Por Mariano Dubin
Hay en el Sur patagónico una reversión de un antiguo refrán: «Dale la mano al indio y te come el codo».
Pocas veces antropofagia, racismo y barbarie son sintetizadas tan bien en tan pocas palabras, pero no voy a decir nada sobre esto ahora. En realidad, voy a ir por la idea contraria en una misantropía del todo horizontal: a casi cualquier ser humano le das la mano y te come el codo.
Harari, en su best-seller «Sapiens», pone al día las investigaciones arqueológicas y antropológicas sobre la extinción masiva de grandes mamíferos con la expansión del humano por los distintos continentes —hace pocas semanas, en esa línea, unos investigadores argentinos explicaron el caso del poblamiento de América— y hoy, otra vez, nos encontramos frente al hambre interminable de nuestra raza que se está comiendo el mundo, pronto Marte y pasado mañana quién sabe: que todos sabemos, entonces, sobre extinciones masivas.
Pero con unos mates, en plan criollo de reírme un rato, leyendo sobre la voracidad humana, recuerdo una anécdota que esta vez es, sí, algo lejos de Punta Alta: en la frontera de Guyana y Venezuela.
Caminaba con un indio pemón que no hablaba español sino un muy precario inglés (tan precario como el mío que no hubo inconvenientes en el diálogo).
En un momento atravesamos una selva espesa en medio de la sabana y el indio me dijo: «Antiguamente, aquí, estaba lleno de monos. Se han extinguido todos». Tal vez porque no supe qué decir, dije lo que creí que se esperaba que diga:
—¡Qué lástima! —comenté, con compungida preocupación por el daño natural.
—Mucha lástima —me respondió con los ojos brillosos—. Eran riquísimos.