Por Bautista Franco
Para los aficionados al juego ciencia, el nombre de Bobby Fischer no es extraño: se asocia al genio y la locura. Los profesores se esmeran en contar las mil y una hazañas del joven. Para el resto del mundo, de los simples mortales que sobreviven por fuera de los tableros, es un nombre como mucho leído alguna vez en la sección cultural. Estas breves historias deben ser una excusa para acercarse al juego ciencia, tal vez haya un Bobby escondido dentro suyo y no lo sabe.
En Estados Unidos nació en 1943 uno de los más grandes maestros que haya dado la historia del ajedrez mundial: Robert James Fischer. A diferencia de otros prodigios, Bobby no destacó en el juego sino hasta después de los 13 años, cuando comenzó un veloz crecimiento en el deporte. A los 15 años y medio había obtenido el título de Gran Maestro -algo inédito- y estaba clasificado al torneo de Candidatos, un torneo exclusivo que determina al próximo retador del campeón del mundo. Solo 33 años después alguien pudo arrebatarle el trofeo a la persona más joven titulada Gran Maestro “masculino”: su nombre era Judit Polgár, una de las tres hermanas húngaras.
Bobby era retraído y era considerado por sus profesores como un alumno difícil, aunque los abandonó prematuramente, a los 16 años, afirmando que el estudio escolar le quitaba tiempo. Desde entonces su vida se abocó por completo a las 64 casillas del tablero.
Era una persona solitaria, se calcula que tenía un coeficiente intelectual muy alto, superior a los 180, y no recibía una formación ajedrecística muy buena, no poseía entrenador y no era apoyado por el Estado de la misma manera que lo hacían los soviéticos, quienes lideraron durante toda la existencia de la URSS los primeros puestos salvo los años en los que jugó Bobby.
Su genialidad era acompañada con algunos problemas en su personalidad que debieron haber exigido tratamiento psiquiátrico, con comportamientos paranoides y exigencias sucesivamente problemáticas en los torneos más importantes del mundo.
En 1972 jugó en Islandia por el título mundial contra Boris Spassky, campeón soviético sucesor de Tigran Petrossian, a quien derrotó luego de una serie de 21 partidas para derribar la permanencia que había iniciado el leninismo. Es destacable el papel de ese encuentro, ya que se dio en el marco de la Guerra Fría: no era solamente una partida de ajedrez tradicional, sino que significaba una pugna entre dos modelos económicos y sociales.
En 1975 le fue presentado un contrincante, el ruso Anatoly Karpov, a quien exigió un método de puntaje que hacía difícil la victoria del soviético. Fischer sería coronado si ganaba 9 partidas del total, contra 10 que le correspondían a Karpov. Ante las negativas del norteamericano de flexibilizar el torneo, le fue retirado el título y otorgado a su retador sin haber jugado una sola partida, por ser considerada una exigencia injusta.
Desde entonces su participación menguó totalmente y desapareció de la vida pública hasta 1992, año en el que aceptó jugar con su antiguo contrincante, Spassky, en un encuentro amistoso en Yugoslavia y de cuyo encuentro salió victorioso pero con un problema algo mayor, ya que el país exsoviético se encontraba sancionado por la ONU por su participación en la guerra de Bosnia y Estados Unidos había prohibido expresamente a su jugador participar. Tras esto, nunca más volvió a su país de nacimiento por miedo a ser juzgado.
En 2004 fue detenido en Japón por viajar con un pasaporte que ya no tenía validez. Es que el Gobierno estadounidense se lo había anulado, posiblemente por el partido en Yugoslavia, por comentarios a favor de Al Qaeda luego de los atentados de 2001 y por la evasión impositiva del excampeón mundial. Pasó en Japón alrededor de un año detenido y en medio de una disputa por su extradición. Finalmente Bobby logró conseguir la ciudadanía islandesa y se retiró al país de su campeonato mundial, donde murió en 2008 viviendo como un ermitaño.
Sus movimientos gozaban de una combatividad y genialidad combinatoria que ha trascendido en la historia del ajedrez y miles de jóvenes juegan con la esperanza de ser alguna vez cercanamente parecidos a aquel adolescente que puso en jaque a los mejores ajedrecistas de la historia. Esos miles de jóvenes, por suerte, tienen la ventaja de no ser Bobby Fisher.