Las cartas de Mayer al Harper’s Weekly de Nueva York (junio de 1863) en defensa del enrolamiento de afroamericanos para la causa antiesclavista
Por Federico Mare
Historiador y ensayista
Las personas de izquierda, orgullosas de nuestra tradición e imaginario políticos, solemos asociar el internacionalismo –como táctica y como ética– al socialismo, al marxismo y anarquismo, olvidando que el liberalismo –nuestro clásico rival– supo también traducir su utopía universalista y su ethos cosmopolita en exilios lejanos de lucha renovada: emigraciones ultramarinas, peripecias intercontinentales de pluma o espada, diásporas de camaradería militante e intervenciones solidarias en los países anfitriones (complots, revoluciones, guerras civiles…). Así como hubo trotamundos socialistas –un León Trotski, un Enrico Malatesta, una Louise Michel, un Víctor Serge, un Mijaíl Borodin, una Emma Goldman, un Che Guevara–, hubo asimismo trotamundos liberales: el marqués de La Fayette, Casimiro Pulaski, Thomas Paine, Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José de San Martín, Thomas Cochrane, Giuseppe Rondizzoni, Louis-Michel Aury, Francisco Javier Mina, Lord Byron, Francesco Anzani, Lajos Kossuth, Domingo Faustino Sarmiento, Carl Schurz, Francisco Bilbao, José Martí, Adam Jerzy Czartoryski…
Sería una arbitrariedad, un anacronismo, reducir la actuación político-militar de personajes tan errabundos como Garibaldi a sus patrias de origen, a Estados nacionales que ellos nunca consideraron universos cerrados y absolutos, comunidades esencializadas, ídolos contrapuestos a los ideales ilustrados –necesariamente ecuménicos– de libertad, igualdad y fraternidad. Tanto más cuanto que tales Estados nacionales ni siquiera existían aún, o recién empezaban a formarse.
El presente artículo versa sobre uno de aquellos quijotes vagamundos, caballeros andantes al servicio de lo que un historiador denominó, figuradamente, «Internacional liberal»[i]. Hablaremos de un hombre de armas –e ideas– con esa pasión militante sin fronteras que otro historiador llamó, también metafóricamente, «síndrome de Garibaldi»[ii].
Edelmiro Mayer y sus cartas al Harper’s Weekly
Estados Unidos, albores del verano de 1863. El país se hallaba en medio del gran drama histórico de la Guerra de Secesión (1861-65), la cruenta guerra civil entre el Norte abolicionista, leal al presidente Lincoln, y el Sur esclavista rebelde, separado de la Unión bajo el nombre de Estados Confederados de América [iii]. Aún no se había librado la batalla de Gettysburg. Aún era incierto el desenlace de la contienda.
Un popular semanario de tendencia nordista y republicana publicó dos cartas muy llamativas de un ignoto militar de Sudamérica, argentino, recientemente incorporado al Union Army como oficial de infantería: Edelmiro Mayer, un joven unitario porteño con ideas liberales y antecedentes de periodista, veterano de las guerras civiles rioplatenses, quien había combatido con distinción en Cepeda y Pavón, y también intervenido en la campaña mitrista al Interior contra las montoneras federales, durante 1861-62. Frustrado por la poca heroicidad de esta «guerra de policía» –como la llamó Sarmiento–, y disgustado con Mitre porque le había denegado su ascenso a teniente coronel, Mayer había resuelto, por esas y otras razones más íntimas (un amor imposible, la muerte violenta del hermano menor), abandonar la Argentina y emigrar a Nueva York, donde tenía un pariente y esperaba poder proseguir su carrera marcial, poniendo en valor su talento y formación, su mediana veteranía, ciertos contactos influyentes y su excelente conocimiento del idioma inglés (era hijo de un marino británico).[iv]
Las cartas vieron la luz el sábado 27 de junio en el periódico neoyorquino The Harper’s Weekly,[v] dentro de una sección llamada “The Lounger”, a cargo del periodista y escritor George William Curtis (1824-1892). Curtis era un republicano del ala radical, oriundo de Rhode Island, Nueva Inglaterra. Ardiente partidario de Lincoln, militaba en el movimiento abolicionista y defendía la causa unionista sin medias tintas. No solo eso: bregaba también por los derechos civiles y políticos de la comunidad afroamericana, igual que por la emancipación de las mujeres y la igualdad de género.[vi]
Las misivas de Mayer aparecen juntas en el periódico, una debajo de la otra. Cada epístola incluye una breve presentación de Curtis, que permite ponerlas en contexto. La primera se titula “Colored Troops”; la segunda, “Barcala”. En ellas, Mayer defiende la política de Lincoln de enrolar a libertos negros y mulatos en el Ejército de la Unión para combatir a los confederados en la guerra de Secesión; política que algunos sectores nordistas –incluso abolicionistas– cuestionaban y repudiaban con vehemencia, por considerarla una caja de Pandora que podía destruir el status quo de la sociedad estadounidense.
La estrategia retórica de Mayer ante el público lector yankee fue ingeniosa: rescatar los precedentes históricos sudamericanos de la guerra de Independencia, las guerras civiles rioplatenses y la guerra contra el Brasil, donde los afroargentinos habían tenido una participación masiva y decisiva, en especial, el mulato cuyano Lorenzo Barcala[vii]. Si allá la leva de pardos y morenos había resultado tan beneficiosa, ¿por qué aquí no también? Tal era, en pocas y simples palabras, el planteo de Mayer.
El cuyano Lorenzo Barcala (1793-1835)
Aunque no hay razones para dudar de las convicciones antiesclavistas de Mayer, parece claro que su postura no dejaba de tener un componente de interés personal: deseaba intervenir en la guerra de Secesión. Anhelaba poder comandar tropas y probar su valía en la que era la mayor conflagración de ese momento en el mundo, y los regimientos afroamericanos que se estaban creando contra reloj en el Union Army (el verano del 63 era una coyuntura adversa para el Norte) representaban una excelente oportunidad, al menos para un oficial extranjero –y tan joven– recién llegado al país. Lo cierto es que Mayer tenía algo pertinente y oportuno para contar sobre la experiencia histórico-militar de su patria, y sobre la valía de los afrodescendientes como soldados; y Curtis, evidentemente, vio con muy buenos ojos sus aportes, tan en sintonía con la línea editorial del Harper’s Weekly (abolicionismo e igualdad racial).
Es muy difícil calibrar cuánta eficacia tuvieron las cartas de Mayer. Cuando salieron publicadas, la política de crear regimientos afroamericanos ya estaba en marcha desde hacía meses, aunque todavía era incipiente, tímida. Es un hecho que, más o menos desde entonces, las colored troops no cesaron de multiplicarse y ganar protagonismo en los campos de batalla. Pero sería temerario, sin embargo, dar por hecho que esta coincidencia obedeció directa o mayormente al éxito discursivo de Mayer, y no a las propias necesidades y urgencias de la guerra civil. Guerra civil que estaba complicada para el Norte, y a la cual Lincoln le había dado ya (antes incluso que Mayer pisara suelo estadounidense) un giro revolucionario con su Emancipation Proclamation. Además, el prominente intelectual negro abolicionista Frederick Douglass –escritor, periodista, orador– venía insistiendo en la necesidad de habilitar el reclutamiento de soldados afrodescendientes desde el inicio mismo de la conflagración, comentando irónicamente que hasta los ejércitos confederados estaban haciendo eso (un falso rumor). No obstante, es posible que las misivas del oficial argentino hayan tenido alguna incidencia en las autoridades civiles y castrenses de la Unión, puesto que el Harper’s Weekly era el periódico más leído en Norteamérica por aquel entonces, gracias a su detallada cobertura del conflicto semana a semana y –no menos importante– sus magníficas y profusas ilustraciones, todo un hito en la historia del periodismo gráfico.
Las tropas «de color» ganaron protagonismo en los campos de batalla
Más precisiones biográficas, más coordenadas históricas
Edelmiro Mayer llegó en barco a Nueva York con 25 años de edad, a principios de 1863, cuando promediaba la guerra de Secesión. Consiguió empleo en la tienda de su tío, pero al poco tiempo ingresó al Ejército de la Unión con el rango de mayor, y comenzó a trabajar como instructor –acaso favorecido por su membresía masónica y la recomendación de Sarmiento– en la academia militar de West Point, no lejos de la Gran Manzana, donde se graduaban los mejores oficiales de Estados Unidos. En esta institución conoció a Robert Todd Lincoln, el hijo del presidente Abraham Lincoln, y trabó amistad con él.
La guerra civil entre el Norte y el Sur se había vuelto demasiado larga, costosa y destructiva, y singularmente cruenta (los muertos y lisiados se contaban de a centenares de miles). Los estados de la Unión, mayormente abolicionistas y leales al gobierno republicano de Lincoln, no conseguían quebrar la resistencia armada de los rebeldes separatistas sureños, que se habían aglutinado en los Estados Confederados de América para salvaguardar la esclavitud.
El 1° de enero, Lincoln había hecho una jugada arriesgada, que generó muchas críticas y oposiciones, incluso en el Norte: decretar la manumisión de la población negra del Sur, salvo en los estados fronterizos que habían permanecido fieles a la Unión (como Kentucky y Maryland), y en las zonas ocupadas por las fuerzas nordistas durante el transcurso de la guerra (como la Baja Luisiana y Virginia Occidental). Tres millones y medio de personas afrodescendientes –más del 80% de la esclavatura del Sur Profundo– fueron declaradas en libertad, en lo que se conoce como Emancipation Proclamation o «Proclama de Emancipación». La medida desató una ola de desacatos, revueltas y fugas en masa, dañando severamente el régimen esclavista de plantación, columna vertebral de la economía y sociedad confederadas. La apuesta de Lincoln por la guerra revolucionaria estaba dando sus frutos.[viii]
Pero la contienda no estaba ganada, y la Unión necesitaba más soldados. Los sectores abolicionistas propusieron crear regimientos de infantería con los afroamericanos libertos del Norte, o aquellos que migraban del Sur al Norte huyendo de las plantaciones. Pero los sectores más conservadores, movilizados por sus prejuicios racistas, se oponían. La perspectiva de multitudes armadas de freedmen (ex esclavos negros) mayormente desarraigados y sin empleo, acuartelados o marchando por campos y ciudades, les asustaba. Temían que eso socavara el orden social y provocara excesos de violencia revanchista contra la población blanca norteña. A Lincoln no le tembló el pulso y autorizó la formación de las USCT.[ix] Pero la polémica no cesó, demorando los avances de esta política inclusiva.
El debate en cuestión interesó sobremanera al mayor Mayer, quien, en tributo a sus convicciones liberales y anhelos profesionales, tomó partido por la causa antiesclavista y la leva de afrodescendientes. Su experiencia periodística en Buenos Aries, sumada a su excelente conocimiento del idioma inglés, hicieron que se resolviera a tomar la pluma. El 27 de junio, The Harper’s Weekly publicó –como ya se comentó– un par de cartas suyas donde manifestaba estar “muy sorprendido de que la capacidad, y podría decir la suprema excelencia de los negros como soldados, sean cuestionadas”. En ellas celebraba los progresos de la abolición de la esclavitud en las dos Américas, al tiempo que elogiaba sin retaceos las cualidades marciales y civiles de la raza negra: coraje, fuerza, fiereza, resistencia, disciplina, abnegación, lealtad, patriotismo, amor por la libertad…
Para fundamentar su apología, Mayer tuvo la sagacidad de invocar precedentes históricos sudamericanos: la destacada participación de negros y mulatos en las guerras de independencia, la guerra contra el Brasil y las guerras civiles rioplatenses. Recordó que la Asamblea del Año XIII había proclamado la libertad de vientres y prohibido la trata exterior, que San Martín había reclutado a miles de libertos y afrodescendientes para sus batallones de infantería, y que en la lucha contra el imperio esclavista brasileño –que había invadido y tiranizado la Banda Oriental– volvieron a descollar muchos veteranos negros y mulatos de las guerras de Independencia, que nada tenían que envidiar a los aguerridos mercenarios europeos contratados por Pedro I.
Mayer evocó a los soldados afroargentinos que habían sacrificado o arriesgado su vida por la libertad de su tierra, combatiendo a los realistas. Un nombre propio se reitera en su relato: Lorenzo Barcala, el coronel mulato “was born in the city of Mendoza, where his parents were slaves”. Destacó de él no solo sus atributos y proezas militares (como su contribución a la victoria de Ituzaingó, en la guerra contra el Brasil), sino también su adhesión al partido unitario y su férrea oposición al «tirano» Rosas, postura política que caracterizó en términos sarmientinos como civilización contra barbarie (Edelmiro era amigo y protegido del sanjuanino, quien llegaría a ser el embajador de la Argentina mitrista en los Estados Unidos, hacia 1865).
El panegírico de Mayer sobre Barcala no está exento de errores y omisiones: le atribuye haber integrado el Ejército de los Andes y haber combatido en Chacabuco y Maipú, cuando en realidad nunca cruzó la cordillera; y nada dice sobre su tardía lealtad al caudillo federal Facundo Quiroga luego de la batalla de La Ciudadela (1831), donde fue derrotado y capturado. Se aleja de la verdad, también, cuando afirma que toda la población afroargentina se hizo unitaria, cuando la mayoría era federal, al menos en la Buenos Aires de Rosas y varias provincias del Interior leales al Restaurador. De todo esto se hablará con más detalle oportunamente.
Mayer remata su semblanza con estas palabras: “El coronel Barcala es uno de los personajes más bellos de la historia argentina, la historia más heroica de Sudamérica. […] Ningún tirano doméstico o extranjero profana la tierra que él amó tan bien, y todo argentino libre atesora la memoria de Barcala”.
Las cartas de Mayer al Harper’s Weekly, el periódico más influyente del Norte, no cayeron en saco roto. Se le encomendó pronto la tarea de entrenar reclutas de las USCT, y fue designado capitán de una compañía de infantería totalmente integrada por voluntarios negros. Hacia mediados de octubre, lo hallamos en la ciudad de Baltimore. Tendrá una actuación meritoria en la decisiva batalla de Chattanoga (Tennessee), la accidentada campaña de Florida –donde es gravemente herido– y el largo sitio de Petersburg (Virginia), llegando a dirigir un regimiento entero de afroamericanos: el 45° de Infantería. En virtud de todo esto, el 31 de diciembre de 1864 Lincoln firma su promoción a teniente coronel, el rango militar que Mitre –enemistado con su jefe Wenceslao Paunero– le había negado en su patria.
Mayer lideró un regimiento de afroamericanos: el 45° de Infantería
Al parecer, Mayer contaba con la admiración y estima de sus subalternos afroamericanos. Era un oficial intrépido, avezado y culto, no carente de bonhomía y simpatía. Tenía carisma y gozaba de popularidad. Oscar W. Norton, le comentó por carta a su hermana: “la mayor excitación aquí es causada por la llegada de un nuevo comandante de regimiento, el mayor Edelmiro Mayer. Es un sudamericano, y ha servido por diez años dentro del ejército, en el extranjero. Habla varias lenguas… y con su inagotable cantera de comentarios mantiene a todos con el mejor humor posible”. Mayer “llegó al fondo de las cosas, y nuestro regimiento va a mejorar bajo su dirección”[x].
Sarmiento, quien también simpatizaba con la causa abolicionista de la Unión, dirá de él poco después, en el cap. XIX de su Vida de Abraham Lincoln (1866), cuando ya había asumido el cargo de embajador argentino en Washington:
En cuanto a la aptitud de los negros para la guerra, sobre lo que existían muy fuertes dudas, no debieron ser del todo ineficaces los escritos de un joven Mayer, de nación argentino, quien pudo con justicia y oportunidad citar los hechos históricos, que desde la guerra de la Independencia de Sud América habían dejado establecida fuera de disputa la aptitud de las gentes de color para la guerra; puesto que ya en las batallas tan célebres de Chacabuco y Maipú, en Chile, bajo las órdenes del General San Martín, como en las de Junín y Ayacucho, bajo las órdenes de Bolívar, los batallones negros compartieron en igual grado la gloria de la jornada. La defensa de Montevideo, por espacio de diez años, por la que se hizo llamar la Nueva Troya, fue sostenida por tropas de línea, entre las cuales había batallones de negros,[xi] que también lucieron en la batalla de Caseros que derrocó la sangrienta tiranía de Rosas. El joven Mayer tomó servicio, para hacer buenos sus asertos, al mando de tropas negras; y mui buenos resultados debió ofrecer su plan, pues que en breve de capitán ascendió a Teniente Coronel, con el mando de un regimiento de color. Así la temprana experiencia de la América del Sud venía a ayudar a la emancipación de los negros, ennobleciéndolos por las armas.[xii]
Al terminar la guerra de Secesión en abril de 1865, Mayer y sus veteranos freedmen participaron de los desfiles triunfales en Washington, la capital de la Unión. Pero la noche del viernes 14 ocurrió una tragedia inesperada en el Teatro Ford: Lincoln recibió un disparo en la cabeza, muriendo pocas horas después. El asesino fue el actor sudista John Wilkes Booth. Mayer, amigo de la familia presidencial, asistió a los funerales. Al momento de producirse el magnicidio, se encontraba con el hijo de Lincoln en una fiesta.
El teniente coronel Mayer se marcharía a México para alisarte en el Ejército republicano de Benito Juárez, que libraba una guerra popular antiimperialista contra las fuerzas de Napoleón III, su monarca títere Maximiliano I –el archiduque de Austria– y los conservadores mexicanos que le eran adictos: la guerra contra la Segunda Intervención Francesa en México (1862-67). Comandó el batallón Zaragoza en numerosas batallas por la independencia: Monterrey, Santa Gertrudis, Querétaro… En virtud de su meritoria actuación, fue ascendido a general.[xiii] Pero las andanzas mexicanas de Mayer –que él narra en sus memorias– exceden la finalidad de este artículo, igual que sus últimos años de repatriado en el Río de la Plata y la Patagonia, donde intervino en la represión del levantamiento mitrista de 1874 y en el alzamiento bonaerense de Tejedor contra la federalización de la ciudad de Buenos Aires (1880), últimas guerras civiles de la Argentina; y donde, además, llegó a desempeñarse como gobernador del territorio nacional de Santa Cruz hasta su muerte, acaecida en 1897.
Las cartas de Mayer al Harper’s Weekly nunca fueron traducidas al castellano. La presente publicación viene precisamente a llenar ese hueco historiográfico. Sin más preámbulos, comparto mi traducción, a la cual juzgué conveniente suplementar con notas bibliográficas y aclaratorias, o bien, de carácter crítico o digresivo.
TROPAS DE COLOR
La discusión militar de mayor interés en este momento[xiv] es sobre el valor de las tropas de color. Hasta ahora en la guerra, cada vez que han estado en acción,[xv] han demostrado el heroísmo, la subordinación, la serenidad y la inquebrantable resolución que son esenciales para el soldado exitoso. Pero un más interesante capítulo testimonial sobre la materia ha sido confiado a nosotros por un amigo[xvi], quien lo recibió del mayor Edelmiro Mayer, un soldado de la República Argentina que ha entrado al servicio de este país,[xvii] habiendo sido ampliamente recomendado al presidente y distinguidos personajes civiles y militares por eminentes personas de su propio país.[xviii] Haremos solo aquellos cambios en sus expresiones que sean absolutamente esenciales. El mayor escribe en inglés[xix]:
Estoy muy sorprendido de que la capacidad, y podría decir la suprema excelencia de los negros como soldados, sean cuestionadas.[xx] Pero recuerdo que, cuando el Nuevo Mundo fue descubierto, los europeos dudaron de si los indios eran hombres o no, hasta que el papa Alejandro VI emitió una bula declarándolos dotados de inteligencia y descendientes de Adán…[xxi]
¿Qué fundamento hay para creer que el negro no es un buen soldado? En mi opinión, no carece de ninguna de las cualidades de un soldado; y esta opinión mía está fundada en rigurosas pruebas de su valor, vistas y conocidas por mí en una larga experiencia con ellos en las guerras de la República Argentina.[xxii]
La rama principal del ejército es la infantería. Permítasenos entonces considerar al negro como un soldado de a pie.
Para ser un buen soldado de infantería es necesario que el hombre sea robusto y sobrio, y capaz de soportar privaciones y fatiga. Debe estar dotado del coraje pasivo del artillero y el marino, y debe también poseer la intrepidez que, cuando la ocasión lo exija, lo lance a la carga con la impetuosidad de un jinete. Para luchar de día y de noche, en verano e invierno, sobre tierra y sobre agua, en todos los climas, y en todo tipo de suelo; resistiendo la fatiga, el frío y el hambre, él necesita una inteligencia acorde al tipo de guerra que practica –una continua perseverancia, destreza, energía y fuerza moral para participar en todos los combates–.
Eso sí: la infantería no será buena hasta que esté compuesta de individuos que reciban codo a codo el bote de metralla, sin esquivar los disparos ni cambiar de posición; que reciban o ataquen al enemigo con bayoneta o bala; que hagan largas marchas sin calzado y acampen sin agua en verano, sin ropa en invierno y comiendo poco; que luchen sin descanso.
Encuentra una raza de hombres con tales cualidades, y habrás encontrado la mejor infantería del mundo. En general, los negros son robustos; pero los esclavos lo son mucho más, porque están habituados al trabajo incesante y son capaces de soportar las privaciones y fatigas de las campañas con admirable resignación, y podría decirse también con una impasibilidad estoica.
Que el negro es valiente está demostrado por la historia de mi país, en la que están escritos los nombres de muchos héroes negros.[xxiii]
En la guerra sudamericana de Independencia, el ejército de la República Argentina contribuyó a liberar cinco otras repúblicas (Perú, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay),[xxiv] y en el ejército había muchos batallones de negros[xxv]. Los ejércitos españoles, que venían recientemente de combatir contra las legiones de Napoleón el Grande,[xxvi] sabían muy bien de qué metal estaban hechos los negros, porque los españoles fueron derrotados por ellos en muchas batallas.[xxvii]
En la guerra que la República Argentina tuvo contra el Brasil, en 1825, los brasileños tenían 8.000 soldados extranjeros en su infantería,[xxviii] quienes, en la decisiva batalla de Ituzaingó (donde las armas argentinas fueron victoriosas)[xxix], terminaron muertos, heridos o hecho prisioneros por un número inferior de negros, comandados por un coronel negro llamado Barcala, quien había sido ascendido a ese alto grado en el ejército regular debido a su heroísmo, talento militar y maneras caballerescas.[xxx]
En la larga y cruenta guerra civil de la República Argentina, en la cual pugnaron dos elementos opuestos –civilización y barbarie–,[xxxi] los negros siempre estuvieron del lado del partido civilizado, y siempre fueron sublimemente leales al mismo. Los líderes del partido bárbaro nunca fueron capaces de persuadir a esos negros de servirles. Ellos prefirieron en todo momento las torturas del tirano J. M. de Rosas y una muerta segura por traición.[xxxii]
Nunca desertaron de la bandera de la libertad.
Cuando el ejército de la libertad fue diezmado por Rosas,[xxxiii] y la República Argentina se había vuelto un vasto cementerio para todos aquellos que amaban la libertad –cuando nuestro ejército había sido privado de sus líderes más necesarios y los hombres habían perecido por hambre, sed y la fatiga de tales campañas–, los negros se distinguieron por la perseverancia, destreza y fuerza moral con que afrontaron todas las pruebas y superaron todas las dificultades.
Los negros jamás se insubordinan, y la subordinación es el alma de un buen ejército. Además, son muy leales a sus comandantes y oficiales.
Les relataré un hecho ocurrido en 1854. El partido retrógrado había tomado posesión del gobierno de la República del Uruguay.[xxxiv] Los liberales resolvieron entonces derrocarlo,[xxxv] y se unieron a algunos regimientos de la Guardia Nacional de Montevideo, la capital de la república. La revolución fue aplastada, y los instigadores fueron desterrados para siempre del país.[xxxvi] En ese momento, hubo tres batallones de negros que rogaron a sus jefes que les permitieran acompañarlos a su destierro. Sus comandantes consintieron. Vinieron a Buenos Aires, y siempre han sido devotos a sus principios, y ayudaron a sus jefes a intentar derrocar el gobierno despótico de su país en 1857, desdichada expedición donde la mayor parte del ejército de la libertad pereció por el filo lacerante de la espada del enemigo.[xxxvii]
He tenido algunos de estos soldados negros, y los he conducido a la lucha. Ojalá quiera Dios que yo pueda volver a obtener el mando sobre soldados como esos. Sé que aun si no fueran victoriosos, ¡al menos nunca abandonarían el campo sin honrar nuestras armas y bandera!
BARCALA
En una carta ulterior, el mayor Mayer ofrece el siguiente reporte de un célebre jefe negro cuya fama sobrevive en la República Argentina de modo similar a la de Toussaint Louverture[xxxviii] en Santo Domingo. Junto al valiente coronel Barcala, otros negros se han distinguido en las guerras de Sudamérica. Borros, el historiador portugués de Brasil, dice que en su opinión los soldados negros son preferibles a los suizos, quienes en su día fueron considerados la mejor infantería del mundo.[xxxix] De hecho, uno de los personajes más distinguidos de la historia brasileña es Herique Diaz, un negro, que de esclavo se convirtió, como Barcala, en coronel de un regimiento de soldados de su mismo color. En 1637, al frente de sus soldados, les arrebató a los holandeses el fuerte y la ciudad de Recife.[xl] En 1645, en una de sus batallas, una bala destrozó su mano izquierda. Para evitar el retraso de curar la herida, hizo que se le amputara en el acto, diciendo que cada dedo de su diestra valía en batalla la totalidad de su zurda. El historiador Meneses[xli] elogia su consumada habilidad, y la devoción e intrepidez de sus seguidores:
Deseas saber más del coronel Barcala, cuyo nombre has visto en la carta que escribí. Sé perfectamente bien que tu interés en él no es una mera curiosidad ociosa, sino que nace de tu profundo amor por la buena causa, y de tu anhelo de poner en acción lo que podría contribuir de algún modo a elevar a la raza negra oprimida.[xlii]
Piensas que podría ser útil e interesante conocer algo de este compatriota mío, un hombre eminente por sus talentos, virtudes y acciones heroicas. Bien, entonces te haré un bosquejo de ese negro, tan noble y valiente como el Bayard de Francia[xliii]. Solo temo que ese bosquejo será imperfecto, porque estoy lejos de quienes podrían darme datos, y debo depender solamente de mi memoria. Pero los pocos detalles que puedo relatarte de este mártir de la libertad te permitirán hacerte un juicio de él.
El coronel Barcala nació en la ciudad de Mendoza, donde sus padres eran esclavos. El propietario de su amado negrito, viéndolo tan inteligente, le dio una buena educación.[xliv] La guerra de Independencia revolucionó la sociedad del virreinato de Buenos Aires,[xlv] y cuando el primer congreso se reunió, en 1815, declaró libres a todos aquellos que nacieran después de ese día en la República Argentina, y también prohibió la introducción de esclavos.[xlvi] El amor a la libertad inspiró los corazones de la mayoría de los ciudadanos, quienes dieron inmediatamente la libertad a sus negros, reclamándolos solo para ayudar a mantener la libertad e independencia de la nueva república.[xlvii]
Muchos negros marcharon hacia los campamentos y se ofrecieron como soldados, entre ellos Barcala. Fueron organizados en batallones con oficiales blancos.[xlviii] El general San Martín cruzó con ellos los Andes, la más espléndida hazaña de la historia militar de Sudamérica, y combatieron en la memorable batalla de Chacabuco, tan desastrosa para los españoles. En esta batalla, Barcala fue ascendido a cabo por su distinguida gallardía.[xlix]
Poco tiempo después el ejército emancipador fue sorprendido en la noche, y, desafortunadamente, casi todos se dispersaron.[l] El cabo Barcala fue ascendido a sargento por la actividad e inteligencia que desplegó en esta ocasión.[li] Siete días después,[lii] el ejército español fue atacado, para su gran sorpresa, en el campo de Maipú, por el ejército que creían haber destruido en la reciente acción, y que ahora se reducía a un tercio del número del enemigo.
La batalla de Maipú fue una de las más sangrientas y desesperadas de todas las que libraron los españoles en el continente sudamericano, y al perderla, perdieron la posesión de Chile. En esa batalla los batallones negros[liii] hicieron proezas similares a aquellas que distinguieron a los regimientos de Rhode Island bajo el mando del general Burnside en Antietam[liv].
Por su desempeño en la batalla, Barcala fue ascendido a teniente. Fue el primer oficial negro en nuestro ejército,[lv] y tenía para esa época tres condecoraciones en su pecho.
Batallando constantemente, sin tregua, el ejército emancipador siguió a los españoles a Bolivia y Perú.[lvi] Retornó a Buenos Aires en el año 1823.[lvii] Barcala había hecho ocho años de continuas campañas, y cuando regresó a su patria, de la que se había ido como soldado raso, lo hizo como coronel de un regimiento, cubierto de gloria, con quince decoraciones, y con el amor y la estima de todo el ejército.[lviii]
Téngase en cuenta que los comandantes y oficiales del ejército provenían de los sectores más notables y selectos de la sociedad, precisamente para poder apreciar el mérito de Barcala, un esclavo negro emancipado,[lix] quien se elevó tan alto en su rango debido a sus talentos, heroísmo, conocimientos y virtudes.
En la guerra contra el Brasil, en 1825, tú conoces la talla de lo que hizo, porque has leído la carta que te he escrito.
En 1828 estalló nuestra guerra civil,[lx] y Barcala, como todos los negros, estuvo con el partido de la libertad.[lxi] El ejército liberal, estando en la provincia de Córdoba, libró la batalla de La Tablada, bajo el mando del general Paz (el único general sudamericano que no ha perdido una batalla, a pesar de que luchó muchas y muy notables, entre ellas esta, la más sangrienta en la historia sudamericana), contra el general Facundo Quiroga, el Atila argentino.[lxii]
Tras dos días de lucha, durante los cuales se desplegó, de un lado, mayor estrategia y valor, y del otro, mayor impetuosidad en las furiosas cargas de caballería, y mayor tenacidad, el general Paz se mantuvo como dueño del terreno; y en la orden general que dio el día siguiente, ensalzó el conocimiento y talento de su jefe del estado mayor, y declaró que le debía la mayor parte de la victoria. El jefe del estado mayor del general Paz –el más estratega e instruido de todos los generales sudamericanos, y el más austeramente parco en elogios– era el coronel Barcala.
Te relataré dos o tres sucesos que echen un poco de luz sobre su carácter.
Estando el ejército liberal en la ciudad de Córdoba, la alta sociedad de la ciudad ofreció un grandioso banquete a los comandantes y oficiales. En los batallones negros había algunos oficiales con grado de coronel, quienes habían sido promovidos por sus méritos. Ahora bien: ninguno de estos oficiales iría al banquete, pero agradecieron sinceramente la invitación. Hace dos años, conocí a uno de esos oficiales; y cuando le pregunté por qué razón habían declinado la invitación, me dijo: “en el ejército sabíamos bien lo que éramos como oficiales, pero también conocíamos nuestra posición en la sociedad, porque así nos lo enseñó nuestro coronel Barcala”. Porque, habiendo sido esclavos, carecían, por supuesto, de una gran cultura.
Pocos días después de esto, se le ofreció un baile a los generales y comandantes. Era costumbre abrir estos bailes con un minué en el que intervenían el comandante general y su jefe de estado mayor. El coronel Barcala, quien, por orden de su general, estaba presente, y se hallaba en las habitaciones adyacentes, no quiso entrar al salón a danzar, diciendo que no sabía cómo hacerlo. Entonces, una de aquellas damas designadas para bailar el minué, a la que conozco, y quien, hoy avanzada en años, preserva el aire aristocrático que era característico de sus modales, se le acercó y dijo: “te guiaré; ahora ya no te negarás a bailar”. Barcala bailó con toda la gracia y libertad de un cortesano. El minué terminó, él se retiró del salón y se marchó. Luego le dijo a esta dama: “aunque trataste de honrarme, realmente me mortificaste”.[lxiii]
Poco después, cayó en manos de Quiroga (un famoso bandolero)[lxiv], quien ordenó que fuese fusilado. Pero media hora antes del tiempo indicado, Quiroga ordenó que se lo trajeran y le preguntó:
—¿Qué hubieras hecho conmigo si me hubieras tomado prisionero?
Hubiera ordenado que te colgaran en el primer árbol, porque no mereces ser fusilado.
Coronel Barcala, lo dejaré en libertad si entra a mi servicio.
El coronel Barcala –le replicó– no se degradará sirviendo a los líderes de la barbarie.
Y Quiroga, el feroz Quiroga, rendido ante la nobleza de este hombre, le dio la libertad; y esta fue la primera y última vez que él le concedió la vida o libertad a un enemigo.[lxv]
Pero a Barcala le estaba reservado el destino del mariscal Ney[lxvi]. En un viaje de Mendoza a Chile[lxvii] fue capturado por el fraile general Aldao. Ordenó que fuera fusilado, y Barcala solo pidió permiso para dar la orden de fuego a aquellos que debían dispararle. Cuando lo trajeron de prisión, apareció vestido con su uniforme de gala, y con sus diecisiete condecoraciones. Y con voz nítida y fuerte les dijo a quienes estaban alrededor las siguientes palabras, muy notables y difíciles de olvidar: “moriré con la única pena de ver a mi patria oprimida por tiranos[lxviii]; pero moriré con la satisfacción de que mi nombre será recordado en la historia argentina; y así como la Cristiandad atesora la memoria de sus mártires, así la libertad recordará a aquellos de sus hijos que se han sacrificado por ella”. Después de esto, exclamó “¡Viva la República Argentina libre de tiranos!” y, con perfecta confianza, ordenó a los rifleros que hicieran fuego.
El coronel Barcala es uno de los personajes más bellos de la historia argentina, la historia más heroica de Sudamérica. Sus últimas palabras se hicieron realidad. Ningún tirano doméstico o extranjero profana la tierra que él amó tan bien,[lxix] y todo argentino libre atesora la memoria de Barcala.
Mayer en su biblioteca de la Casa de Gobierno de Río Gallegos, circa 1896, cuando fue gobernador del Territorio Nacional de Santa Cruz
Consideraciones finales
Las opiniones antiesclavistas de Mayer, igual que su apasionada defensa del enrolamiento de afroamericanos para la causa unionista, son las de un liberal decimonónico que, al menos en teoría, intentó hacerse cargo de los principios ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad proclamados por la Revolución Francesa, la Independencia norteamericana y la Revolución de Mayo, y también por la Constitución argentina del 53 y el gobierno republicano de Lincoln. La pregunta que se impone, entonces, sería la siguiente: ¿qué tan consecuente fue Mayer en sus cartas al Harper’s Weekly? Aquí se presume que, más allá de todo interés particular o afán pragmático de índole profesional (algo que parece innegable), el oficial rioplatense también actuó con arreglo a valores ético-políticos sinceros. Pero, ¿fue coherente? La respuesta al interrogante es: no del todo. Su apología de los soldados negros y mulatos no está exenta de sesgos racistas, eurocéntricos y paternalistas, como ya se ha constatado.
En las cartas de Mayer aflora con mucha fuerza un tópico no menor de la retórica sarmientina, que reaparecerá con frecuencia en la Historia oficial de Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López y otros cronistas laureados de la república liberal parida –manu militari– en Caseros y Pavón: el tópico de los afroargentinos como héroes-mártires de la Revolución, uno de los mitos fundantes de la nación argentina. De acuerdo a esta leyenda rosa, los esclavos habrían alcanzado unánimemente –merced al proceso independentista iniciado en mayo de 1810– la ansiada libertad e igualdad, asumiendo su enrolamiento en los ejércitos patriotas siempre con gratitud, valentía y abnegación, nunca como una imposición o un salvavidas de plomo. Su mortandad en las sucesivas conflagraciones de «su» patria (guerra de Independencia, guerra contra el Brasil, guerras civiles contra la «barbarie del caudillaje», etc.) sería el tributo que habrían de pagar por el beneficio de haberse sacudido el yugo de la esclavitud.
Hoy sabemos que las cosas no fueron tan idílicas: la Asamblea del Año XIII proclamó la libertad de vientres y prohibió la trata exterior, pero la esclavitud no fue abolida y la trata dentro de las Provincias Unidas siguió siendo un negocio legal. Además, solo una parte de la esclavatura fue reclutada por los ejércitos patriotas, consiguiendo por ese conducto la manumisión. Apagadas las últimas brasas revolucionarias, la trata con el extranjero volvió a ser permitida. Por lo demás, los prejuicios y las discriminaciones racistas persistieron durante todo el siglo XIX (y más allá), aun después de que la Constitución del 53 declarara abolida la esclavitud en su art. 15, y de que Buenos Aires hiciera suyo ese precepto (1860). Persistieron en todos los ámbitos, incluso en las fuerzas armadas, donde la segregación racial de las tropas –vieja herencia colonial– continuó siendo una práctica generalizada durante las guerras civiles, igual que la tendencia de relegar a los pardos y morenos en la infantería, la infrarrepresentación de los hombres «de color» en la oficialidad y el techo de cristal en los ascensos: ningún oficial afroargentino pasaba de coronel (el generalato estaba, de facto, reservado a los militares blancos).[lxx]
Todo esto es muy cierto, y las cartas de Mayer al Harper’s Weekly constituyen un buen botón de muestra. También parece advertirse en ellas otra reminiscencia sarmientina: la opinión –implícita más que explícita– según la cual la plebe afrodescendiente de las Américas era parte de la «civilización» en la medida que supiera aceptar la tutela moral de sus antiguos amos, que renegara de su etnicidad ancestral («supersticiones», «vicios», «vulgaridades», etc.), y abrazara in totum los valores y las costumbres de una civilidad ilustrada que se confunde tácitamente con la cultura de la burguesía blanca (por ej., destreza para bailar un vals o comportarse con galantería). La libertad e igualdad, la ciudadanía, solo resultaban accesibles a las personas «de color» si estas optaban por la asimilación, por la aculturación. Mayer no lo dice expresamente, pero lo da a entender entre líneas.
Jamás alude a ningún aspecto étnico de la afrodescendencia. Solo ve en ella dos cosas: por un lado, una condición racial, que se manifiesta principalmente en la tez de la piel; y por otro, una experiencia histórica de esclavitud que, más allá de toda iniquidad, les otorgaría a sus víctimas –según su parecer– una superior capacidad (disciplina, resistencia, etc.) para combatir en el arma de infantería, como ya argumentaran, entre otros, el general San Martín, una opinión que podría ser impugnada –o al menos discutida– como prejuicio o estereotipo de racismo benevolente[lxxi], de modo análogo a lo que sucede hoy con los elogios al presunto talento «innato» de las personas negras para el básquet u otros deportes (talento que, desde luego, no se les reconoce en otras disciplinas, como el ajedrez o la ciencia, implícitamente asociadas con la raza blanca). Para Mayer, los negros y mulatos son soldados de la patria y nada más, vale decir, ciudadanos en armas abstraídos de toda identidad o filiación étnicas, sin candombe, sin carnaval, sin cofradía de San Baltasar, sin naciones (Congo, Cambundá, Benguela, Lubolo, Angola, etc.), sin culto a las ánimas, sin charanda, sin sociedades de socorro mutuo, sin periódicos comunitarios, sin conciencia ni lazos de minoría diaspórica, sin intereses de clase en tensión con la tradición republicana liberal de Mayo-Caseros…
Pero quizás estemos juzgando con excesiva severidad a Mayer. Su vivo interés por la música popular rioplatense,[lxxii] y su apertura mental a reconocer la raigambre africana de la misma, nos podrían estar hablando de un criollo patricio que no fue tan cerrilmente hostil ni indiferente a la cultura de la plebe negra y mulata. En su obra El intérprete musical (1888), un extenso diccionario técnico consagrado al arte de los sonidos y su terminología –libro muy estudiado, dicho sea de paso, por quienes han investigado la historia de la música popular argentina–, Mayer nos dejó una de las definiciones más antiguas que se conocen sobre el tango, y una de las primeras formulaciones de la tesis africanista respecto a la génesis de este género: “Canción y baile originado por los negros esclavos de la América Española. La música es de compás 2/4 y el baile se divide en dos partes”[lxxiii]. Como es sabido, la musicología siempre ha debatido la genealogía del tango, vexata quaestio si las hay. En el marco de esa controversia, nunca faltaron aquellos que minimizaron la crucial importancia del sustrato negro-mulato (candombe, milonga, etc.), desde perspectivas eurocéntricas muy sesgadas (teorías unilateralmente criollistas, hispanistas o inmigracionistas).[lxxiv] A la luz de todo esto, puede apreciarse mejor la valía de la tesis africanista defendida por Mayer, de la cual fue un precursor, o uno de sus pioneros.
Aun con sus limitaciones y contradicciones ideológicas, aun con su racismo benevolente y su paternalismo «civilizador» frente a la plebe negra y mulata (que tanto nos recuerdan al pensamiento de su amigo Sarmiento y otros liberales del siglo XIX), lo cierto es que Edelmiro Mayer rompió lanzas, como militar y como periodista, por la causa abolicionista y la utopía de una «ciudadanía en armas» interracial, en un tiempo donde la mayoría de los americanos blancos de ambos hemisferios todavía defendían encarnizadamente la esclavitud y la desigualdad de razas, o no hacían nada para erradicarlas del continente. Sería un anacronismo no reconocerle al subalterno argentino de Lincoln, al oficial rioplatense de las USCT, ningún crédito por su lucha contra la esclavocracia en la guerra de Secesión, y contra la exclusión de los afrodescendientes en el Union Army. Lucha marcial, en los campos de batalla donde miden sus fuerzas los ejércitos, pero también intelectual, en esa otra forma de polemos que siempre –desde la Grecia antigua cuanto menos– ha sido la polémica, la confrontación de ideas a través de las palabras.