Edelmiro Mayer: un oficial argentino en la Guerra de Secesión

Las cartas de Mayer al Harper’s Weekly de Nueva York (junio de 1863) en defensa del enrolamiento de afroamericanos para la causa antiesclavista

Por Federico Mare
Historiador y ensayista

Las personas de izquierda, orgullosas de nuestra tradición e imaginario políticos, solemos asociar el internacionalismo –como táctica y como ética– al socialismo, al marxismo y anarquismo, olvidando que el liberalismo –nuestro clásico rival– supo también traducir su utopía universalista y su ethos cosmopolita en exilios lejanos de lucha renovada: emigraciones ultramarinas, peripecias intercontinentales de pluma o espada, diásporas de camaradería militante e intervenciones solidarias en los países anfitriones (complots, revoluciones, guerras civiles…). Así como hubo trotamundos socialistas –un León Trotski, un Enrico Malatesta, una Louise Michel, un Víctor Serge, un Mijaíl Borodin, una Emma Goldman, un Che Guevara–, hubo asimismo trotamundos liberales: el marqués de La Fayette, Casimiro Pulaski, Thomas Paine, Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José de San Martín, Thomas Cochrane, Giuseppe Rondizzoni, Louis-Michel Aury, Francisco Javier Mina, Lord Byron, Francesco Anzani, Lajos Kossuth, Domingo Faustino Sarmiento, Carl Schurz, Francisco Bilbao, José Martí, Adam Jerzy Czartoryski…

Sería una arbitrariedad, un anacronismo, reducir la actuación político-militar de personajes tan errabundos como Garibaldi a sus patrias de origen, a Estados nacionales que ellos nunca consideraron universos cerrados y absolutos, comunidades esencializadas, ídolos contrapuestos a los ideales ilustrados –necesariamente ecuménicos– de libertad, igualdad y fraternidad. Tanto más cuanto que tales Estados nacionales ni siquiera existían aún, o recién empezaban a formarse.

El presente artículo versa sobre uno de aquellos quijotes vagamundos, caballeros andantes al servicio de lo que un historiador denominó, figuradamente, «Internacional liberal»[i]. Hablaremos de un hombre de armas –e ideas– con esa pasión militante sin fronteras que otro historiador llamó, también metafóricamente, «síndrome de Garibaldi»[ii].

Edelmiro Mayer y sus cartas al Harper’s Weekly

Estados Unidos, albores del verano de 1863. El país se hallaba en medio del gran drama histórico de la Guerra de Secesión (1861-65), la cruenta guerra civil entre el Norte abolicionista, leal al presidente Lincoln, y el Sur esclavista rebelde, separado de la Unión bajo el nombre de Estados Confederados de América [iii]. Aún no se había librado la batalla de Gettysburg. Aún era incierto el desenlace de la contienda.

Un popular semanario de tendencia nordista y republicana publicó dos cartas muy llamativas de un ignoto militar de Sudamérica, argentino, recientemente incorporado al Union Army como oficial de infantería: Edelmiro Mayer, un joven unitario porteño con ideas liberales y antecedentes de periodista, veterano de las guerras civiles rioplatenses, quien había combatido con distinción en Cepeda y Pavón, y también intervenido en la campaña mitrista al Interior contra las montoneras federales, durante 1861-62. Frustrado por la poca heroicidad de esta «guerra de policía» –como la llamó Sarmiento–, y disgustado con Mitre porque le había denegado su ascenso a teniente coronel, Mayer había resuelto, por esas y otras razones más íntimas (un amor imposible, la muerte violenta del hermano menor), abandonar la Argentina y emigrar a Nueva York, donde tenía un pariente y esperaba poder proseguir su carrera marcial, poniendo en valor su talento y formación, su mediana veteranía, ciertos contactos influyentes y su excelente conocimiento del idioma inglés (era hijo de un marino británico).[iv]

Las cartas vieron la luz el sábado 27 de junio en el periódico neoyorquino The Harper’s Weekly,[v] dentro de una sección llamada “The Lounger”, a cargo del periodista y escritor George William Curtis (1824-1892). Curtis era un republicano del ala radical, oriundo de Rhode Island, Nueva Inglaterra. Ardiente partidario de Lincoln, militaba en el movimiento abolicionista y defendía la causa unionista sin medias tintas. No solo eso: bregaba también por los derechos civiles y políticos de la comunidad afroamericana, igual que por la emancipación de las mujeres y la igualdad de género.[vi]

Las misivas de Mayer aparecen juntas en el periódico, una debajo de la otra. Cada epístola incluye una breve presentación de Curtis, que permite ponerlas en contexto. La primera se titula “Colored Troops”; la segunda, “Barcala”. En ellas, Mayer defiende la política de Lincoln de enrolar a libertos negros y mulatos en el Ejército de la Unión para combatir a los confederados en la guerra de Secesión; política que algunos sectores nordistas –incluso abolicionistas– cuestionaban y repudiaban con vehemencia, por considerarla una caja de Pandora que podía destruir el status quo de la sociedad estadounidense.

La estrategia retórica de Mayer ante el público lector yankee fue ingeniosa: rescatar los precedentes históricos sudamericanos de la guerra de Independencia, las guerras civiles rioplatenses y la guerra contra el Brasil, donde los afroargentinos habían tenido una participación masiva y decisiva, en especial, el mulato cuyano Lorenzo Barcala[vii]. Si allá la leva de pardos y morenos había resultado tan beneficiosa, ¿por qué aquí no también? Tal era, en pocas y simples palabras, el planteo de Mayer.

lorenzo barcalaEl cuyano Lorenzo Barcala (1793-1835)

Aunque no hay razones para dudar de las convicciones antiesclavistas de Mayer, parece claro que su postura no dejaba de tener un componente de interés personal: deseaba intervenir en la guerra de Secesión. Anhelaba poder comandar tropas y probar su valía en la que era la mayor conflagración de ese momento en el mundo, y los regimientos afroamericanos que se estaban creando contra reloj en el Union Army (el verano del 63 era una coyuntura adversa para el Norte) representaban una excelente oportunidad, al menos para un oficial extranjero –y tan joven– recién llegado al país. Lo cierto es que Mayer tenía algo pertinente y oportuno para contar sobre la experiencia histórico-militar de su patria, y sobre la valía de los afrodescendientes como soldados; y Curtis, evidentemente, vio con muy buenos ojos sus aportes, tan en sintonía con la línea editorial del Harper’s Weekly (abolicionismo e igualdad racial).

Es muy difícil calibrar cuánta eficacia tuvieron las cartas de Mayer. Cuando salieron publicadas, la política de crear regimientos afroamericanos ya estaba en marcha desde hacía meses, aunque todavía era incipiente, tímida. Es un hecho que, más o menos desde entonces, las colored troops no cesaron de multiplicarse y ganar protagonismo en los campos de batalla. Pero sería temerario, sin embargo, dar por hecho que esta coincidencia obedeció directa o mayormente al éxito discursivo de Mayer, y no a las propias necesidades y urgencias de la guerra civil. Guerra civil que estaba complicada para el Norte, y a la cual Lincoln le había dado ya (antes incluso que Mayer pisara suelo estadounidense) un giro revolucionario con su Emancipation Proclamation. Además, el prominente intelectual negro abolicionista Frederick Douglass –escritor, periodista, orador– venía insistiendo en la necesidad de habilitar el reclutamiento de soldados afrodescendientes desde el inicio mismo de la conflagración, comentando irónicamente que hasta los ejércitos confederados estaban haciendo eso (un falso rumor). No obstante, es posible que las misivas del oficial argentino hayan tenido alguna incidencia en las autoridades civiles y castrenses de la Unión, puesto que el Harper’s Weekly era el periódico más leído en Norteamérica por aquel entonces, gracias a su detallada cobertura del conflicto semana a semana y –no menos importante– sus magníficas y profusas ilustraciones, todo un hito en la historia del periodismo gráfico.

regimientos coloradosLas tropas «de color» ganaron protagonismo en los campos de batalla

Más precisiones biográficas, más coordenadas históricas

Edelmiro Mayer llegó en barco a Nueva York con 25 años de edad, a principios de 1863, cuando promediaba la guerra de Secesión. Consiguió empleo en la tienda de su tío, pero al poco tiempo ingresó al Ejército de la Unión con el rango de mayor, y comenzó a trabajar como instructor –acaso favorecido por su membresía masónica y la recomendación de Sarmiento– en la academia militar de West Point, no lejos de la Gran Manzana, donde se graduaban los mejores oficiales de Estados Unidos. En esta institución conoció a Robert Todd Lincoln, el hijo del presidente Abraham Lincoln, y trabó amistad con él.

La guerra civil entre el Norte y el Sur se había vuelto demasiado larga, costosa y destructiva, y singularmente cruenta (los muertos y lisiados se contaban de a centenares de miles). Los estados de la Unión, mayormente abolicionistas y leales al gobierno republicano de Lincoln, no conseguían quebrar la resistencia armada de los rebeldes separatistas sureños, que se habían aglutinado en los Estados Confederados de América para salvaguardar la esclavitud.

El 1° de enero, Lincoln había hecho una jugada arriesgada, que generó muchas críticas y oposiciones, incluso en el Norte: decretar la manumisión de la población negra del Sur, salvo en los estados fronterizos que habían permanecido fieles a la Unión (como Kentucky y Maryland), y en las zonas ocupadas por las fuerzas nordistas durante el transcurso de la guerra (como la Baja Luisiana y Virginia Occidental). Tres millones y medio de personas afrodescendientes –más del 80% de la esclavatura del Sur Profundo– fueron declaradas en libertad, en lo que se conoce como Emancipation Proclamation o «Proclama de Emancipación». La medida desató una ola de desacatos, revueltas y fugas en masa, dañando severamente el régimen esclavista de plantación, columna vertebral de la economía y sociedad confederadas. La apuesta de Lincoln por la guerra revolucionaria estaba dando sus frutos.[viii]

Pero la contienda no estaba ganada, y la Unión necesitaba más soldados. Los sectores abolicionistas propusieron crear regimientos de infantería con los afroamericanos libertos del Norte, o aquellos que migraban del Sur al Norte huyendo de las plantaciones. Pero los sectores más conservadores, movilizados por sus prejuicios racistas, se oponían. La perspectiva de multitudes armadas de freedmen (ex esclavos negros) mayormente desarraigados y sin empleo, acuartelados o marchando por campos y ciudades, les asustaba. Temían que eso socavara el orden social y provocara excesos de violencia revanchista contra la población blanca norteña. A Lincoln no le tembló el pulso y autorizó la formación de las USCT.[ix] Pero la polémica no cesó, demorando los avances de esta política inclusiva.

El debate en cuestión interesó sobremanera al mayor Mayer, quien, en tributo a sus convicciones liberales y anhelos profesionales, tomó partido por la causa antiesclavista y la leva de afrodescendientes. Su experiencia periodística en Buenos Aries, sumada a su excelente conocimiento del idioma inglés, hicieron que se resolviera a tomar la pluma. El 27 de junio, The Harper’s Weekly publicó –como ya se comentó– un par de cartas suyas donde manifestaba estar “muy sorprendido de que la capacidad, y podría decir la suprema excelencia de los negros como soldados, sean cuestionadas”. En ellas celebraba los progresos de la abolición de la esclavitud en las dos Américas, al tiempo que elogiaba sin retaceos las cualidades marciales y civiles de la raza negra: coraje, fuerza, fiereza, resistencia, disciplina, abnegación, lealtad, patriotismo, amor por la libertad…

Para fundamentar su apología, Mayer tuvo la sagacidad de invocar precedentes históricos sudamericanos: la destacada participación de negros y mulatos en las guerras de independencia, la guerra contra el Brasil y las guerras civiles rioplatenses. Recordó que la Asamblea del Año XIII había proclamado la libertad de vientres y prohibido la trata exterior, que San Martín había reclutado a miles de libertos y afrodescendientes para sus batallones de infantería, y que en la lucha contra el imperio esclavista brasileño –que había invadido y tiranizado la Banda Oriental– volvieron a descollar muchos veteranos negros y mulatos de las guerras de Independencia, que nada tenían que envidiar a los aguerridos mercenarios europeos contratados por Pedro I.

Mayer evocó a los soldados afroargentinos que habían sacrificado o arriesgado su vida por la libertad de su tierra, combatiendo a los realistas. Un nombre propio se reitera en su relato: Lorenzo Barcala, el coronel mulato “was born in the city of Mendoza, where his parents were slaves”. Destacó de él no solo sus atributos y proezas militares (como su contribución a la victoria de Ituzaingó, en la guerra contra el Brasil), sino también su adhesión al partido unitario y su férrea oposición al «tirano» Rosas, postura política que caracterizó en términos sarmientinos como civilización contra barbarie (Edelmiro era amigo y protegido del sanjuanino, quien llegaría a ser el embajador de la Argentina mitrista en los Estados Unidos, hacia 1865).

El panegírico de Mayer sobre Barcala no está exento de errores y omisiones: le atribuye haber integrado el Ejército de los Andes y haber combatido en Chacabuco y Maipú, cuando en realidad nunca cruzó la cordillera; y nada dice sobre su tardía lealtad al caudillo federal Facundo Quiroga luego de la batalla de La Ciudadela (1831), donde fue derrotado y capturado. Se aleja de la verdad, también, cuando afirma que toda la población afroargentina se hizo unitaria, cuando la mayoría era federal, al menos en la Buenos Aires de Rosas y varias provincias del Interior leales al Restaurador. De todo esto se hablará con más detalle oportunamente.

Mayer remata su semblanza con estas palabras: “El coronel Barcala es uno de los personajes más bellos de la historia argentina, la historia más heroica de Sudamérica. […] Ningún tirano doméstico o extranjero profana la tierra que él amó tan bien, y todo argentino libre atesora la memoria de Barcala”.

Las cartas de Mayer al Harper’s Weekly, el periódico más influyente del Norte, no cayeron en saco roto. Se le encomendó pronto la tarea de entrenar reclutas de las USCT, y fue designado capitán de una compañía de infantería totalmente integrada por voluntarios negros. Hacia mediados de octubre, lo hallamos en la ciudad de Baltimore. Tendrá una actuación meritoria en la decisiva batalla de Chattanoga (Tennessee), la accidentada campaña de Florida –donde es gravemente herido– y el largo sitio de Petersburg (Virginia), llegando a dirigir un regimiento entero de afroamericanos: el 45° de Infantería. En virtud de todo esto, el 31 de diciembre de 1864 Lincoln firma su promoción a teniente coronel, el rango militar que Mitre –enemistado con su jefe Wenceslao Paunero– le había negado en su patria.

45 regimiento coloradoMayer lideró un regimiento de afroamericanos: el 45° de Infantería

Al parecer, Mayer contaba con la admiración y estima de sus subalternos afroamericanos. Era un oficial intrépido, avezado y culto, no carente de bonhomía y simpatía. Tenía carisma y gozaba de popularidad. Oscar W. Norton, le comentó por carta a su hermana: “la mayor excitación aquí es causada por la llegada de un nuevo comandante de regimiento, el mayor Edelmiro Mayer. Es un sudamericano, y ha servido por diez años dentro del ejército, en el extranjero. Habla varias lenguas… y con su inagotable cantera de comentarios mantiene a todos con el mejor humor posible”. Mayer “llegó al fondo de las cosas, y nuestro regimiento va a mejorar bajo su dirección”[x].

Sarmiento, quien también simpatizaba con la causa abolicionista de la Unión, dirá de él poco después, en el cap. XIX de su Vida de Abraham Lincoln (1866), cuando ya había asumido el cargo de embajador argentino en Washington:

En cuanto a la aptitud de los negros para la guerra, sobre lo que existían muy fuertes dudas, no debieron ser del todo ineficaces los escritos de un joven Mayer, de nación argentino, quien pudo con justicia y oportunidad citar los hechos históricos, que desde la guerra de la Independencia de Sud América habían dejado establecida fuera de disputa la aptitud de las gentes de color para la guerra; puesto que ya en las batallas tan célebres de Chacabuco y Maipú, en Chile, bajo las órdenes del General San Martín, como en las de Junín y Ayacucho, bajo las órdenes de Bolívar, los batallones negros compartieron en igual grado la gloria de la jornada. La defensa de Montevideo, por espacio de diez años, por la que se hizo llamar la Nueva Troya, fue sostenida por tropas de línea, entre las cuales había batallones de negros,[xi] que también lucieron en la batalla de Caseros que derrocó la sangrienta tiranía de Rosas. El joven Mayer tomó servicio, para hacer buenos sus asertos, al mando de tropas negras; y mui buenos resultados debió ofrecer su plan, pues que en breve de capitán ascendió a Teniente Coronel, con el mando de un regimiento de color. Así la temprana experiencia de la América del Sud venía a ayudar a la emancipación de los negros, ennobleciéndolos por las armas.[xii]

Al terminar la guerra de Secesión en abril de 1865, Mayer y sus veteranos freedmen participaron de los desfiles triunfales en Washington, la capital de la Unión. Pero la noche del viernes 14 ocurrió una tragedia inesperada en el Teatro Ford: Lincoln recibió un disparo en la cabeza, muriendo pocas horas después. El asesino fue el actor sudista John Wilkes Booth. Mayer, amigo de la familia presidencial, asistió a los funerales. Al momento de producirse el magnicidio, se encontraba con el hijo de Lincoln en una fiesta.

El teniente coronel Mayer se marcharía a México para alisarte en el Ejército republicano de Benito Juárez, que libraba una guerra popular antiimperialista contra las fuerzas de Napoleón III, su monarca títere Maximiliano I –el archiduque de Austria– y los conservadores mexicanos que le eran adictos: la guerra contra la Segunda Intervención Francesa en México (1862-67). Comandó el batallón Zaragoza en numerosas batallas por la independencia: Monterrey, Santa Gertrudis, Querétaro… En virtud de su meritoria actuación, fue ascendido a general.[xiii] Pero las andanzas mexicanas de Mayer –que él narra en sus memorias– exceden la finalidad de este artículo, igual que sus últimos años de repatriado en el Río de la Plata y la Patagonia, donde intervino en la represión del levantamiento mitrista de 1874 y en el alzamiento bonaerense de Tejedor contra la federalización de la ciudad de Buenos Aires (1880), últimas guerras civiles de la Argentina; y donde, además, llegó a desempeñarse como gobernador del territorio nacional de Santa Cruz hasta su muerte, acaecida en 1897.

Las cartas de Mayer al Harper’s Weekly nunca fueron traducidas al castellano. La presente publicación viene precisamente a llenar ese hueco historiográfico. Sin más preámbulos, comparto mi traducción, a la cual juzgué conveniente suplementar con notas bibliográficas y aclaratorias, o bien, de carácter crítico o digresivo.



TROPAS DE COLOR

La discusión militar de mayor interés en este momento[xiv] es sobre el valor de las tropas de color. Hasta ahora en la guerra, cada vez que han estado en acción,[xv] han demostrado el heroísmo, la subordinación, la serenidad y la inquebrantable resolución que son esenciales para el soldado exitoso. Pero un más interesante capítulo testimonial sobre la materia ha sido confiado a nosotros por un amigo[xvi], quien lo recibió del mayor Edelmiro Mayer, un soldado de la República Argentina que ha entrado al servicio de este país,[xvii] habiendo sido ampliamente recomendado al presidente y distinguidos personajes civiles y militares por eminentes personas de su propio país.[xviii] Haremos solo aquellos cambios en sus expresiones que sean absolutamente esenciales. El mayor escribe en inglés[xix]:

Estoy muy sorprendido de que la capacidad, y podría decir la suprema excelencia de los negros como soldados, sean cuestionadas.[xx] Pero recuerdo que, cuando el Nuevo Mundo fue descubierto, los europeos dudaron de si los indios eran hombres o no, hasta que el papa Alejandro VI emitió una bula declarándolos dotados de inteligencia y descendientes de Adán…[xxi]

¿Qué fundamento hay para creer que el negro no es un buen soldado? En mi opinión, no carece de ninguna de las cualidades de un soldado; y esta opinión mía está fundada en rigurosas pruebas de su valor, vistas y conocidas por mí en una larga experiencia con ellos en las guerras de la República Argentina.[xxii]

La rama principal del ejército es la infantería. Permítasenos entonces considerar al negro como un soldado de a pie.

Para ser un buen soldado de infantería es necesario que el hombre sea robusto y sobrio, y capaz de soportar privaciones y fatiga. Debe estar dotado del coraje pasivo del artillero y el marino, y debe también poseer la intrepidez que, cuando la ocasión lo exija, lo lance a la carga con la impetuosidad de un jinete. Para luchar de día y de noche, en verano e invierno, sobre tierra y sobre agua, en todos los climas, y en todo tipo de suelo; resistiendo la fatiga, el frío y el hambre, él necesita una inteligencia acorde al tipo de guerra que practica –una continua perseverancia, destreza, energía y fuerza moral para participar en todos los combates–.

Eso sí: la infantería no será buena hasta que esté compuesta de individuos que reciban codo a codo el bote de metralla, sin esquivar los disparos ni cambiar de posición; que reciban o ataquen al enemigo con bayoneta o bala; que hagan largas marchas sin calzado y acampen sin agua en verano, sin ropa en invierno y comiendo poco; que luchen sin descanso.

Encuentra una raza de hombres con tales cualidades, y habrás encontrado la mejor infantería del mundo. En general, los negros son robustos; pero los esclavos lo son mucho más, porque están habituados al trabajo incesante y son capaces de soportar las privaciones y fatigas de las campañas con admirable resignación, y podría decirse también con una impasibilidad estoica.

Que el negro es valiente está demostrado por la historia de mi país, en la que están escritos los nombres de muchos héroes negros.[xxiii]

En la guerra sudamericana de Independencia, el ejército de la República Argentina contribuyó a liberar cinco otras repúblicas (Perú, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay),[xxiv] y en el ejército había muchos batallones de negros[xxv]. Los ejércitos españoles, que venían recientemente de combatir contra las legiones de Napoleón el Grande,[xxvi] sabían muy bien de qué metal estaban hechos los negros, porque los españoles fueron derrotados por ellos en muchas batallas.[xxvii]

En la guerra que la República Argentina tuvo contra el Brasil, en 1825, los brasileños tenían 8.000 soldados extranjeros en su infantería,[xxviii] quienes, en la decisiva batalla de Ituzaingó (donde las armas argentinas fueron victoriosas)[xxix], terminaron muertos, heridos o hecho prisioneros por un número inferior de negros, comandados por un coronel negro llamado Barcala, quien había sido ascendido a ese alto grado en el ejército regular debido a su heroísmo, talento militar y maneras caballerescas.[xxx]

En la larga y cruenta guerra civil de la República Argentina, en la cual pugnaron dos elementos opuestos –civilización y barbarie–,[xxxi] los negros siempre estuvieron del lado del partido civilizado, y siempre fueron sublimemente leales al mismo. Los líderes del partido bárbaro nunca fueron capaces de persuadir a esos negros de servirles. Ellos prefirieron en todo momento las torturas del tirano J. M. de Rosas y una muerta segura por traición.[xxxii]

Nunca desertaron de la bandera de la libertad.

Cuando el ejército de la libertad fue diezmado por Rosas,[xxxiii] y la República Argentina se había vuelto un vasto cementerio para todos aquellos que amaban la libertad –cuando nuestro ejército había sido privado de sus líderes más necesarios y los hombres habían perecido por hambre, sed y la fatiga de tales campañas–, los negros se distinguieron por la perseverancia, destreza y fuerza moral con que afrontaron todas las pruebas y superaron todas las dificultades.

Los negros jamás se insubordinan, y la subordinación es el alma de un buen ejército. Además, son muy leales a sus comandantes y oficiales.

Les relataré un hecho ocurrido en 1854. El partido retrógrado había tomado posesión del gobierno de la República del Uruguay.[xxxiv] Los liberales resolvieron entonces derrocarlo,[xxxv] y se unieron a algunos regimientos de la Guardia Nacional de Montevideo, la capital de la república. La revolución fue aplastada, y los instigadores fueron desterrados para siempre del país.[xxxvi] En ese momento, hubo tres batallones de negros que rogaron a sus jefes que les permitieran acompañarlos a su destierro. Sus comandantes consintieron. Vinieron a Buenos Aires, y siempre han sido devotos a sus principios, y ayudaron a sus jefes a intentar derrocar el gobierno despótico de su país en 1857, desdichada expedición donde la mayor parte del ejército de la libertad pereció por el filo lacerante de la espada del enemigo.[xxxvii]

He tenido algunos de estos soldados negros, y los he conducido a la lucha. Ojalá quiera Dios que yo pueda volver a obtener el mando sobre soldados como esos. Sé que aun si no fueran victoriosos, ¡al menos nunca abandonarían el campo sin honrar nuestras armas y bandera!

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BARCALA

En una carta ulterior, el mayor Mayer ofrece el siguiente reporte de un célebre jefe negro cuya fama sobrevive en la República Argentina de modo similar a la de Toussaint Louverture[xxxviii] en Santo Domingo. Junto al valiente coronel Barcala, otros negros se han distinguido en las guerras de Sudamérica. Borros, el historiador portugués de Brasil, dice que en su opinión los soldados negros son preferibles a los suizos, quienes en su día fueron considerados la mejor infantería del mundo.[xxxix] De hecho, uno de los personajes más distinguidos de la historia brasileña es Herique Diaz, un negro, que de esclavo se convirtió, como Barcala, en coronel de un regimiento de soldados de su mismo color. En 1637, al frente de sus soldados, les arrebató a los holandeses el fuerte y la ciudad de Recife.[xl] En 1645, en una de sus batallas, una bala destrozó su mano izquierda. Para evitar el retraso de curar la herida, hizo que se le amputara en el acto, diciendo que cada dedo de su diestra valía en batalla la totalidad de su zurda. El historiador Meneses[xli] elogia su consumada habilidad, y la devoción e intrepidez de sus seguidores:

Deseas saber más del coronel Barcala, cuyo nombre has visto en la carta que escribí. Sé perfectamente bien que tu interés en él no es una mera curiosidad ociosa, sino que nace de tu profundo amor por la buena causa, y de tu anhelo de poner en acción lo que podría contribuir de algún modo a elevar a la raza negra oprimida.[xlii]

Piensas que podría ser útil e interesante conocer algo de este compatriota mío, un hombre eminente por sus talentos, virtudes y acciones heroicas. Bien, entonces te haré un bosquejo de ese negro, tan noble y valiente como el Bayard de Francia[xliii]. Solo temo que ese bosquejo será imperfecto, porque estoy lejos de quienes podrían darme datos, y debo depender solamente de mi memoria. Pero los pocos detalles que puedo relatarte de este mártir de la libertad te permitirán hacerte un juicio de él.

El coronel Barcala nació en la ciudad de Mendoza, donde sus padres eran esclavos. El propietario de su amado negrito, viéndolo tan inteligente, le dio una buena educación.[xliv] La guerra de Independencia revolucionó la sociedad del virreinato de Buenos Aires,[xlv] y cuando el primer congreso se reunió, en 1815, declaró libres a todos aquellos que nacieran después de ese día en la República Argentina, y también prohibió la introducción de esclavos.[xlvi] El amor a la libertad inspiró los corazones de la mayoría de los ciudadanos, quienes dieron inmediatamente la libertad a sus negros, reclamándolos solo para ayudar a mantener la libertad e independencia de la nueva república.[xlvii]

Muchos negros marcharon hacia los campamentos y se ofrecieron como soldados, entre ellos Barcala. Fueron organizados en batallones con oficiales blancos.[xlviii] El general San Martín cruzó con ellos los Andes, la más espléndida hazaña de la historia militar de Sudamérica, y combatieron en la memorable batalla de Chacabuco, tan desastrosa para los españoles. En esta batalla, Barcala fue ascendido a cabo por su distinguida gallardía.[xlix]

Poco tiempo después el ejército emancipador fue sorprendido en la noche, y, desafortunadamente, casi todos se dispersaron.[l] El cabo Barcala fue ascendido a sargento por la actividad e inteligencia que desplegó en esta ocasión.[li] Siete días después,[lii] el ejército español fue atacado, para su gran sorpresa, en el campo de Maipú, por el ejército que creían haber destruido en la reciente acción, y que ahora se reducía a un tercio del número del enemigo.

La batalla de Maipú fue una de las más sangrientas y desesperadas de todas las que libraron los españoles en el continente sudamericano, y al perderla, perdieron la posesión de Chile. En esa batalla los batallones negros[liii] hicieron proezas similares a aquellas que distinguieron a los regimientos de Rhode Island bajo el mando del general Burnside en Antietam[liv].

Por su desempeño en la batalla, Barcala fue ascendido a teniente. Fue el primer oficial negro en nuestro ejército,[lv] y tenía para esa época tres condecoraciones en su pecho.

Batallando constantemente, sin tregua, el ejército emancipador siguió a los españoles a Bolivia y Perú.[lvi] Retornó a Buenos Aires en el año 1823.[lvii] Barcala había hecho ocho años de continuas campañas, y cuando regresó a su patria, de la que se había ido como soldado raso, lo hizo como coronel de un regimiento, cubierto de gloria, con quince decoraciones, y con el amor y la estima de todo el ejército.[lviii]

Téngase en cuenta que los comandantes y oficiales del ejército provenían de los sectores más notables y selectos de la sociedad, precisamente para poder apreciar el mérito de Barcala, un esclavo negro emancipado,[lix] quien se elevó tan alto en su rango debido a sus talentos, heroísmo, conocimientos y virtudes.

En la guerra contra el Brasil, en 1825, tú conoces la talla de lo que hizo, porque has leído la carta que te he escrito.

En 1828 estalló nuestra guerra civil,[lx] y Barcala, como todos los negros, estuvo con el partido de la libertad.[lxi] El ejército liberal, estando en la provincia de Córdoba, libró la batalla de La Tablada, bajo el mando del general Paz (el único general sudamericano que no ha perdido una batalla, a pesar de que luchó muchas y muy notables, entre ellas esta, la más sangrienta en la historia sudamericana), contra el general Facundo Quiroga, el Atila argentino.[lxii]

Tras dos días de lucha, durante los cuales se desplegó, de un lado, mayor estrategia y valor, y del otro, mayor impetuosidad en las furiosas cargas de caballería, y mayor tenacidad, el general Paz se mantuvo como dueño del terreno; y en la orden general que dio el día siguiente, ensalzó el conocimiento y talento de su jefe del estado mayor, y declaró que le debía la mayor parte de la victoria. El jefe del estado mayor del general Paz –el más estratega e instruido de todos los generales sudamericanos, y el más austeramente parco en elogios– era el coronel Barcala.

Te relataré dos o tres sucesos que echen un poco de luz sobre su carácter.

Estando el ejército liberal en la ciudad de Córdoba, la alta sociedad de la ciudad ofreció un grandioso banquete a los comandantes y oficiales. En los batallones negros había algunos oficiales con grado de coronel, quienes habían sido promovidos por sus méritos. Ahora bien: ninguno de estos oficiales iría al banquete, pero agradecieron sinceramente la invitación. Hace dos años, conocí a uno de esos oficiales; y cuando le pregunté por qué razón habían declinado la invitación, me dijo: “en el ejército sabíamos bien lo que éramos como oficiales, pero también conocíamos nuestra posición en la sociedad, porque así nos lo enseñó nuestro coronel Barcala”. Porque, habiendo sido esclavos, carecían, por supuesto, de una gran cultura.

Pocos días después de esto, se le ofreció un baile a los generales y comandantes. Era costumbre abrir estos bailes con un minué en el que intervenían el comandante general y su jefe de estado mayor. El coronel Barcala, quien, por orden de su general, estaba presente, y se hallaba en las habitaciones adyacentes, no quiso entrar al salón a danzar, diciendo que no sabía cómo hacerlo. Entonces, una de aquellas damas designadas para bailar el minué, a la que conozco, y quien, hoy avanzada en años, preserva el aire aristocrático que era característico de sus modales, se le acercó y dijo: “te guiaré; ahora ya no te negarás a bailar”. Barcala bailó con toda la gracia y libertad de un cortesano. El minué terminó, él se retiró del salón y se marchó. Luego le dijo a esta dama: “aunque trataste de honrarme, realmente me mortificaste”.[lxiii]

Poco después, cayó en manos de Quiroga (un famoso bandolero)[lxiv], quien ordenó que fuese fusilado. Pero media hora antes del tiempo indicado, Quiroga ordenó que se lo trajeran y le preguntó:

—¿Qué hubieras hecho conmigo si me hubieras tomado prisionero?

Hubiera ordenado que te colgaran en el primer árbol, porque no mereces ser fusilado.

Coronel Barcala, lo dejaré en libertad si entra a mi servicio.

El coronel Barcala –le replicó– no se degradará sirviendo a los líderes de la barbarie.

Y Quiroga, el feroz Quiroga, rendido ante la nobleza de este hombre, le dio la libertad; y esta fue la primera y última vez que él le concedió la vida o libertad a un enemigo.[lxv]

Pero a Barcala le estaba reservado el destino del mariscal Ney[lxvi]. En un viaje de Mendoza a Chile[lxvii] fue capturado por el fraile general Aldao. Ordenó que fuera fusilado, y Barcala solo pidió permiso para dar la orden de fuego a aquellos que debían dispararle. Cuando lo trajeron de prisión, apareció vestido con su uniforme de gala, y con sus diecisiete condecoraciones. Y con voz nítida y fuerte les dijo a quienes estaban alrededor las siguientes palabras, muy notables y difíciles de olvidar: “moriré con la única pena de ver a mi patria oprimida por tiranos[lxviii]; pero moriré con la satisfacción de que mi nombre será recordado en la historia argentina; y así como la Cristiandad atesora la memoria de sus mártires, así la libertad recordará a aquellos de sus hijos que se han sacrificado por ella”. Después de esto, exclamó “¡Viva la República Argentina libre de tiranos!” y, con perfecta confianza, ordenó a los rifleros que hicieran fuego.

El coronel Barcala es uno de los personajes más bellos de la historia argentina, la historia más heroica de Sudamérica. Sus últimas palabras se hicieron realidad. Ningún tirano doméstico o extranjero profana la tierra que él amó tan bien,[lxix] y todo argentino libre atesora la memoria de Barcala.



mayer3Mayer en su biblioteca de la Casa de Gobierno de Río Gallegos, circa 1896, cuando fue gobernador del Territorio Nacional de Santa Cruz

Consideraciones finales

Las opiniones antiesclavistas de Mayer, igual que su apasionada defensa del enrolamiento de afroamericanos para la causa unionista, son las de un liberal decimonónico que, al menos en teoría, intentó hacerse cargo de los principios ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad proclamados por la Revolución Francesa, la Independencia norteamericana y la Revolución de Mayo, y también por la Constitución argentina del 53 y el gobierno republicano de Lincoln. La pregunta que se impone, entonces, sería la siguiente: ¿qué tan consecuente fue Mayer en sus cartas al Harper’s Weekly? Aquí se presume que, más allá de todo interés particular o afán pragmático de índole profesional (algo que parece innegable), el oficial rioplatense también actuó con arreglo a valores ético-políticos sinceros. Pero, ¿fue coherente? La respuesta al interrogante es: no del todo. Su apología de los soldados negros y mulatos no está exenta de sesgos racistas, eurocéntricos y paternalistas, como ya se ha constatado.

En las cartas de Mayer aflora con mucha fuerza un tópico no menor de la retórica sarmientina, que reaparecerá con frecuencia en la Historia oficial de Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López y otros cronistas laureados de la república liberal parida –manu militari– en Caseros y Pavón: el tópico de los afroargentinos como héroes-mártires de la Revolución, uno de los mitos fundantes de la nación argentina. De acuerdo a esta leyenda rosa, los esclavos habrían alcanzado unánimemente –merced al proceso independentista iniciado en mayo de 1810– la ansiada libertad e igualdad, asumiendo su enrolamiento en los ejércitos patriotas siempre con gratitud, valentía y abnegación, nunca como una imposición o un salvavidas de plomo. Su mortandad en las sucesivas conflagraciones de «su» patria (guerra de Independencia, guerra contra el Brasil, guerras civiles contra la «barbarie del caudillaje», etc.) sería el tributo que habrían de pagar por el beneficio de haberse sacudido el yugo de la esclavitud.

Hoy sabemos que las cosas no fueron tan idílicas: la Asamblea del Año XIII proclamó la libertad de vientres y prohibió la trata exterior, pero la esclavitud no fue abolida y la trata dentro de las Provincias Unidas siguió siendo un negocio legal. Además, solo una parte de la esclavatura fue reclutada por los ejércitos patriotas, consiguiendo por ese conducto la manumisión. Apagadas las últimas brasas revolucionarias, la trata con el extranjero volvió a ser permitida. Por lo demás, los prejuicios y las discriminaciones racistas persistieron durante todo el siglo XIX (y más allá), aun después de que la Constitución del 53 declarara abolida la esclavitud en su art. 15, y de que Buenos Aires hiciera suyo ese precepto (1860). Persistieron en todos los ámbitos, incluso en las fuerzas armadas, donde la segregación racial de las tropas –vieja herencia colonial– continuó siendo una práctica generalizada durante las guerras civiles, igual que la tendencia de relegar a los pardos y morenos en la infantería, la infrarrepresentación de los hombres «de color» en la oficialidad y el techo de cristal en los ascensos: ningún oficial afroargentino pasaba de coronel (el generalato estaba, de facto, reservado a los militares blancos).[lxx]

Todo esto es muy cierto, y las cartas de Mayer al Harper’s Weekly constituyen un buen botón de muestra. También parece advertirse en ellas otra reminiscencia sarmientina: la opinión –implícita más que explícita– según la cual la plebe afrodescendiente de las Américas era parte de la «civilización» en la medida que supiera aceptar la tutela moral de sus antiguos amos, que renegara de su etnicidad ancestral («supersticiones», «vicios», «vulgaridades», etc.), y abrazara in totum los valores y las costumbres de una civilidad ilustrada que se confunde tácitamente con la cultura de la burguesía blanca (por ej., destreza para bailar un vals o comportarse con galantería). La libertad e igualdad, la ciudadanía, solo resultaban accesibles a las personas «de color» si estas optaban por la asimilación, por la aculturación. Mayer no lo dice expresamente, pero lo da a entender entre líneas.

Jamás alude a ningún aspecto étnico de la afrodescendencia. Solo ve en ella dos cosas: por un lado, una condición racial, que se manifiesta principalmente en la tez de la piel; y por otro, una experiencia histórica de esclavitud que, más allá de toda iniquidad, les otorgaría a sus víctimas –según su parecer– una superior capacidad (disciplina, resistencia, etc.) para combatir en el arma de infantería, como ya argumentaran, entre otros, el general San Martín, una opinión que podría ser impugnada –o al menos discutida– como prejuicio o estereotipo de racismo benevolente[lxxi], de modo análogo a lo que sucede hoy con los elogios al presunto talento «innato» de las personas negras para el básquet u otros deportes (talento que, desde luego, no se les reconoce en otras disciplinas, como el ajedrez o la ciencia, implícitamente asociadas con la raza blanca). Para Mayer, los negros y mulatos son soldados de la patria y nada más, vale decir, ciudadanos en armas abstraídos de toda identidad o filiación étnicas, sin candombe, sin carnaval, sin cofradía de San Baltasar, sin naciones (Congo, Cambundá, Benguela, Lubolo, Angola, etc.), sin culto a las ánimas, sin charanda, sin sociedades de socorro mutuo, sin periódicos comunitarios, sin conciencia ni lazos de minoría diaspórica, sin intereses de clase en tensión con la tradición republicana liberal de Mayo-Caseros…

Pero quizás estemos juzgando con excesiva severidad a Mayer. Su vivo interés por la música popular rioplatense,[lxxii] y su apertura mental a reconocer la raigambre africana de la misma, nos podrían estar hablando de un criollo patricio que no fue tan cerrilmente hostil ni indiferente a la cultura de la plebe negra y mulata. En su obra El intérprete musical (1888), un extenso diccionario técnico consagrado al arte de los sonidos y su terminología –libro muy estudiado, dicho sea de paso, por quienes han investigado la historia de la música popular argentina–, Mayer nos dejó una de las definiciones más antiguas que se conocen sobre el tango, y una de las primeras formulaciones de la tesis africanista respecto a la génesis de este género: “Canción y baile originado por los negros esclavos de la América Española. La música es de compás 2/4 y el baile se divide en dos partes”[lxxiii]. Como es sabido, la musicología siempre ha debatido la genealogía del tango, vexata quaestio si las hay. En el marco de esa controversia, nunca faltaron aquellos que minimizaron la crucial importancia del sustrato negro-mulato (candombe, milonga, etc.), desde perspectivas eurocéntricas muy sesgadas (teorías unilateralmente criollistas, hispanistas o inmigracionistas).[lxxiv] A la luz de todo esto, puede apreciarse mejor la valía de la tesis africanista defendida por Mayer, de la cual fue un precursor, o uno de sus pioneros.

Aun con sus limitaciones y contradicciones ideológicas, aun con su racismo benevolente y su paternalismo «civilizador» frente a la plebe negra y mulata (que tanto nos recuerdan al pensamiento de su amigo Sarmiento y otros liberales del siglo XIX), lo cierto es que Edelmiro Mayer rompió lanzas, como militar y como periodista, por la causa abolicionista y la utopía de una «ciudadanía en armas» interracial, en un tiempo donde la mayoría de los americanos blancos de ambos hemisferios todavía defendían encarnizadamente la esclavitud y la desigualdad de razas, o no hacían nada para erradicarlas del continente. Sería un anacronismo no reconocerle al subalterno argentino de Lincoln, al oficial rioplatense de las USCT, ningún crédito por su lucha contra la esclavocracia en la guerra de Secesión, y contra la exclusión de los afrodescendientes en el Union Army. Lucha marcial, en los campos de batalla donde miden sus fuerzas los ejércitos, pero también intelectual, en esa otra forma de polemos que siempre –desde la Grecia antigua cuanto menos– ha sido la polémica, la confrontación de ideas a través de las palabras.

mayer1Edelmiro Mayer (1836-1897)

NOTAS

[i] Isabella, Maurizio, Risorgimento in Exile: Italian Émigrés and the Liberal International in the Post-Napoleonic Era. Oxford University Press, 2009. Véase también Etchechury Barrera, Mario I., “Aventureros, emigrados y cosmopolitas: hacia una historia global de las guerras en el Río de la Plata (1836-1852)”. PolHis, año X, n° 20, jul.-dic. 2017, pp. 20-52.
Existe hoy una Internacional Liberal, con sede en Londres. Pero su creación fue muy tardía: data de la Posguerra (1947). En el siglo XIX no había, formalmente, ninguna organización equivalente a la Internacional Socialista.
[ii] Rothera, Evan Christopher, Civil Wars and Reconstructions in America: the United States, Mexico, and Argentina, 1860-1880. Disertación dada en la Universidad del Estado de Pensilvania, en agosto de 2017. Disponible en <https://etda.libraries.psu.edu&gt;.
[iii] La bibliografía sobre la historia de la guerra de Secesión es un universo en sí mismo. Para una buena y actualizada síntesis divulgativa, véase Kingseed, Cole C., The American Civil War. Westport (CT), Greenwood Press, 2004. En castellano, lo mejor de lo más reciente es Hernández, Jesús, Norte contra Sur. Historia de la guerra de Secesión (1861-1865). Barcelona, Inédita, 2008.
[iv] No hay mucho escrito sobre Mayer, fuera de unas cuantas semblanzas en medios periodísticos que repiten la misma información sumaria (no siempre exacta ni fidedigna, por otra parte). La biografía más completa sigue siendo Lenci, Juan, Vocación y destino. Vida y hazañas de Edelmiro Mayer, soldado de Mitre, Lincoln y Juárez. Bs. As., Peuser, 1961. Existe otra más reciente, pero inédita: Lafuante, Horacio, Quijote sin escudero. La vida de Edelmiro Mayer. Disponible en <https://hlafuente.wordpress.com&gt;. En inglés, vale la pena leer Rothera, op. cit., la cual incluye bastantes datos y observaciones sobre Mayer. El escritor mexicano Alfonso Reyes reseñó su vida en “Americanería andante”, dentro de su libro Norte y Sur (1944), que figura en el tomo IX de sus Obras completas (México, FCE, 1996, pp. 102-103). En cuanto a fuentes primarias, pocas relevadas por ahora, la más importante son las memorias del propio Mayer: Campaña y guarnición. Bs. As., s/e, 1892. Hay una reedición relativamente reciente de esta obra, al cuidado de Rosendo Fraga y la Embajada de México: Bs. As., Editorial Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría, 1998. No está de más mencionar que Sarmiento le dedicó algunas líneas significativas –que citaremos oportunamente– de su Vida de Abraham Lincoln. Nueva York, D. Appleton y Cía., 1873 (2ª ed.). Disponible en Google Libros.
[v] N° 339, vol. VII, pp. 402-403. Disponible en <http://www.sonofthesouth.net/leefoundation/civil-war-1863.htm&gt;.
[vi] Vid. <https://15thamendment.harpweek.com/HubPages/CommentaryPage.asp?Commentary=06Bios05&gt;.
[vii] La única biografía sobre Barcala es Canale, José, El coronel Don Lorenzo Barcala. Bs. As., El Inca, 1927. En este último tiempo, los investigadores Orlando Gabriel Morales –historiador del Conicet– y Luis César Caballero –genealogista independiente– han publicado un par de artículos sobre dicho personaje histórico, con datos y enfoques novedosos que vale la pena conocer, por ej., “Movilidad social de afromestizos movilizados por la independencia y las guerras civiles en el Río de la Plata. Lorenzo Barcala (1795-1835)”. Historia y Memoria, n° 16, enero-junio de 2018. Disponible en <http://dx.doi.org/10.19053/20275137.n16.2018.6123&gt;.
[viii] Para mayor información, este libro es una excelente opción: Guelzo, Allen C., Lincoln’s Emancipation Proclamation: The End of Slavery in America. Nueva York, Simon & Schuster, 2006. Quienes busquen algo más somero y divulgativo en castellano, pueden leer este artículo mío: “La Emancipation Proclamation de Lincoln”. En Comercio y Justicia (Córdoba), 5 de noviembre de 2014. Disponible en <https://comercioyjusticia.info/blog/opinion/la-emancipation-declaration-de-lincoln&gt;.
 Una aclaración importante: tal como se indicó, la Proclama de Emancipación entró en vigencia el 1° de enero de 1863; pero su anuncio oficial –por bando militar, a modo de ultimátum– fue hecho unos cien días antes, el 22 de septiembre de 1862. De ahí que la efeméride de la Emancipation Proclamation se corresponda con esta última fecha, y no con la primera. El 22 de septiembre de 1862 Lincoln conminó a los estados rebeldes del Sur a cesar sus hostilidades y reincorporarse a la Unión, dándoles como plazo máximo el 31 de diciembre. Pasada esa fecha, la sanción por incumplimiento sería la manumisión en masa de toda la esclavatura, sin resarcimiento. Más allá de su poder disuasivo a mediano plazo (cien días), bastante incierto, la Proclama de Emancipación respondía a un objetivo inmediato mucho más factible: soliviantar o agitar a la población afrodescendiente esclava con la promesa de libertad, generándoles a los Estados Confederados –tan pronto como se hiciera el anuncio– una crisis económico-social en retaguardia que minara su capacidad militar. La historia demuestra que la estrategia de Lincoln fue correcta. Y fue precisamente en función de esa estrategia que los Border States (los cuatro estados sureños esclavistas que lindaban con el Norte) quedaron exceptuados de la Emancipation Proclamation, puesto que eran leales a la Unión, y por nada del mundo se quería perder su apoyo mientras la guerra contra el Sur Profundo confederado no terminara. La abolición general de la esclavitud en todos los Estados Unidos recién se concretaría en diciembre de 1865, ya concluida la guerra de Secesión, con la XIII Enmienda a la Constitución.
[ix] United States Colored Troops, «Tropas de Color de Estados Unidos» (USCT, por sus siglas en inglés). Eran los regimientos afroamericanos del Ejército de la Unión, integrados por freedmen (libertos) negros y mulatos. Su creación data de 1863, luego de que entrara en vigencia la Proclama de Emancipación de Lincoln, aunque hubo algunos antecedentes en 1862 a nivel estadual (por ej., un cuerpo de voluntarios afrodescendientes en la milicia de Kansas). Las USCT llegaron a tener 178 mil soldados, repartidos en 175 regimientos comandados por oficiales blancos. Al final de la guerra civil, representaban la décima parte del Union Army.
Existe un estupendo libro sobre esta materia: Dobak, William A., Freedom by the Sword. The US Colored Troops, 1862-1867. Washington, Centro de Historia Militar del Ejército de EE.UU., 2011. Incluye un pasaje sobre Mayer –ilustrado con un retrato fotográfico de este oficial– en la pág. 439.
[x] Cit. en Rothera, op. cit., p. 56.
[xi] No está de más recordar que, durante el Sitio Grande de Montevideo (1843-51), los colorados uruguayos contaron con el apoyo de los unitarios argentinos emigrados al Uruguay, y también con el auxilio de la Legión Italiana: el legendario revolucionario Giusseppe Garibaldi y sus bravos camicie rosse. Como bien destaca Sarmiento, la larga inexpugnabilidad (ocho años) de Montevideo mucho le debió a la férrea tenacidad de los batallones de infantería de pardos y morenos comandados por el general Paz. Esa tenacidad hubiese sido impensable si los colorados, el 12 de diciembre de 1842, al optar por replegarse en la capital uruguaya para resistir el inminente asedio de los blancos y Rosas (vencedores en Arroyo Grande), no hubieran abolido la esclavitud, promulgando una ley que decía: “…Considerando […] que en ningún caso es más urgente el reconocimiento de los derechos que estos individuos tienen de la naturaleza, la Constitución y la opinión ilustrada de nuestro siglo; que en las actuales circunstancias en que la República necesita de hombres libres, que defiendan las libertades y la independencia de la Nación; […] no hay esclavos en todo el territorio de la República”. Cit. en Wright, Francisco A., Montevideo. Apuntes históricos de la defensa de la República. Montevideo, Imprenta Nacional, 1845, pp. 32-33. Disponible en Google Libros.
[xii] Sarmiento, op. cit., p. 222. En nota al pie, el sanjuanino acota esta anécdota: “el Comandante Mayer, celebrado en el Ejército como buen jinete, se distinguió en la batalla de Olustee, en la Florida. Muerto el abanderado de su regimiento, otro oficial con el mismo fin le sucedió. Entonces el Comandante Mayer, tomó en sus manos la bandera, cayendo traspasado por dos balazos, de cuyas heridas apenas sobrevivió”.
Sarmiento habló también de Mayer, simultáneamente y en términos muy similares a los de su Vida de Lincoln, en su informe al ministro de Instrucción Pública de Argentina, Dr. Eduardo Costa, Las escuelas: base de la prosperidad y de la república en los Estados Unidos. Nueva York, E. Davison, 1866, pp. 184-185. Disponible en Google Libros.
[xiii] Con respecto a la Segunda Intervención Francesa en México, este libro ofrece una buena panorámica histórica: Galeana, Patricia, Juárez en la historia de México. México, Porrúa, 2006.
[xiv] El momento, tal como se informa en ese mismo número del Harper’s Weekly, no podía ser más crítico. Hacia fines de junio de 1863, el ejército confederado acababa de invadir Pensilvania, en lo que sería el máximo avance territorial logrado por el Sur en toda la guerra de Secesión (1861-65). Nunca hubo tanta alarma en el Norte como durante esos días, en que las tropas del general Lee llegaron a estar a solo 170 kilómetros de Filadelfia. La calma, con todo, empezaría a volver pronto, a principios de julio, merced a la decisiva victoria de la Unión en Gettysburg, gran punto de inflexión en la guerra civil norteamericana.
En julio, sin embargo, el rechazo a la guerra y el resentimiento racista alcanzaron un gran pico de intensidad en el Norte: los Draft Riots. Pocos días después de Gettysburg, la plebe neoyorquina –en gran medida conformada por inmigrantes irlandeses pobres– se amotinó contra el reclutamiento forzoso de nuevos contingentes por sorteo y contra la continuidad de la guerra, y también contra la Proclama de Emancipación, la migración negra del Sur al Norte y la contratación de trabajadores «de color» en industrias y servicios. Más de cien personas afrodescendientes fueron brutalmente linchadas o ahorcadas en las calles de la Gran Manzana entre el 13 y 16 de julio de 1863, masacre que ha sido recreada en la escena final de Pandillas de Nueva York (2002), la película de Martin Scorsese. Véase Hunter, Dupree A. y Fishel, Leslie H. (Jr.), “An Eyewitness Account of the New York Draft Riots, July, 1863”. En Mississippi Valley Historical Review, vol. 47, n° 3, dic. 1960, pp. 472–79. Disponible en <<https://www.jstor.org/stable/1888878?seq=1>&gt;.
En síntesis, Mayer publica sus cartas en un contexto donde la Unión necesitaba más reclutas que nunca para la guerra, pero donde, al mismo tiempo, el racismo todavía imperante en el Norte entorpecía el reclutamiento de las USCT.
[xv] Por ej., en el combate de Mound Island, Missouri, el 29 de octubre de 1862, donde el 1er Regimiento de Infantería de Voluntarios de Color de Kansas consiguió una notable victoria para la Unión al dispersar un contingente confederado de la Guardia del Estado de Missouri, el cual tenía la doble ventaja de la sorpresa (había tendido una emboscada) y del número (350 contra 250).
[xvi] ¿Sarmiento, quien tenía muchos contactos en los Estados Unidos desde que lo visitara allá por 1847? ¿O tal vez Robert Lincoln, el hijo del presidente, de quien Mayer se había hecho amigo cuando arribó a Nueva York pocos meses atrás?
[xvii] Mayer había ingresado al Union Army –el Ejército nordista– con el grado de mayor. Aún no tenía tropas a cargo, ni había tenido su bautismo de fuego en la guerra de Secesión. Se desempeñaba como instructor en la academia militar de West Point, no muy lejos de la ciudad de Nueva York.
[xviii] Entre otros, Domingo Faustino Sarmiento –por entonces gobernador de San Juan– y William Goodfellow, pastor de la congregación metodista norteamericana de Buenos Aires. En la Librería del Congreso de los Estados Unidos, entre los numerosos documentos del archivo de Lincoln (serie 1), está la carta de recomendación que el Rev. Goodfellow le dirigió al presidente norteamericano, fechada en la capital argentina el 20 de enero de 1863: “Mi querido Señor: el portador, mayor E. Mayer, va del Ejército Nacional argentino a ofrecerse por la causa de la Unión. […] Habla fluidamente inglés y alemán, y ha ganado distinciones en los campos más cruentos de Sudamérica. […] Podría asignarle una plaza en el staff de uno de nuestros generales…” (la traducción es mía). Puede leerse la misiva completa en <https://www.loc.gov/resource/mal.2126300/?st=gallery&gt;.
[xix] Mayer era hijo de un oficial británico de la Royal Navy radicado en Buenos Aires, y había recibido clases de inglés desde niño. Tenía, por ende, un muy buen dominio de esa lengua.
[xx] La opinión pública del Norte estaba dividida respecto a las USCT. Dar armas e instrucción militar a los freedmen era considerado peligroso, subversivo, por los sectores blancos más conservadores de la Unión, fuertemente racistas. Incluso la abolición de la esclavitud seguía siendo materia de controversia. Una parte de la población blanca nordista no había acogido bien la Emancipation Proclamation, sobre todo en los estados fronterizos esclavistas que se habían mantenido leales a Lincoln y que –todavía– no habían sido afectados por la política revolucionaria de manumisiones en masa.
[xxi] Mayer incurre aquí en una confusión. La bula en cuestión, la Sublimis Deus (1537), fue promulgada por el papa Pablo III, no por Alejandro VI. No obstante, podría alegarse que en las bulas alejandrinas (1493) ya estaba implícita, en germen, la doctrina pontificia según la cual los pueblos indígenas eran parte del género humano, de momento en que se planteaba la necesidad misional de evangelizarlos. Lo cual no significaba, claro está, reconocer que su racionalidad fuese plena, equiparable a la de los conquistadores europeos. Lo dicho vale no solo para las bulas alejandrinas, sino también para la Sublimis Deus a la que parece aludir Mayer.
[xxii] Mayer había intervenido en la guerra civil entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina (1852-61), luchando para el bando porteño. También participó en las campañas de Mitre contra las montoneras federales del Interior, luego de Pavón (1861-62). Le tocó en suerte, asimismo, una experiencia fortinera en el sur bonaerense, luego de Cepeda, donde combatió contra pampas y ranqueles (1859-61). En todas estas guerras, Mayer había tenido subalternos afrodescendientes.
[xxiii] Los tenientes coroneles Inocencio Pesoa, Nicolás Cabrera y Agustín Sosa; el capitán Andrés Ibáñez; los sargentos José Cipriano Campana y Juan Bautista Cabral, el soldado Batallón, etc. Acaso también (se discute mucho su autenticidad histórica) el cabo segundo Antonio Ruiz, alias Falucho.
[xxiv] Hablar de “República Argentina” para esa época (guerra de independencia) es inexacto. En aquel entonces, la denominación era Provincias Unidas del Río de la Plata. Este anacronismo de Mayer pudo haberse debido a su deseo de allanar la comprensión del público norteamericano, que poco conocía la realidad rioplatense.
En cuanto a la liberación de “cinco repúblicas”, debe matizarse ese número. Originalmente, el Alto Perú, la Banda Oriental y el Paraguay eran parte de las Provincias Unidas. Por otro lado, en el caso particular del Paraguay, la expedición de Belgrano de 1810-1811 no contó con un apoyo local significativo. Al contrario, fue objeto de una resistencia casi unánime. La independencia paraguaya poco le debe a las armas rioplatenses. Harina de otro costal son Misiones y Corrientes, pero estos territorios no habrían de engrosar la República del Paraguay. Mayer podría haber añadido Ecuador a su lista, debido a la participación de tropas rioplatenses –un escuadrón de granaderos a caballo comandado por el coronel Lavalle– en la expedición que San Martín envió a Quito desde Perú, en auxilio de Sucre (1822). Pero hasta 1830, la antigua Presidencia de Quito integraría la Gran Colombia.
[xxv] Casi la mitad del Ejército de los Andes estaba integrado por negros y mulatos, fuertemente concentrados en los batallones de infantería. Por otra parte, hacia 1813, un 38% del Ejército del Norte estaba conformado por libertos afrodescendientes. Cfr. Morea, Alejandro, “Negros, pardos y morenos en el Ejército Auxiliar del Perú (1810-1820)”. En Historia Caribe, vol. XIV, n° 35, julio-diciembre 2019, pp. 39-40.
[xxvi] Mayer hace referencia a la guerra de Independencia española, librada en la Península Ibérica contra la invasión napoleónica, entre 1808 y 1814. En ella combatió José de San Martín antes de retornar al Río de la Plata en 1812.
[xxvii] En una carta de 1816 a su amigo y colaborador Tomás Godoy Cruz, San Marín escribió: “No hay remedio mi buen amigo, solo nos puede salvar el poner a todo esclavo sobre las armas, por otra parte, así como los americanos son lo mejor para la caballería, así es una verdad que no son los más aptos para infantería, mire usted que yo he procurado conocer a nuestro soldado, y sólo los negros son los verdaderamente útiles para esta última arma…”. Cit. en Rabinovich, Alejandro, Ser soldado en las guerras de Independencia. Bs. As., Sudamericana, 2013, pp. 42-43.
San Martín nos da una pista sobre su parecer en otro escrito: “el esclavo tiene principios de disciplina que es más difícil inculcar en los blancos”, en obvia alusión a los hábitos de obediencia férrea que se le han inculcado desde su infancia o captura. Cit. en Goldberg, Marta Beatriz, “Coraje Bantu en las guerras de independencia argentina”. Revista del CESLA, n° 7, 2005, p. 203.
[xxviii] El autor alude al Corpo de Estrangeiros, compuesto mayormente de mercenarios alemanes.
[xxix] Se libró el 20 de febrero de 1827, en Rio Grande do Sul. Ituzaingó fue una batalla clave, puesto que aceleró los acuerdos de paz y aseguró la independencia definitiva del Uruguay, subyugado por Brasil desde 1817. Cabe destacar que Brasil era un imperio, una monarquía, no una república como las otras naciones de la América independiente. Asimismo, su política abiertamente expansionista en el Plata parecía remedar el colonialismo de las potencias europeas. Y dos cosas más, no menos importantes: primero, los soldados imperiales eran mayormente mercenarios extranjeros, no ciudadanos/patriotas en armas como los rioplatenses; y segundo, Brasil constituía uno de los mayores baluartes del esclavismo, en el continente y en el mundo. De ahí que Mayer no pierda oportunidad de ensalzar la victoria de Ituzaingó. La guerra contra el Brasil monárquico e invasor, contra el Brasil «esclavócrata» de las fazendas cafetaleras y los ingenios azucareros, fue una causa profundamente libertaria, cimentada no solo en el republicanismo y el antiimperialismo, sino también en el abolicionismo (más allá de todas sus limitaciones y contradicciones: gradualismo, paternalismo, racismo). Esto explica la inmensa popularidad que gozó entre los afroargentinos y afrouruguayos, y la conmovedora vehemencia con que los batallones de morenos y pardos combatieron por la emancipación de la Banda Oriental. En el imaginario republicano de la época, que no había perdido del todo la herencia jacobina de Mayo, Ituzaingó y Juncal fueron algo así como la Maratón y Salamina del Río de la Plata. Añádase que muchos esclavos brasileños fugados de las plantaciones y los engenhos habían hallado refugio –y redención– en las Provincias Unidas, reforzando con su presencia la hostilidad afroargentina hacia el Imperio de Pedro I, país donde la trata estaba legalizada sin restricciones y la libertad de vientres brillaba por su ausencia.
En la prensa afroporteña decimonónica hay múltiples evidencias de solidaridad fraterna internacionalista con los hermanos y hermanas del Brasil en situación de esclavitud. Vid. Geler, Lea, Andares negros, caminos blancos: afroporteños, Estado y Nación. Rosario, Prohistoria, 2010, pp. 198-202.
[xxx] Mayer se explaya sobre Barcala en su otra carta (véase infra). En realidad, este oficial afroargentino consiguió el rango de coronel con posterioridad a la guerra contra el Brasil. Lo consiguió en 1830, luchando para el bando unitario en la batalla de Oncativo (Córdoba). Barcala tuvo una actuación rutilante, que cimentó la victoria del general Paz sobre el caudillo federal Facundo Quiroga.
[xxxi] Recuérdese que Mayer era liberal y amigo de Sarmiento, y que se había criado en el seno de una familia porteña fervientemente unitaria. No sorprende entonces que reprodujera la retórica maniquea civilización vs. barbarie.
[xxxii] Esto es falso. Una gran cantidad de afrodescendientes –probablemente la mayoría, al menos en la Buenos Aires rosista– simpatizaba con el partido federal y combatió por él en las guerras civiles. Rosas, por ej., llegó a contar con una amplísima y fervorosa adhesión de la plebe afroporteña merced a sus políticas clientelistas, demagógicas y paternalistas, algo que sus enemigos unitarios no se cansaron de denunciar con acritud, incurriendo a menudo en estigmatizaciones racistas como las de Amalia, la novela de José Mármol. Numerosos afroporteños militaron en la Sociedad Popular Restauradora, engrosaron las milicias bonaerenses y fueron parte de la temida Mazorca. Con todo, es un hecho que Rosas nunca quiso abolir la esclavitud (hubo que esperar a Caseros para que eso ocurriera, Constitución Nacional mediante), y que, durante gran parte de su gobierno, permitió –e incluso alentó– la trata: volvió a legalizarla (1831) luego de que la Asamblea del Año XIII la prohibiera, pero finalmente restableció su proscripción (1839). También es un hecho que el unitarismo no carecía de apoyos al interior de la comunidad afrodescendiente, como lo prueba la presencia de nutridos contingentes de negros y mulatos en los ejércitos de Lavalle, Paz y Lamadrid; y también la trayectoria biográfica no solo de Barcala, sino también de otros suboficiales y oficiales pardos o morenos: el coronel José María Morales, el sargento José Cipriano Campana, el coronel Pablo Irrazábal, el mayor Celestino Barcala (el hijo de Lorenzo Barcala), etc. Por lo demás, los intelectuales liberales antirrosistas de la generación del 37 solían tener opiniones abolicionistas. Desde luego que el antiesclavismo no era incompatible con el racismo (como lo ilustra crudamente el caso de Sarmiento), pero esto vale por igual para unitarios y federales, algo que el revisionismo histórico tiende a pasar por alto.
Un historiador estadounidense especialista en la materia ha escrito: “el apoyo de la comunidad [negra y mulata] a Rosas de ningún modo era unánime. Algunos afroargentinos, en especial aquellos que estaban ubicados más confortablemente en la sociedad de la ciudad [Buenos Aires], se unían a los unitarios contra el dictador. El coronel José María Morales, el oficial de color de más alto rango de la Argentina, inició su carrera militar luchando en el bando unitario en el Sitio de Montevideo. Doña Encarnación repetidamente advertía a su esposo de los complots para asesinarlo; el sospechado instigador de uno de ellos fue un mulato Carranza, ‘muy unitario’. Otro mulato de nombre Félix Barbuena se decía que había sido el líder de la revuelta antirrosista de 1839 en el sur de la provincia [el movimiento Libres del Sur, aplastado en Chascomús]. Los enemigos del gobernador hacían todo lo posible por socavar el apoyo de los afroargentinos al dictador. En 1836, un informante le escribió al jefe de policía que ex oficiales de una antigua unidad militar negra, el Cuarto Batallón de Cazadores, se habían infiltrado en las naciones africanas y estaban difundiendo la subversión unitaria”. Andrews, George Reid, Los afroargentinos de Buenos Aires. Bs. As., Ed. de la Flor, 1989, p. 119.
Lavalle, en su campaña contra Rosas de 1839, interpeló a los afroargentinos como compatriotas y pares, y como viejos compañeros de armas: “Hombres de color y de casta por quienes he peleado en cien combates, puesto que he peleado por la igualdad de todos los hombres. ¡Yo vengo en defensa de vuestra causa, soy vuestro amigo y vuestro defensor! ¡Os brindo un rango en mis filas para pelear contra el salvaje que os asesina y os vende, so pretexto hipócrita de amigo de los pobres!” (cit. En Morrone, Francisco, Los negros en el Ejército: declinación demográfica y disolución. Bs. As., CEAL, 1995, p. 71). En su proclama, Lavalle parece denunciar el esclavismo de Rosas, quien no solo había preservado la esclavitud, sino también rehabilitado la trata exterior, alguna vez prohibida por la Asamblea del Año XIII.
La prensa afroporteña es otro buen indicador de que la población negra y mulata distaba de ser unánimemente federal en sus preferencias políticas. Luego de la caída del rosismo en 1852, que acabó con la persecución y censura contra los unitarios, circularon en Buenos Aires varios periódicos que combinaban una orgullosa reivindicación de la identidad racial/étnica afrodescendiente con posiciones ideológicas liberales y mitristas que iban de la mano, en el plano de la política de la memoria, con la línea Mayo-Caseros (por ej., El Artesano y La Juventud). Véase Geler, op. cit., pp. 201 y 283.
[xxxiii] Referencia histórica poco clara. Podría tratarse de la seguidilla de cruentas derrotas sufridas por los unitarios en 1831, que derivaron en la disolución de la Liga del Interior; o bien, de las desastrosas batallas de Rodeo del Medio y Famaillá, en 1841, que hicieron añicos a la Coalición del Norte.
[xxxiv] Mayer parece hacer alusión al gobierno del caudillo colorado Venancio Flores, cuya política de conciliación con los blancos no agradó al sector más intransigente de su partido: los colorados conservadores.
[xxxv] La llamada Rebelión de los Conservadores, que no estalló en 1854 como afirma Mayer, sino en 1855 (agosto).
[xxxvi] En realidad, la «revolución» resultó exitosa: Flores renunció. El destierro de los colorados conservadores al que apunta el autor ocurrió, en efecto; pero algún tiempo después, a comienzos de 1856, cuando su líder, el general César Díaz, perdió las elecciones presidenciales frente al candidato blanco Gabriel Antonio Pereira. La extrema inestabilidad política del Uruguay decimonónico –por momentos una vorágine de caos– le jugó una mala pasada a Mayer, quien –como él mismo se excusa en su otra carta– no tenía a mano fuentes que le permitieran refrescar su memoria, por hallarse tan lejos del Río de la Plata.
[xxxvii] Mayer se refiere a la Hecatombe de Quinteros: la desastrosa expedición del general Díaz al Uruguay desde Buenos Aires, contra el gobierno blanco de Pereira. Los expedicionarios fueron vencidos, y muchos de ellos (se estima que un centenar y medio) masacrados sin miramientos en cautiverio. Este hecho luctuoso no sucedió en 1857, como afirma Mayer, sino en 1858.
[xxxviii] Político y militar afrocaribeño de Saint-Domingue, nacido en 1743 y fallecido en 1803. Lideró la gran insurrección de esclavos que estalló en esta colonia francesa hacia 1791, la cual, luego de asegurar la abolición de la esclavitud, derivó en una revolución independentista exitosa, la primera de toda América Latina.
[xxxix] Curtis cometió una errata. No es “Borros”, sino Barros. João de Barros (1498-1590), el Tito Livio portugués, es el primer historiador lusitano de fuste. Vivió un tiempo en el Brasil, y escribió sobre él. Durante su tiempo (siglo XVI), los mercenarios suizos, con sus largas picas, seguían siendo considerados por muchos la mejor infantería del mundo occidental, aunque los tercios españoles –mejor adaptados a las nuevas tácticas de combate con armas de fuego– ya habían empezado a disputarles seriamente su primacía, que se remontaba a la Baja Edad Media, cuando la pólvora no había revolucionado aún el arte de la guerra.
[xl] Henrique Dias fue un miliciano afrobrasileño liberto del siglo XVII, oriundo de Pernambuco, que desarrolló una brillante carrera militar como soldado y oficial. Cuando Holanda invadió el Nordeste del Brasil, Dias se enroló como voluntario en las fuerzas portuguesas de Albuquerque que luchaban contra la ocupación, convirtiéndose en una de los grandes héroes de la Insurrección Pernambucana de 1645-54, en la cual llegó a comandar como maestre de campo (rango equivalente a coronel) el Tercio de Negros y Mulatos del Ejército Patriota. Descolló en las decisivas batallas de los Guararapes (1648 y 1649), recibiendo en recompensa el título nobiliario de hidalgo. En su breve panegírico, Curtis omite un dato biográfico comprometedor: Dias intervino también en la represión de los quilombos, las comunas clandestinas creadas por la esclavatura que se había fugado de las plantaciones.
[xli] No sabemos a qué Meneses se refiere Curtis. ¿El cronista y marino portugués Manuel de Meneses? No podría ser, porque falleció en 1628, dos años antes de que Holanda invadiera el Brasil, hecho detonante de la Insurrección Pernambucana donde actuó Dias. Probablemente Curtis se haya confundido de autor. Meneses sí escribió sobre la primera invasión holandesa al Brasil: la de 1624-25, a la capitanía de Bahía.
[xlii] Mayer sabía que Curtis era partidario de Lincoln y abolicionista, y que apoyaba con fervor –como él– la creación de las USCT.
[xliii] Pierre Terrail de Bayard (1476-1524). Fue un noble y militar francés del período renacentista, que adquirió gran notoriedad por su bravura y heroísmo en las guerras de Italia: la defensa del puente de Garellano, la batalla de Marignano, etc. Se trata del personaje histórico que dio origen a la leyenda del «caballero sin miedo y sin tacha», canto del cisne de la nobleza feudal tardomedieval.
[xliv] En su relato sobre Barcala, Mayer parece basarse en Sarmiento, quien habló elogiosamente del oficial mulato mendocino –aunque con varias imprecisiones biográficas– en Facundo y Vida de Aldao, libros publicados en 1845. Recientemente, Orlando Gabriel Morales y Luis César Caballero demostraron con evidencias documentales que el oficial mulato mendocino nació libre, y que su patrón, el criollo Cristóbal Barcala, escribano del Cabildo de Mendoza entre 1797 y 1821, fuese probablemente su padre biológico y –como se decía en la época– de crianza. Véase “Lorenzo Barcala: ¿esclavo, «hijo de la Revolución» y «civilizador de masas»? Una discusión de las mitificaciones historiográficas de los afroargentinos”. En Tiempo Histórico, n° 16, Santiago de Chile, enero-junio de 2018, pp. 39-59.
[xlv] El Virreinato del Río de la Plata era llamado alternativamente Virreinato de Buenos Aires, incluso en documentos oficiales españoles del período colonial.
[xlvi] La proclamación de la libertad de vientres y la prohibición de la trata exterior de esclavos son disposiciones que datan de 1813, no de 1815. Fue la Asamblea del Año XIII, y no el Congreso de Tucumán (que recién empezó a sesionar en 1816), el órgano legislativo que las aprobó.
[xlvii] Mayer romantiza en exceso el proceso revolucionario. No pocas familias de la élite criolla –realistas y no realistas– se negaron a manumitir y/o donar a sus esclavos, por lo que las autoridades patriotas debieron recurrir al rescate y la confiscación para poder engrosar la infantería con libertos negros y mulatos. Aun así, buena parte de la esclavatura no fue alcanzada por la emancipación de guerra. En el Cuyo sanmartiniano que se aprestaba para el Cruce de los Andes, donde las levas de afrodescendientes resultaron más masivas que en cualquier otra región del Río de la Plata, un tercio de los esclavos permanecieron en su estatus. Por lo demás, la libertad del liberto no era inmediata, automática, sino supeditada al cumplimiento de un largo, penoso y riesgoso servicio militar fuera del país, del que muchos nunca regresarían, o regresarían inválidos.
[xlviii] No siempre. De hecho, como bien explica uno de los historiadores ya mencionados, “las tropas de pardos y morenos libres del ejército revolucionario eran comandadas en gran parte por hombres de color” (no así los batallones de libertos, de esclavos recientemente manumisos, donde predominaba abrumadoramente la oficialidad blanca). “Parece haber sido una regla tácita que a ningún afroargentino se le podía permitir que llegara al rango de general, pero al menos once se elevaron al grado de coroneles o tenientes coroneles”, entre ellos Barcala. “Si bien muchos afroargentinos se elevaron al rango de oficiales en las fuerzas armadas, el paso entre coronel y general resultaba una barrera infranqueable, y el número de negros y mulatos que se convirtieron en oficiales de ningún modo era proporcional a su representación en el ejército”. Andrews, op. cit., pp. 156-157, 152-153 y 70.
[xlix] Aquí es donde Mayer, confundido, más se aparta de la verdad histórica: Barcala no acompañó a San Martín en el Cruce de los Andes. Por orden suya permaneció en Cuyo como instructor de las tropas patriotas, en el Cuerpo de Cívicos Pardos de Mendoza. Su rutilante carrera militar la hizo en las guerras civiles y la guerra contra el Brasil, no en la guerra de Independencia.
[l] Mayer alude aquí, sin dudas, a la derrota de Cancha Rayada, ocurrida el 19 de marzo de 1818.
[li] Id. nota 49.
[lii] No siete, sino diecisiete días después (la batalla de Maipú aconteció el 5 de abril de 1818).
[liii] Batallones 7° y 8° de los Andes, y también el batallón chileno Infantes de la Patria.
[liv] Antietam (Maryland, 17 de septiembre de 1862) fue la primera gran batalla de la guerra de Secesión librada en territorio de la Unión. Fue muy cruenta: más de 3.600 muertos. No tuvo un resultado concluyente. Las tropas sudistas del general Lee se replegaron a Virginia sin ser hostigadas por las fuerzas nordistas de McClellan, demasiado cauteloso. Detenido el avance confederado, Lincoln se sintió en una posición lo suficientemente fuerte como para lanzar, pocos días después, la Proclama de Emancipación. En la batalla de Antietam tuvo una actuación sobresaliente el mayor general Ambrose Burnside (bando unionista), al frente del Noveno Cuerpo del Ejército del Potomac.
[lv] Mayer exagera. Antes de Barcala, hubo otros oficiales afrodescendientes en las fuerzas patriotas rioplatenses. Por ej., el mulato brasileño Agustín Sosa, del Regimiento de Pardos y Morenos de Buenos Aires. Luchó en las Invasiones Inglesas –donde obtuvo el grado de teniente coronel– y en muchas campañas de la guerra de Independencia: expediciones al Paraguay, a la Banda Oriental y al Alto Perú.
[lvi] Las tropas rioplatenses que acompañaron a San Martín a Chile, se embarcaron luego con él hacia Perú. Esto es exacto. Lo que no es exacto es que ulteriormente hayan marchado con Sucre al Alto Perú. Desde Perú, los últimos remanentes –ínfimos en número–retornaron al Río de la Plata vía Chile.
[lvii] En realidad, la repatriación desde Perú de los últimos soldados rioplatenses de San Martín –los pocos granaderos que habían sobrevivido a tantas batallas de la Independencia sudamericana– fue por tandas. Lavalle y otros oficiales regresaron a Buenos Aires hacia 1823, luego de la desastrosa campaña de Puertos Intermedios. Un remanente bastante mayor, encabezado por el coronel Bogado, lo hizo en 1826, luego de combatir en Junín y Ayacucho a las órdenes de Sucre.
[lviii] Id. nota 49.
[lix] Mayer vuelve aquí a hacerse eco de un error biográfico de Sarmiento, que muchos otros han reproducido hasta hoy: que Barcala nació esclavo, y que obtuvo la libertad a posteriori, con la presunción tácita de que su manumisión estuvo asociada al proceso revolucionario iniciado en 1810, y apuntalado por la gobernación cuyana de San Martín (donaciones, rescates y confiscaciones de esclavos como reclutas del Ejército de los Andes). Véase Morales y Caballero, op. cit., nota 44.
[lx] Se refiere a la segunda guerra civil entre unitarios y federales, tras el fusilamiento de Dorrego (1828). Las provincias de la Liga del Interior se enfrentaron a las signatarias del Pacto Federal. La guerra concluyó con la victoria federal de La Ciudadela (1831), donde las huestes de Quiroga hicieron trizas al ejército de Lamadrid.
[lxi] El partido unitario. Mayer falta a la verdad cuando asevera que toda la población afroargentina simpatizaba con el unitarismo. Vid. nota 32.
[lxii] La batalla de La Tablada se libró en las afueras de la ciudad de Córdoba, los días 22 y 23 de junio de 1829. Fue muy cruenta, es cierto: mil muertos. Pero Mayer exagera mucho al decir que fue la más sangrienta de toda la historia sudamericana. Varias batallas de la Independencia igualaron o superaron esa cifra. Algunas, incluso, la duplicaron, como Maipú y Ayacucho. De hecho, muchas otras batallas de las guerras civiles rioplatenses provocaron una mortandad mayor: Arroyo Grande, Caseros, Pavón…
[lxiii] Al contar esta anécdota del modo en que la cuenta, Mayer deja en evidencia, sin proponérselo, que no era inmune a los prejuicios raciales de su tiempo. De ser verídica, ella demostraría también que Barcala había asimilado –parcialmente al menos– el racismo de la élite criolla, algo no infrecuente entre las personas afrodescendientes, especialmente en el caso de la minoría mulata de clase media, particularmente expuesta a lo que se denomina síndrome del Tío Tom.
[lxiv] Esta criminalización de Quiroga sin sutilezas, con rencor faccioso, constituye otra muestra más del influjo sarmientino en el pensamiento de Mayer.
[lxv] Mayer se equivocó en demasía, o no pudo resistirse a la tentación de «novelar» la historia para llevar agua a su molino: el oficial mulato Barcala como héroe-mártir impoluto –sin claudicaciones, sin pragmatismos– de la causa unitaria. Porque lo cierto es que, a cambio del indulto, Barcala sí aceptó ser el edecán de Quiroga, y en 1833 se lo vio participar en la Campaña al «Desierto» de Rosas, a las órdenes del comandante federal José Ruiz Huidobro. Fue fiel al Tigre de los Llanos mientras este vivió, por gratitud o necesidad. Y cuando Quiroga, su poderoso protector, fue asesinado en Barranca Yaco, Barcala debió marcharse raudamente de Mendoza a San Juan, para no caer en las garras de Aldao, quien lo tenía entre ceja y ceja desde hacía mucho tiempo. Pero desde su exilio, Barcala comenzó a conspirar contra el caudillo federal mendocino, y habiendo sido descubierto el complot, el gobierno sanjuanino lo extraditó. De vuelta en Mendoza, fue juzgado y condenado a la pena capital. Murió fusilado el 1° de agosto de 1835.
[lxvi] Michel Ney, el Rubicundo (1769-1815). Fue un célebre militar francés que combatió en las guerras de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, con actuaciones rutilantes (Neuwield, Eylau, Borodinó, etc.) que le cimentaron un ascenso meteórico en el escalafón del Ejército, hasta convertirse en Mariscal de Francia, cúspide de la gloria marcial. Su intrepidez, pericia, carisma y proezas lo volvieron inmensamente popular entre los soldados y oficiales de la Grande Armée, y merecieron el aprecio y los elogios del propio Napoleón (cuando no lo desafiaba ni desobedecía, algo que sucedía a menudo). Caído en desgracia luego de Waterloo, y habiéndose consumado en Francia la restauración monárquica de los Borbones, Ney fue juzgado por traición y condenado a muerte. Llevado al paredón, se negó altivamente a que le vendaran los ojos y pidió que se le dejara dar la orden de fuego al pelotón. Concedido este último deseo, exclamó antes que lo fusilaran: “¡Soldados, rechazo ante Dios y ante la Patria el juicio que me condena! He luchado cien veces por Francia y nunca contra ella. Apelo ante los hombres, ante la posteridad, ante Dios. Apuntad directo al corazón. ¡Viva Francia!”.
[lxvii] No hubo tal viaje. Barcala estaba en San Juan y fue extraditado a Mendoza. Véase nota 65.
[lxviii] Los «tiranos» en cuestión eran, claro está, los caudillos federales Juan Manuel de Rosas –líder de la Confederación Argentina– y José Félix Aldao –gobernador de la provincia de Mendoza–.
[lxix] Es claro aquí el guiño a Caseros (1852) y Pavón (1861), fin de las «tiranías» federales de Rosas y Urquiza. Recuérdese que Mayer creció en un hogar fervientemente unitario, y que combatió para el bando porteño en la segunda de dichas batallas, igual que en Cepeda (1859).
[lxx] En relación a la crítica del mitologema épico de los afroargentinos como paladines y mártires de la patria naciente (el cual está muy ligado, desde luego, al mitologema trágico del blanqueamiento durante la guerra del Paraguay, las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires y el boom de la inmigración europea finisecular), vid. Morales y Caballero, op. cit., nota 44. Véase asimismo Geler, Lea, “‘¡Pobres negros!’. Algunos apuntes sobre la desaparición de los negros argentinos”. En García Jordán, Pilar (ed.), Estado, región y poder local en América Latina, siglos XIX-XX. Publicacions i Edicions de la Universitat de Barcelona, 2007.
[lxxi] Véase Araeen, Rasheed, “The Art of Benevolent Racism”. En Third Text, n° 51, verano de 2000, pp. 57-64. Aunque el intelectual pakistaní se refiere al campo artístico posmoderno, su concepto de racismo benevolente no deja de tener cierta validez general, pudiendo ser extrapolado a otros contextos histórico-culturales, como el que aquí nos ocupa. Cito el pasaje más relevante de su artículo: “William Macpherson dice que la ‘discriminación’ es realizada a través de ‘estereotipos racistas’, por lo que representa algo negativo y malévolo; y, por lo tanto, algo que ‘perjudica a las minorías étnicas’. Lo que no menciona o discute es que esa discriminación también ocurre a través de otra forma de estereotipo, que es ‘positivo’ y benevolente. No se lo ve como discriminación porque parece no generar una desventaja. Por el contrario, el estereotipo ‘positivo’ es especialmente colocado en una posición ventajosa para ser admirado y celebrado, lo que beneficia a él o ella y le da un sentido de (falso) logro. El estereotipo ‘positivo’ se basa en una fascinación por la diferencia de quienes se consideran outsiders: ‘Ellxs no son como nosotrxs; por lo tanto, no pueden hacer lo que hacemos. Pero debemos admirar y valorar lo que hacen dentro de sus propias culturas, ya que son parte de nuestra sociedad’” (p. 59). La traducción es mía.
[lxxii] Mayer era melómano. Estudió música en su infancia y adolescencia, y cosechó cierta notoriedad como guitarrista y pianista aficionado tocando en fiestas, bailes y otras reuniones sociales. Durante su madurez, ya repatriado y retirado de su carrera militar, llegó a participar en conciertos de profesionales, por ej., el que dio su amigo Clementino del Ponte –un célebre pianista italiano– en el salón Coliseum, allá por noviembre de 1879. Incursionó en el periodismo musical, la enseñanza musical y la musicología, publicando artículos y libros, entre ellos El intérprete musical –que acabamos de citar– y su Plan progresivo y completo de enseñanza del piano (1884) para la Escuela de Música de Buenos Aires, institución de la cual fue directivo. Vid. Suárez Urtubey, Pola, “La musicografía después de Caseros (II)”. En Revista del Instituto de Investigación Musicológica Carlos Vega, n° 7, 1986, pp. 51-52 y 72-73.
[lxxiii] Cit. en Horvath, Ricardo, Esos malditos tangos: apuntes para la otra historia. Bs. As., Biblos, 2006, p. 172.
[lxxiv] Véase Freixa, Omer, “La herencia africana del tango”. En Todo es Historia, n° 625, dic. 2019, pp. 44-51.
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