Cinco apuntes breves sobre cómo bajamos todos de barcos

Por Mariano Dubin

1. Esto sucedió hace un tiempo. Posiblemente todos conozcan la escena. La relato, igualmente, porque la encuentro una cifra precisa de lo que quiero señalar. Sucedió en el programa de televisión «Intratables». El conductor Santiago del Moro, en uno de sus cortes abruptos, pasa de hablar con el abogado Burlando a darle la palabra a una señora de la Villa 31. Del Moro la ve morocha y le pregunta si es inmigrante. Ella continúa hablando sobre la Villa, pero Del Moro entiende que debe resolver el dilema: «¿Cuál es tu origen?». La mujer responde que es salteña. Del Moro padece de una incomprensión absoluta; balbucea: «Perdón, pero pensé que eras de otro país». Dejemos de lado saber qué significa ese «pero» lastimoso en su enunciado. Vamos a lo que nos interesa: ¿de dónde surge la ignorancia de encontrar a alguien morocho, con rasgos indígenas, esa cara de argentino/a convencional para cualquiera que viva en un barrio popular, como un extraño? Para los Del Moro, la cara de un «inmigrante». La mujer, sin embargo, entiende muy bien la violencia clasista del conductor y contesta: «Se olvidan que nosotros los argentinos somos kollas». El balbuceo invade nuevamente a Del Moro, que solo puede preguntar: «¿cómo?, ¿cómo?, ¿cómo?».

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2. En la Argentina «no hay indios», pero no hay odio más visceral que la puteada contra el color de piel: negro, negro de mierda, indio, alta carucha, negra catinga. Como es parte del repertorio de los negros, también se fue inventando la construcción «negro de alma». Y si en el odio a su propia piel, acaso, se presenta el triunfo duradero de los valores coloniales, cuando el pueblo convierte a una persona en ídolo popular, tiene lo indígena en su jeta como identidad de clase: Perón, Monzón, Atahualpa Yupanqui, la Negra Sosa, la Mona Jiménez, para nombrar algunos. En el fútbol, desde ya, abundan (y con la camiseta de Boca): Maradona, Tévez, Riquelme. Entre la fugacidad tropical también brilló Ricky Maravilla. Pablo Lescano patentizó su 100% negro cumbiero. Los ídolos se construyen, necesariamente, en la posibilidad de homologación con sus seguidores.

3. La clase media ha hecho de su tipo el universal argentino. Esta ignorancia tan cara a su identidad construye una epistemología que puede comprobarse de manera extendida en diversos sectores medios y suele unir a izquierda-derecha en la comunión hogareña del pasado que reza que bajamos de los barcos. El Estado nación como tal se construye (y digámoslo: se sigue construyendo) contra el mundo americano; el traspaso del origen solariego de «El payador» (1916) de Lugones al origen babélico (pero ante todo blanco) de la clase media antiperonista, en la década de 1940-1950, solo fortalece el enunciado occidental, civilizador, clasista del Estado nación. Hoy esos mundos de sentidos se bifurcan en La Nación, que de manera anacrónica (pero operativa) defiende esa Argentina de conquistadores y presidentes aristócratas, y Clarín, que condensa de manera más efectiva porque incluye sentidos comunes de un sector más amplio de la población: la clase media inmigratoria. La limpieza étnica del gobierno Pro no fue casual: en él confluyeron las familias patricias que lograron su capital originario cortando pelotas de indios y confiscando tierras indígenas (los Braun y los Bullrich, por caso) con una burguesía parasitaria de origen inmigratorio que inventa un pasado de esfuerzo y sacrificio que nunca existió para ellos (claro, los Macri).

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4. La cuestión de piel, raza, etnia, cuero, cara, olor, como quieran llamarlo, es una yerra colonial que nadie nombra pero todos vivimos. No hay violencia más perdurable que la ejercida por la policía, el ejército, los médicos, las maestras a quienes poseen esa marca. No diríamos que somos un país de indios aunque nuestras jetas no lo escamoteen. Sarmiento, con asco, lo escupió: “¿somos europeos? ¡Tantas caras cobrizas nos desmienten!”. Digámoslo en las reversiones sarmentinas contemporáneas: caras de indios, de negros, de bolivianos, de tobas, de boliguayos, de kollas. Por eso, ¿somos europeos? ¡Tantas caras cobrizas nos desmienten! Hace un tiempo, una docente amiga me comentaba que estaba decepcionada con sus alumnos porque durante un acto del 12 de octubre no le dieron importancia al asunto: charlaban, se reían, se tiraban papelitos (lo que se hace, claro, en un acto escolar). Pero ella esperaba que esos alumnos, particularmente, se preocuparan por el tema ya que era un colegio de la periferia platense. Su pensamiento era el siguiente: son morochos, tienen que saber qué fue la Conquista. El acto escolar, sin embargo, atentaba contra toda filantropía educativa: en unas cartulinas mal pintadas descubríamos las carabelas y a los indios en taparrabos. Apuesto que esos jóvenes saben más sobre ser indios (sin siquiera interesarse por llamarse así: lo que vivirán, tal vez, como un insulto) que cualquier maestra que quiera explicarles los trazos de su historia. La colonialidad vive de una manera más violenta, cotidiana, real, que tres carabelas llegando en cartulina a una tierra pintada con crayones. Ellos no andan en taparrabos ni boleando guanacos ni preparando un malón, pero saben que la caza de indios continúa. Cada uno de esos jóvenes sabe que tener rasgos indígenas en la Argentina es ganarse una ciudadanía de segunda y un boleto en el primer patrullero que los encuentre fuera del barrio. Y su cuerpo sabe más que nuestras palabras.

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5. Suele ser cómodo confundir la historia de uno con la del mundo. Posiblemente, si uno habla con un señor de clase media considerará natural decir que la Argentina es un país poblado por italianos, judíos, polacos y españoles. En cambio, los indios, los mestizos, los gauchos le parecerán cosas de libros, de westerns malogrados. Es posible que también repita, una y otra vez, cuando vea gente pobre y de facciones oscuras y angulares, la frase “negros de mierda”. Así la negritud se transforma en la pesadilla fantasmagórica de la clase media; no existen en cuanto a historia, pero existen en cuanto a peligro: negros chorros, negros cabeza, negros vagos. Son el peligro de malón, el latente temor al atentado de la propiedad, al orden establecido.

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