Por Marlon Zambrano
No había caído en cuenta de que algo estaba pasando, hasta que se acumularon las evidencias. En una tarde recibí por lo menos 70 solicitudes de amistad a través de Facebook, sin distinguir entre hombres y mujeres.
Nunca acepto ninguna, axiomáticamente, por la misma razón que cambio frecuentemente de nombre y dirección en mi descripción de perfil: para estar a salvo de los acreedores.
Sin embargo, al día siguiente, distendido y aletargado, me dio por aceptarlas todas pensando que era gente como uno, ladillada del encierro y lanzada a la inercia, buscando aforo para sus memes ridículos y sus comentarios expertos en cualquier materia, a lo que somos muy aficionados los venezolanos en persona o vía online.
Cuando vine a ver, atesoraba la bicoca de 1.178 amigos y amigas entrañables. Perfectos desconocidos o estrellas de la ciberfarándula criolla, que de pronto aplaudían mis estupideces, con el infaltable like de aprobación que, a fin de cuentas, es lo que uno busca en la vida cuando escribe.
Para decirlo en palabras de García Márquez: uno escribe pa’ que lo quieran.
Bueno, el otro detalle -inconfesable- es que yo también disparé solicitudes de amistad a mansalva, y huelga decir, aunque me avergüence, la mayoría iba cazando a las cibernautas que se veían más buenas en las fotos.
No era el único, aunque la virtualidad nos vende la ilusión de la exclusividad individualista, y como yo, miles de víctimas de la cuarentena, a escala planetaria, andaban buscando peo digital, exponiendo deseos, ventilando ganas, correteando carajitas o carajitos (o ambos) en medio de una especie de orgía virtual sin precedentes en la Historia de la humanidad, amparada por el anonimato y la seguridad del distanciamiento.
De pronto, como en una película de Pier Paolo Pasolini, leí a un señor mayor pidiéndole, textualmente, la totona a una muchacha bien bonita, y a ella bloquearlo de inmediato. A otra la vi exponer públicamente a su acosador, un maracucho virolo que le preguntaba directamente “¿qué te parece si te muerdo entre las piernas?” durante una ingenua conversación de gente que apenas se está conociendo.
Yo, que soy gente seria que huye de los problemas, recibí la atrevida invitación a hacer cosas indecorosas por parte de un tipo que, supongo, confundió mi orientación sexual.
Indagando un poco más para desarrollar mi hipótesis, encontré de todo en esta cáustica viña del Señor, pero de todos, la que más me gustó fue la historia de un amigo mío que finalmente coronó.
Antropólogo él, bailarina ella, lograron sortear la infranqueable barrera de la curva de contagio, que se había incrementado peligrosamente luego de varios meses de cuarentena, y decidieron dar el definitivo salto al vacío, como los románticos antiguos que saldaban la eternidad de su amor con un pacto de muerte.
Se citaron en la plaza La Candelaria un martes a mediodía. “Yo voy de blanco”, dijo ella; “yo de negro”, prometió él.
Dicen los testigos casuales del encuentro que más o menos fue una escena peliculera: se vieron desde lejos, aceleraron el paso y, con los tropiezos típicos de la primera vez, se lanzaron directamente a meterse un latazo caraqueño.
Lo triste de todo, me cuentan, fue que, bajo la mirada torva de tres policías nacionales de guardia, apenas les dio chance de besarse en los tapabocas.