Una misionera en la India: «Cuando uno se arriesga, se le abren una infinidad de oportunidades»

Por Camilo F. Cacho

 

Gladys Carvajal Tirado nació en Huasco, un pequeño pueblo de Chile. Entre el mar, el arte y el desierto descubrió que quería entregar su vida a Dios y hace unos años partió a la India para vivir entre los más pobres de los pobres.

Durante la juventud se perdía en el desierto de Atacama sin saber que en el silencio y la soledad encontraría aquello que tanto buscaba.

“Nací muy cerca del mar, en un pueblito de la Tercera Región de Chile llamado Huasco, en 1981. Mi padre era buzo pescador y mi madre dueña de casa, toda la familia se dedicó de generación en generación al trabajo con los mariscos. Siempre viví lo infinito del mar, lo grandioso que tiene y mi infancia fue muy feliz. Después mis padres se trasladaron a Mejillones por trabajo, allí nos radicamos desde la mitad de mi infancia y toda la adolescencia. Viví con amigos entrañables que aún guardo en el corazón. Fui feliz y rebelde, me gustaba jugar al fútbol, nadar, andar en bicicleta. Yo vivía cerca del desierto de Atacama, considerado el más seco del mundo, allí íbamos a buscar un tesoro en ese desierto tan gigante”.

 

¿Qué hiciste antes de ser monja, cómo descubriste tu vocación?

–La escuela no tenía mucha resonancia en mi vida, no era muy buena alumna. Me gustaba estar con mis amigas. Ellas eran terribles y creo que allí comencé a descubrir a Dios, en la gente a la que nadie quería acercarse, porque eran muy rebeldes, iban en contra de todas las reglas. Sin embargo, me enseñaron muchas cosas y me hicieron entrar en un mundo que no conocía. A mí me gustaba escuchar a la gente y así se fue despertando mi vocación.

Aunque a veces pensé en casarme, con el tiempo sentía que mi corazón era para otra cosa, me gustaba ayudar a los ancianos, a los niños, a los jóvenes. Las hermanas estuvieron siempre en la parroquia, pero en ese momento no quería ser Mercedaria.

Cuando escuchaba la música allí también me conectaba, y el arte me ayudó a ir viendo lo que quería hacer, cantando y dibujando todo lo que hacía evocaba la imagen de Dios. Y cuando empecé a descubrirlo me sentía indigna, me sentía muy poca cosa para que me llamara a una vocación así, porque veía a las hermanas tan inteligentes, tan capaces, y yo era tan poco despierta, tan tímida, tan “burra”.

Como vivía cerca del mar, me iba y me metía adentro y desde el silencio le preguntaba a Dios qué quería de mí, y a través de la música, del mar y del silencio fui descubriendo que Él me llamaba a esto, en medio de mi fragilidad, mi pobreza, mi vergüenza, y así fui descubriendo mi vocación.

Después pregunté a las hermanas si me podían acompañar y me ayudaron mucho en la etapa de discernimiento, a pesar de que les decía que quería ser monja contemplativa. Pero después mi madre me dijo: “Hija, capaz tú quieres huir del mundo, porque tú toda la vida mamaste todo del corazón de las hermanas”, y esto me llevo a plantearme ser Mercedaria. Me encantaba el corazón misionero de las mercedarias y en ellas descubrí que Dios tenía rostro de mujer ya que, al no haber sacerdote en el pueblo, ellas hacían todo. Descubrí en ellas un rostro de un Dios misericordioso, de mucha ternura, de mucha paciencia, la marca de ese Dios que tiene un toque femenino, y eso me ayudó mucho a clarificar más mi vocación en medio de ellas.  Hasta que ingresé a la congregación en el año 99, antes de cumplir los 18 años.

 

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–¿Cómo fue que terminaste en la India? ¿Te lo propusieron o vos lo pediste?

Mi etapa de formación como postulante fue de dos años en Chile, después dos años y medio en Ranelagh, Argentina, luego volví a Chile a un hogar de ancianos, donde vivía un grupo de señoras muy pobres. También compartí en ese tiempo con los jóvenes del lugar, de quienes aprendí muchísimo y me hice una más entre ellos, al valorar sus realidades complejas como laicos. Luego ese mismo año fui trasladada a Mendoza a una comunidad de hermanas mayores y estuve allí seis años. Aprendí la amistad verdadera, la capacidad de trabajar con los hermanos mercedarios, allí hice grandes amigos, seguí descubriendo el rostro de Dios de otra manera, con mucha sencillez.

Luego fui a hacer la preparación de los votos perpetuos a Perú, seis meses con hermanas de distintos países de Latinoamérica y África, y eso movió mucho mi corazón, convirtiéndolo en un corazón universal, donde uno aprende de la realidad de todos. Cuando terminé mi preparación, hice mis votos y le escribí a la Madre General que mi sueño era ir a Haití, pero aclaraba que estaba disponible para donde me llamaran. Pasó un mes de la llegada a Mendoza y vino la hermana Pascuala, que en ese momento era la provincial, y allí me informó que mi nuevo destino era la India, según lo que la Madre General había pedido. Yo me quedé helada, pensando que me mandarían a Chile o Paraguay. Pero yo le dije que ni siquiera hablaba inglés y que me costaba estudiar. “Antes de un año la Madre General te quiere en India”. Allí la misión llevaba tres años, pero con muchas dificultades, así que era un gran desafío. Y me sorprendió porque había muchas hermanas mucho más capacitadas que yo.

 

–¿Cómo fue tu preparación?

Llegué a la India en 2011, con muy poca preparación, porque al estar sola en Mendoza en una casa de hermanas mayores había mucho trabajo, igual traté de prepararme un poco en Inglés, que era absolutamente nulo para mí y debía empezar de cero. Martita, una amiga de allá, me enseñó para poder moverme con lo básico.  Por otra parte, nunca me puse a investigar sobre la India, no quise. Una vez un misionero Comboniano me dijo que no investigara nada, sino que fuera con el corazón abierto a todo lo que encontrara, así que le hice caso y así llegué.

 

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–¿En qué lugar de la India estás y qué haces actualmente?

Yo llegué primero a Kerala, en la costa tropical de Malabar. Allí los padres de San Juan de Dios nos ayudaron con las visas, porque quedarse en India es muy complicado. Nosotros colaboramos en un centro de personas con problemas mentales y ancianos, los ayudábamos a bañarlos y les dábamos de comer. Yo estuve al lado de una hermana enfermera e íbamos puerta a puerta para que la gente nos conociera y con ella aprendí mucho el oficio de curar a los enfermos.

Ahora estoy en un lugar que se llama Saldan Palayan, que es como una villa, pero vivimos en la provincia Tamil Nadu, donde hay una pobreza extrema, aunque hay en otros lugares de la India aún más pobres. La gente es muy sencilla, muy humilde, viven el día a día, no se proyectan en nada, no programan nada, solo aceptan lo que viene. Fue todo un desafío comenzar en una nueva comunidad fundándola con dos hermanas, en un lugar tan diferente. Empezamos a hablar la lengua de acá, pero es muy difícil, solo palabras sueltas. Cada provincia tiene su lengua, así que es muy complejo y desafiante ir de un lugar a otro, porque el Inglés te sirve poco, porque la gente no lo habla a pesar de que muchos creen que es la segunda lengua en la India, aquí solo lo habla la gente rica y los que han podido estudiar.

La gente de aquí trabaja en los telares, ellos confeccionan los saris, que es la ropa que usan las mujeres. En sus casas, que son muy chicas, tienen las máquinas, es todo manual. Los saris son como los telares de los mapuches para hacer chalecos, ponchos, algo así, pero con unos diseños muy hermosos. De aquí salen muchas prendas para otros lugares de India y tienen mucha calidad. Los niños estudian, pero tienen muy poca comida, están muy desnutridos, solo comen arroz y carne una sola vez en la semana. Los ancianos son abandonados, aquí la eutanasia es moneda corriente ante un enfermo o anciano. Por otra parte, los matrimonios son concertados por contrato, la mujer sufre violencia de género, es muy golpeada, humillada, maltratada, siempre queda en un segundo plano, el hombre es el que lleva todo adelante. La vida religiosa es muy cerrada, se vive mucho de la apariencia y está en un nivel alto, como dentro de las élites. En el pueblo somos bien miradas, entonces a menudo nos preguntamos si las jóvenes de aquí entran por real vocación o por el estatus que da la vida religiosa.

Al principio acompañaba a la hermana enfermera en el dispensario, aprendí a curar a la gente, a nebulizar, a poner inyecciones, cosas que en mi vida hubiese pensando que iba a aprender (risas),  pero después se empezaron a abrir más caminos. Como me gusta el arte, comencé a enseñar a los niños a dibujar y a cantar, se hizo un grupo muy grande que llegó a 180 niños, porque en el currículo escolar no hay contenidos relacionados con el arte, ni música, ni pintura, ni baile, no los consideran importantes, entonces muchos niños empezaron a venir.

Cuando uno abre el corazón a Dios, Él te da la capacidad para asumir lo que venga. Ya ser religiosa fue un regalo grande para mí, y ser misionera y asumir tantas realidades solo Dios nos las puede otorgar de manera gratuita. Y aprender a querer a la gente con todo el corazón, más allá de las distintas culturas, los distintos pensamientos, más allá de que ellos tienen otros dioses, y con todos ellos compartimos. Ojalá tomáramos algunos mates, pero aquí no se toma mate (risas). También tenemos un grupo de apoyo escolar, esto surgió porque veíamos que los niños viven en casas muy pequeñas y el ruido de las máquinas con las que hacen la ropa de los hombres los expulsa a que estudien en las escaleras o afuera de las casas. Por eso creamos dos salas grandes donde se les ayuda en las clases. Y allí también hacemos otras actividades relacionada al arte: dibujo, música, inglés, computación, apoyo, guitarra… Y un grupo de profesoras que trabajan en el idioma de ellos. También visitamos a los ancianos que están muy abandonados, desechados, dejados de lado totalmente, les llevan la comida y se la dejan a fuera como a un perrito, entonces nosotros tratamos de visitarlos, les llevamos comida y compartimos con ellos.

 

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–¿Cómo están viviendo este tiempo de pandemia?

En este tiempo no he sentido mucha diferencia, solo hemos tenido que cerrar las aulas, entonces sentimos la tristeza de no tener a los niños cerca, pero se nos ha potenciado mucho el dispensario, ya que el Gobierno nos ha pedido no cerrarlo debido a que los hospitales más grandes están llenos de gente infectada, entonces los pequeños dispensarios atendemos las primeras necesidades: curaciones, programa de diabetes de presión, estamos llenas de gente y ha sido un tiempo de mucha incertidumbre, sobre todo el temor de ver a nuestros padres lejos, saber que quizá no los podamos ver. Somos religiosas, pero no dejamos de ser personas. Ver también a la gente morir acá, y no por la pandemia sino por cosas muy sencillas que no han sido capaces de resolver en los hospitales porque están colapsados y no los atienden o los medican mal, entonces tenemos que retomar la vida, con fe, como dice el salmo de Job: desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a Él. Hemos tenido que ver a la gente sin trabajo sin poder comer y a veces nos cuesta ayudar, hicimos una huerta para poder dar vegetales. Eso nos movilizó, y crear muchas cosas nuevas, cuidarlas, que no se enfermen. Ha sido una incertidumbre, pero siempre invitados a tener fe y creatividad con esta pandemia para lograr nuevas coas y valorar lo que no podemos hacer, por ejemplo, abrazar, cosa que antes lo teníamos naturalizado.

      La pandemia ha ayudado a develar muchas injusticias, no solo en la India, sino en nuestros países de Latinoamérica. La falta de cuidado con nuestros pobres, nuestros ancianos, develar esa realidad de que todos tenemos que ser cuidados de la misma manera y somos dignos, y que no podemos dejar a nadie de lado, que estamos invitados a caminar todos juntos, a cuidarnos unos a otros, con mucho tiempo de oración, fe,  caridad, amor y sobre todo mucha creatividad para sacar lo mejor de nosotros.

 

–¿Qué mensaje le dejarías a las personas que creen tener una vocación en algún otro lugar del mundo y no se animan por miedo, por comodidad o por desconocimiento?

Cuando alguien siente algo muy adentro del corazón, algo que le hizo un clic, tiene que salir de sí mismo, buscar lo que le haga feliz. No quedarse esperando a saber qué es lo que la vida quiere para ellos. Estamos en un tiempo en el que hay que arriesgarlo todo. No tengan miedo, que la vida es una, no tenemos otra. No hay nada seguro en la vida, por eso el riesgo es el que vale. Yo cuando entré en la congregación lo pensé, pero no profundicé mucho, simplemente di el paso, con timidez, con vergüenza, pero di el paso. Siempre habrá algo que nos queme por dentro y ese algo que nos quema es por lo que debemos apostar, porque al final, cuando apostamos por eso: vocación personal, tarea, lo que obtenemos es paz y esa paz es la que vale, en medio de las dificultades, porque es parte de la vida, pero esa paz , esa certeza, nadie nos la va a quitar, arriesgar a la hora de sentir ese fuego, esa pasión o, en mi caso, esta vocación como consagrada. Siempre habrá miedo pero en algún momento nos tenemos que arriesgar.

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