Las ruinas de Roma y el arte de Piranesi

Por Federico Mare
Historiador y ensayista

Todo pasa. Sólo el verdadero arte es eterno
Théophile Gautier

Las plantas y los animales no tienen conciencia del tiempo y su sigilosa omnipotencia destructora. No saben que envejecerán y morirán. Las personas sí lo sabemos. El memento senescere y el memento mori son ínsitos a nuestra condición humana. Pero, ¿qué hacer con la decadencia? ¿Sufrirla o gozarla? ¿Resignarse a ella mediante el olvido, o resistirla a través de la memoria?

Se ha escrito mucho acerca del pathos decadentista en el arte. A veces con originalidad y lucidez, otras sin ellas. En Occidente, el cenit de esta forma peculiar de sensibilidad estética se alcanzó durante el Sturm und Drang y el romanticismo, con sus artistas melancólicos y nostálgicos, fascinados por las ruinas: escritores como Lord Byron, pintores como Caspar David Friedrich…

Acaso haya sido un chileno, Alfonso Iommi, estudioso del Renacimiento, quien mejor ha captado la esencia del decadentismo. En un pasaje de su ensayo La orden infeliz (2015), aseveró: «La prolongación de una existencia más allá de su ciclo natural, la conservación de un hilo de continuidad con el origen más allá de transformaciones impredecibles, o más bien la sombra larga plagada de interrupciones hacia un pasado del que ningún vivo tiene memoria, es la causa del entusiasmo y de la fatalidad del anticuario: le maravilla la persistencia de las cosas cuando transgreden el límite natural de sus propias vidas; pero, al mismo tiempo, adora los finales y las muertes, para regocijarse en sus supervivencias a menudo ilusorias». Retengamos esta idea en nuestras mentes. Volveremos sobre ella a su debido tiempo.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los jóvenes de las élites ilustradas de Occidente solían realizar un largo viaje «iniciático» por Italia. Querían admirar al fin, con sus propios ojos, luego de varios años de una educación clasicista altamente estimulante pero puramente libresca, los grandes monumentos arquitectónicos de la Antigüedad y del Renacimiento, así como sus pinturas y esculturas más sobresalientes. El Grand Tour, que por cierto no excluía intereses culturales más contemporáneos y pintoresquistas, no se limitaba, por lo general, a las tierras itálicas. Solía iniciarse con un paso por la Francia de las Luces (muy especialmente París), y continuar con un recorrido por los Alpes suizos. Luego, sí, venía la Italia largamente soñada. Primero, las ciudades del norte: Turín, Milán, tal vez Padua y Boloña, o Rávena, o Verona; y por supuesto, la Serenissima Repubblica di San Marco, la Venecia de Casanova, libre aún de todo yugo extranjero. Después, el periplo obligado por la Toscana histórica, cuna del arte renacentista: Florencia, Pisa, Siena, Lucca. Y posteriormente, una visita al corazón de Italia, Roma, clímax de un itinerario que pronto acababa más al sur, en Nápoles, meca de la música y la ópera, desde cuyo puerto se iniciaba la travesía de regreso, no sin antes delectarse con las antiquísimas ruinas de Herculano y Pompeya.

Pero detengámonos en la urbe milenaria a orillas del Tíber, la mítica ciudad de las Siete Colinas. Otrora Caput Mundi o «Capital del Mundo» (recuperando el viejo adagio imperialista del poeta Lucano), para entonces era apenas la cabecera de los declinantes Estados Pontificios, el reino temporal que los papas seguían poseyendo en el Lacio y otras comarcas de la Italia central, y que retendrán (con crecientes dificultades políticas y pérdidas territoriales) hasta el 20 de septiembre de 1870, fecha culminante de la unificación italiana o Risorgimento.

puerto ripa grande piranesi

Los edificios majestuosos de la vieja Roma republicana e imperial (foros, templos, anfiteatros, pórticos, arcos de triunfo, termas, fuentes, acueductos, puentes, mansiones, mausoleos, etc.), ya no eran los de antaño. Se hallaban, a la sazón, en estado decrépito, cuando no literalmente en ruinas. Construcciones grandiosas de piedra en avanzado proceso de deterioro, erosionadas por los vientos y las lluvias, cubiertas de moho y vegetación, ennegrecidas por los incendios (accidentales y vandálicos), saqueadas, infestadas de intrusos y alimañas, a medio derruir o reducidas por completo a escombros, refaccionadas y reutilizadas para fines vulgares o impropios que hubiesen escandalizado a los antiguos romanos… Nunca más pertinente la mentada sentencia latina de Virgilio: fugit irreparabile tempus, «el tiempo huye irreparablemente». Siempre. Incluso para la legendaria ciudad de los Gracos y los Césares. A veces con parsimonia, casi imperceptiblemente, y otras con la espectacularidad del vértigo y la violencia. Pero en ambos casos con efectos devastadores.

Para los jóvenes visitantes extranjeros (británicos, franceses, alemanes, holandeses, escandinavos, rusos, angloamericanos, españoles peninsulares y criollos, etc.), henchidos de expectativas y entusiasmo, el contraste entre un pasado glorioso y un presente mortecino, entre la rememoración erudita idealizante y la cruda inmediatez del paisaje, no podía ser más agudo y decepcionante. No había en ello, sin embargo, ninguna sorpresa: se sabía de antemano que el tiempo había hecho su faena, y que el daño resultante no tenía remedio.

Uno de aquellos visitantes fue Sir Edward E. Gibbon. En su monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (seis vols., 1776-88), obra esencial del humanismo ilustrado dieciochesco, el historiador inglés reflexionaría: «El arte del hombre es capaz de construir monumentos más permanentes que el estrecho lapso de su existencia; sin embargo, esos monumentos, como él mismo, son perecederos y frágiles; y en los ilimitados anales del tiempo, su vida y sus obras deben ser igualmente medidos como un momento fugaz».

Pero lo que la razón sabe comprender, el corazón se resiste a aceptar. ¿Acaso la Roma de Minerva, vencida por Saturno, merece el sobrenombre de Ciudad Eterna? ¿Tanta magnificencia ayer, para tanta evanescencia hoy? De la euforia se pasaba así a la perplejidad, de la perplejidad a la desilusión, y de la desilusión a los lamentos del ubi sunt (otro de los grandes tópicos literarios de la latinidad clásica, correlato del tempus fugit).

Esta ligazón entre Roma y la literatura del ubi sunt de ningún modo es una invención del siglo XVIII. Las centurias anteriores ya la conocían. Pero hacer un inventario de todos los precedentes sería tedioso. Baste con citar uno barroco, de especial valor: Francisco de Quevedo y su Parnaso español, de 1648.

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son, las que ostentó murallas,
y, tumba de sí propio, el Aventino.

Yace, donde reinaba, el Palatino;
y limadas por el tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura!

Puede que haya justicia en la decadencia, parcialmente al menos, o en ciertos casos. ¿No fue la antigua Roma, sin ir más lejos, un Estado porfiadamente belicoso y expansionista, atrapado por la desmesura de la hegemonía imperial, opresor de pueblos y esclavista a ultranza? ¿No se divertía, acaso, con sangrientos y sádicos espectáculos de circo? ¿No persiguió encarnizadamente a judíos y cristianos? Pero, nobleza obliga, en el otro platillo de la balanza hay que sopesar sus virtudes, que no son pocas: su idioma, su poesía y oratoria, su ciencia jurídica e instituciones republicanas (aun con bemoles), su historiografía, también su medicina e ingeniería civil; y desde luego (imposible olvidarlo), su arquitectura y urbanismo. De modo que siempre hay algo de injusticia, poca o mucha, en la decadencia de una civilización. También hay belleza en ella, cual tesoro escondido y olvidado hace largo tiempo. Esa belleza recóndita y enigmática, rara pero sublime, está a la espera de que un artista de especial sensibilidad e inventiva la descubra y plasme, perciba y exprese.

La Roma decadente del Settecento tuvo un decadentista genial: Giovanni Battista Piranesi (1720-1778), veneciano de nacimiento pero romano por adopción, humanista inquieto, arquitecto y arqueólogo, cartógrafo, anticuario e historiador del arte, diseñador de mobiliario, dibujante talentosísimo e infatigable, filorromanista apasionado, artista visionario. Las ruinas romanas eran para él parlanti ruine, «ruinas parlantes», ruinas que hablan. Supo escucharlas, entenderlas y amarlas. Y contar con imágenes todo lo que le susurraban.

Sus célebres Vedute di Roma y Antichità Romane, extensísimas series de estampas al aguafuerte consagradas a los monumentos y vestigios arquitectónicos de la Ciudad Eterna, retratan magistralmente la beldad melancólica (absurda y a la vez inefable) de su grandeza en declive, de su gloria envejecida y desgastada por el decurso de las centurias. Con todo el rigor técnico-descriptivo del neoclasicismo tan en boga por aquellos años, pero, a la vez, con una vivacidad dramática que se anticipa al romanticismo, los grabados de Piranesi, en lugar de recrear la perdida perfección original de los edificios romanos, exhiben con indisimulable regodeo su presente situación de vetustez y decrepitud, transmutando los estragos salvajes del tiempo en refinados objetos de goce estético.

En vistas a ello, el grabador italiano no vacila en apartarse de la estética neoclásica, valiéndose de recursos estilísticos típicamente barrocos. Apela una y otra vez al claroscuro, prescinde de la simetría, elige perspectivas heterodoxas (la oblicua, sobre todo), vigoriza y embrutece los elementos naturales del paisaje monumental, y hasta se atreve ocasionalmente a incluir en sus representaciones detalles pintorescos y costumbristas rayanos en lo grotesco.

No vaya a creerse que la procedencia veneciana de Piranesi es un dato irrelevante. En la Ciudad de los Canales, durante sus años juveniles de estudiante, tuvo oportunidad de familiarizarse con el vedutismo, género pictórico que había hecho del paisajismo urbano, las grandes vistas panorámicas (vedute) y la minuciosidad descriptiva, su sello de distinción. Los caprichos (capricci), notable derivación del vedutismo veneciano hacia una imaginación fantástica de tintes prerrománticos, también dejó una huella profunda en su subjetividad, tal como habrían de revelarlo algún día sus alucinantes Carceri d’invenzione, o bien, sus exuberantes Grotteschi.

Su filorromanismo era cosa seria. Se enfrascó en acalorados debates con Winckelmann y otros sabios filohelenistas de su época, defendiendo con notable erudición y lucidez (aunque no poca vehemencia) la tesis de que la arquitectura latina superaba a la griega. Llegó incluso a sostener una posición tan controvertida como la de que sus orígenes no debían ser buscados en la Hélade, sino en la civilización etrusca. Su libro Della magnificenza ed architettura de’romani, publicado en 1761, es un hito en la historia y teoría de la arquitectura.

Se dice que Piranesi, en su lecho de muerte, habría apartado la biblia que le tendiera un amigo para aferrar contra su pecho un volumen de la Historia de Roma de Tito Livio, al tiempo que murmuraba non ho fede che in questo, «sólo tengo fe en esto». Auténtica o apócrifa, la anécdota permite figurarnos cuán proverbial llegó a ser, entre los hombres y mujeres del siglo XVIII, el fervor del artista veneciano por la historia antigua de su patria adoptiva.

Paradójicamente, con su arte decadentista, con sus aguafuertes de fama imperecedera, Piranesi hizo de Roma, su amada Roma, la mítica Roma de los humanistas, una vez más, la Urbs Æterna que osa desafiar, orgullosa de su legado civilizatorio, el suceder de los siglos y el devenir de las edades. Capturar la belleza agonal de la decadencia (la épica de una grandeza humana empeñada en una lucha numantina contra el olvido), y transmitirla a la posteridad, aplazando sine die el triunfo inexorable del tiempo, representa un noble acto de justicia poética; un noble acto que la conciencia existencialista, merced a la sabiduría de su filosofía, bien puede rescatar y aquilatar. La vida pasa rápido, la obra permanece. La muerte llega pronto, el arte la trasciende. Creando belleza, algo de nosotros (quizás lo mejor de nosotros) sobrevive a la cita fatal con la Parca. Trascendencia frágil e imperfecta, sin duda. Pero nuestra. Y por eso más valiosa.

A Piranesi le cabe, pues, el mérito de haber intentado contrarrestar el pesimismo ontológico del tiempo con el optimismo estético de la memoria. Quiso testimoniar la decadencia de Roma para salvar la eternidad de Roma. Notable paradoja.

Sus estampas, con su peculiar paisajismo neoclásico de reminiscencias barrocas y anticipaciones románticas, dan cuenta acabada de que logró su cometido. No en vano, quienes visitaban la Roma dieciochesca acostumbraban llevarse consigo, a modo de souvenirs, libros y láminas sueltas con reproducciones de las Vedute di Roma o de las Antichità Romane: el Coliseo, la Domus Aurea, el Foro de Nerva, la Porta Esquilina, el Templo de la Concordia, las Termas de Tito, el Puente Milvio, la Pirámide Cestia, el Arco de Constantino, la Tumba de Cecilia Metela, el Acueducto Neroniano y tantas otras. Existían también, desde luego, infinidad de reconstrucciones paisajísticas de dichos monumentos tal como habían sido (o se suponía que habían sido) primigeniamente, en el momento de su máximo esplendor, durante la República o el Imperio. Pero para los visitantes de la Ciudad Eterna, no había mejor recuerdo posible de ella que el arte decadentista, y a la vez eterno, de Piranesi.

Todavía hoy, casi trescientos años después, sus dibujos «a la luz lunar del aguafuerte» (remedando la certera metáfora del historiador Henri Focillon) siguen suscitando admiración y fascinación. Merced al arte piranesiano, la vieja Roma de Minerva aún continúa resistiendo la voracidad de Saturno, aunque muchos de los vestigios que subsistían en el siglo XVIII hoy brillen por su ausencia.

Porque siendo tú sola lo que has sido
ni gastar puede el tiempo tu memoria,
ni tu ruina caber en el olvido.

Estos versos que Gabriel Álvarez de Toledo –otro poeta español del Barroco– le dedicó a Roma, bien podrían haber sido del agrado de Piranesi. Tampoco para el italiano la decadencia era amnesia.

«Si utilizas al enemigo para derrotar al enemigo, serás poderoso en cualquier lugar adonde vayas». La máxima de Sun Tzu vale también para cuando es la decadencia, y no un ejército, el adversario a enfrentar. Piranesi parece haberlo intuido: opuso a la decadencia de Roma el decadentismo de su arte; a las ruinas heredadas, sus ruinas embellecidas. Tuvo éxito.

Salvando las distancias, algo similar hizo Gibbon (contemporáneo del artista veneciano), en el campo de la historiografía. No es casualidad que innumerables ediciones de su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano hayan sido profusamente ilustradas con grabados piranesianos.

El pensador Esteban Tollinchi, en su libro La metamorfosis de Roma (1998), ha escrito: «Es posible que nadie, después de 1750, logre separar del todo la Roma real de la de Piranesi». Certera y aguda reflexión, sin duda. Pero el autor va más lejos: «Es posible también que sus aguafuertes hayan afectado a una mayor porción de la humanidad que la realidad de la ciudad».

La tesis de Tollinchi no es nueva. Ya la encontramos en Marguerite Yourcenar, cuyo interés por la Ciudad Eterna es de sobra conocido gracias a Memorias de Adriano (1951), su célebre novela sobre el emperador romano. En su extraordinario ensayo The Dark Brain of Piranesi (1979), la escritora francoestadounidense señaló:

Las Vistas y las Antigüedades de Roma fueron inmediatamente célebres, sobre todo fuera de Italia, en donde, al principio, encontraron menos entusiasmo. Puede decirse que reflejaron, para siempre, cierto aspecto de Roma en un momento determinado de su historia. Hicieron más aún: como no poseemos, de épocas anteriores a la de Piranesi, ninguna documentación que las iguale en abundancia ni, sobre todo, en belleza, y que, en particular, nunca conoceremos el aspecto físico de la Roma antigua a no ser por frías e hipotéticas reconstrucciones arqueológicas, la imagen que él nos dejó de las ruinas romanas de su tiempo se ha ido extendiendo poco a poco retroactivamente en la imaginación humana y cada vez que se nombra tal o cual edificio de Roma, nos sorprendemos pensando maquinalmente en sus ruinas tal como las pintó Piranesi.

A partir de los últimos años del siglo XVIII, no ha habido probablemente en ningún sitio ni un solo alumno de arquitecto que no se haya visto influenciado directa o indirectamente por los álbumes de Piranesi, y puede afirmarse que, de Copenhague a Lisboa y de San Petersburgo a Londres […], los edificios y las perspectivas urbanas dibujadas en aquella época y durante los cincuenta años siguientes, no serían lo que son si no hubieran ojeado sus autores las Vistas de Roma. Piranesi tuvo seguramente mucho que ver con la obsesión que acabó arrastrando a Goethe hacia Italia en donde encontró una segunda juventud, así como a Keats, que allí murió. La Roma de Byron es piranesiana, como piranesianas son también las de Chateaubriand y aquella, más olvidada, de Mme. de Staël, y lo mismo pasa con la «ciudad de las tumbas» de Stendhal. Hasta 1870, por lo menos, y la oleada de especulaciones inmobiliarias siguiente a la elección de Roma como capital del nuevo reino de Italia, la apariencia de la ciudad seguía siendo piranesiana, y es aún en gran parte el recuerdo de esa Roma medio antigua, medio barroca, el que hoy nos arrastra irresistiblemente hacia esa ciudad más cambiada cada día.

Yourcenar llega a afirmar, en otro pasaje de su escrito, que Piranesi «fue el intérprete y casi el inventor de la trágica belleza de Roma». ¿Quién podría contradecirla?

Las citas de Tollinchi y Yourcenar me dan pie para concluir este ensayo con una confesión personal: nunca viajé a Roma, nunca estuve en Roma, nunca vi sus ruinas. La Ciudad Eterna es para mí un cúmulo de textos literarios y académicos, una telaraña de párrafos leídos y releídos, un constructo conceptual de saberes e ideales. Pero más aún, mucho más aún, Roma es para mí la urbe decadente del Settecento dibujada en aguafuertes lunares, con maestría y pasión, por Giambattista Piranesi.

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