Por Mariano Dubin
A finales del siglo XX, por motivos que ya no recuerdo, pasaba largos, larguísimos meses en Punta Alta, pueblo lejano de la provincia de Buenos Aires. Para dar algo de precisión, en un barrio FONAVI de sus periferias urbanas. En aquel entonces, no solo no había telefonía móvil, sino que el único teléfono (fijo) existente era uno que se encontraba a exactos cien metros de la casa de mis abuelos.
La cuestión (y esto parecerá tan mitológico como las ninfas o las valquirias) es que en aquel lejano teléfono mi padre me llamaba para ver cómo estaba. Entonces, cuando en aquella casa sonaba el teléfono -de la cual solo recuerdo que su dueño tuvo un hijo que jugó en la primera de Sporting de Punta Alta y compartí potrero con él, gran jugador de barro y cemento-, el dueño echaba un gritó monumental de «teléfono para Marianitoooo» que se iba replicando por las distintas casas hasta llegar a la casa de mis abuelos, a través de gritos de doñas varias y niños desaforados, y en ese momento, como si hubiera caído un rayo, debía abandonar todo (dejar a medio morder el pan con manteca o el lavado de manos) y comenzar unos cien metros llanos que lograran que alcanzara a hablar con papá antes de que se corte la llamada o que se convierta en un gasto que fundiera todos los ahorros paternos.
Esos cien metros llanos eran, realmente, peligrosos, había perros con ganas de sacarme una pierna, un cactus inmenso y amiguitos que me querían hacer «comprar terreno». Finalmente llegaba y, si la llamada no me devolvía un sonido continuo de apagado, debía en menos de diez segundos contarle a mi papá que estaba todo bien, que estaba agitado solo por ir corriendo y que no se preocupe que me iba a cuidar. Y sí, papá, voy a hacer la tarea (mientras ajustaba la gomera para ir a cazar pájaros o en un golpe maestro atrapar un tucu tucu).