Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca
A veces alguno cae, a la siesta, a la mañana, a la tarde, a la noche, la hora del día es lo menos. Desde la orilla miran cómo los ojos vidriosos del ahogado comienzan a hundirse hasta que se apagan.
A veces se entregan a la corriente mansamente sin tratar de resistirse, sin moverse, a veces se entregan con más fervor al hundimiento y se hunden de golpe, como si el pantano se los tragara. Los parientes y los enemigos desde la orilla parecen saborear el hundimiento que predijeron.
Una vez ya hundidos, viene la peor parte: las pirañas. Ellas comienzan por saborear la piel para después desgarrarla. La policía, los jueces y los concejales alimentan a las pirañas periódicamente para que puedan comerse a algún pibe y vayan vaciando un poco la ciudad de tanto negro.
Las pirañas dañan no sólo al pobre infeliz que se hunde sino también a toda la familia, que aunque esté en la orilla, también se hunde.
Cuando el infeliz ha terminado de hundirse, poco queda de él, apenas quizás algunos recuerdos, es decir, los huesos del alma.