Por Mariano Dubin
En «Nueve reinas», el personaje de Darín en un momento dice algo así como: «¿Qué pensás, que soy chorro?». Es verdad, hay todo un mundo del delito que sortea la poca imaginación de salir a ganar con un fierro. Estos oficios (que ya tuvieron sus personajes célebres en las picarescas medievales europeas y en los cuentos árabes clásicos, entre otros) son especialidades muy refinadas. A diferencia de ladrones más brutales, o espontáneos como el «rastrillo» del barrio que es considerado, más bien, como un paria, despreciado por propios y ajenos. Ya lo cantó Mala Fama: «Te la dabas de sochori, pero eras un ratón / Anoche saltó la ficha de tu verdadera vocación / Los vecinos descubrieron que el soguero es del barrio / Cuando fueron a la soga (Ahí!) y te engancharon sogueando».
Nadie escribiría una épica a un ladrón de ropa en sogas ajenas. U otro tipo de rastrero que ayer descubrí: mientras una ambulancia esquivaba autos en una avenida a toda velocidad, un auto como rémora al tiburón, se le pegó detrás para poder avanzar con la ambulancia y sortear el tránsito. ¿Quién querría escribir una vindicación al vivo que se inventa una autopista detrás de una ambulancia? Pero, en cambio, sin tener una prosapia que inspire emoción, hay sin duda una fascinación por estos otros ladrones de oficios sutiles. Uno de ellos, sin duda, fue el más grande cantor de estas tierras: Carlos Gardel.
Uno de los primeros documentos escritos de nuestro lunfardo -es decir, del habla popular del Río de La Plata- es “El dialecto de los ladrones”, publicado en 1878 en el periódico La Prensa. El autor, anónimo, previene a los ciudadanos desglosando veinticinco vocablos del hampa, entre ellos, «bacán», «bobo», «vento».
Dicen que no hay espacio más propicio para la metáfora que la cárcel y el oficio del ladrón. Un estilo de vida que exige cifrar el lenguaje cotidiano constantemente para no ser descubierto por ajenos. Pero esta constante mutabilidad depende (aunque la formulación se presente paradójica) de la eficacia de su conservación. Para decirlo de otro modo: una pedagogía para iniciados. En 1894 otro autor refuerza el cruce entre delito y lunfardo agregándole un nuevo elemento: dos poemas. Antonio Dellepiane publica El idioma del delito. Uno de los poemas recolectados es el anónimo “El legado del tío” donde se detallan los pormenores de la especialidad.
El cuento del tío (en la reversión de «Nueve reinas») es un género delictivo y poético en el cual fue maestro, tiempo antes de ser el zorzal criollo, un joven Carlos Gardel. El pequeño ladrón entraba a los bares porteños aduciendo la herencia de un tío catamarqueño que había fallecido recientemente pero que no podía cobrar hasta no llegar a aquellas lejanas tierras y firmar los papeles de la sucesión. El problema era que carecía del dinero para los pasajes y por tanto buscaba que alguna persona caritativa se lo ofreciera y a la que le correspondería (como modo de gratitud) con un porcentaje importante de la herencia. Aunque en este caso contamos con un documento judicial que comprueba el paso por la ilegalidad, Gardel siempre fue un gran mitólogo secular, que jugó en los límites de la fábula (o del chamuyo). No solo por la imprecisión de datos biográficos su sexualidad o su nacionalidad, por caso, sino porque mantuvo la malicia de dejarse inventar por ajenos. La historia de la breve estadía venezolana es ejemplar: un historiador quiso reconstruir los dos días que estuvo Carlos Gardel en Caracas esperando un avión que lo llevaría a Estados Unidos. El caso es que Gardel, si fueran ordenados secuencialmente los relatos de todos los que lo vieron y lo trataron, en vez de permanecer en la ciudad 48 horas, debió hacerlo por 48 días.
El mito Gardel llevaría el tango a Europa y a Estados Unidos. Firmaría los famosos contratos con la Paramount. En los grandes cabarets cantaría en las voces y en los acentos orilleros. En este triunfo más que una traición descubro lo contrario: el mismo morochito de Abasto haciéndoles el cuento del tío a quienes les sobraran unos mangos. Un maestro del género.