucho. Lo que hoy decimos, en un vocablo quechua, guacho. Sin padres, rodando en la vida como se puede. Sobreviviendo como se puede. Cantando como se puede. Muriendo y matando, como se puede. Era, claro, villero: vivía en las afueras del orden social, perseguido, estigmatizado. Durmiendo donde se pueda porque “su casa es el pajonal”. Es, además y sobre todo, argentino. Pero fuera de todo nacionalismo berreta. Porque el poema pone en el centro uno de los grandes debates políticos e ideológicos: quiénes son los argentinos. Si Lugones dijo el Payador, los hijos patricios de los conquistadores, la raza pura sin indio; Yupanqui, en sextinas hernandianas, le contestó «payador pero perseguido». O como grita Fierro:
Si eso es servir al Gobierno,
A mí no me gusta el cómo
Y por último, tanto Fierro como Arruga se negaron a robar para el poder. Fierro se convirtió en desertor porque le hacían robar tierras para engordar a los explotadores. Matar indios, robar bienes, usurpar tierras:
Nos mandaba el Coronel
A trabajar en sus chacras
La diferencia es el nivel de acumulación capitalista: ya no hay frontera para escapar. No hay flete para montarse e ir más allá. Y entonces el desertor Fierro muere y es tirado como un perro en una morgue cualquiera.
Por eso, mi primer contrapunto para arrancar a bordonear del Martín Fierro: recordémoslo como un negro, villero, argentino que se negó a robar para la Policía.
