Por Ernesto J. Navarro (*)
—¡Por favor!, por favor. Presten atención…
La verdad, casi nadie escuchaba al hombre con el micrófono. Todo aquel conglomerado de personas comía y bebía como si se fuese a acabar el mundo. ¿Alguna vez fuiste a una fiesta de periodistas?
Bueno, dos rasgos comunes: 1) Los periodistas siempre tienen hambre. No importa lo que les sirvan o si la comida está buena o fría o sin sal. Nunca quedan restos en los platos que les sirven a los periodistas. 2) Los periodistas beben como cosacos.
En una oportunidad, tras la inauguración de un hotel, sirvieron a un grupo de periodistas una bandeja repleta de huevos de codorniz sobre una cama de lechugas. Más tardaron en servirla que en terminarse. Luego de una fugaz lluvia de manos sobre aquel manjar, no quedaron restos ni de la lechuga. El filósofo Mitt Wotán miró aquello y dijo con justicia: “Es que son agradecidos, no muertos de hambre”.
—¡Atención, atención! Es un aviso importante —insistió el locutor que animaba aquella fiesta del Día del Periodista del año 2001 en el Hotel del Lago en Maracaibo. —Debajo de algunas de las sillas, escuchen bien, hay sobres escondidos con premios especiales.
Mi primera reacción fue de incredulidad, mientras en la mesa contigua hacían volar las sillas tratando de encontrar un tesoro. Estuve calmado unos segundos pero ante la euforia colectiva sucumbí y comencé a dejarme caer en la silla para saber si había sido bendecido por la fortuna.
Metí las manos debajo de la tela blanca que le ponen a las sillas plásticas de las fiestas. ¡Vergación!, dije en mi mente cuando sentí el sobre en la punta de los dedos de mi mano izquierda. Me enderecé lentamente en la silla. “Rabito”, colega periodista del diario Panorama, gritó como loco cuando descubrió un sobre, pero al abrirlo solo halló un cartelito que decía “Muchas gracias, siga participando”. Entonces refunfuñó: ¡Marditasea!
Yo levanté el sobre pegándolo de mi pantalón, para ocultarlo de la vista pública. Lo deslicé hasta el medio de mis piernas y allí lo abrí sin que sonara. Creo que la risa involuntaria me delató, porque de inmediato la colega Hilda Cepeda, sentada a mi derecha, me preguntó:
—¿Qué tenéis ahí? ¿de qué te reís?
—¡Mirá! —le dije mostrando el cartelito dentro del sobre que decía 500 mil bolívares.
Antes de que Hilda pudiese decir algo, la voz del locutor inundó el gran salón del hotel:
—Que levante la mano la persona que tiene el sobre con 500 mil bolívares de regalo…
Salté de la silla, atravesé la enorme pista de baile, pegando gritos de alegría, aupado por una fanfarria que tocaron los músicos de la orquesta de Argenis Carruyo.
El locutor preguntó mi nombre, el nombre del diario para el que trabajaba y otras cosas más. Yo estaba concentrado en el sobre que tenía los 500 mil en efectivo. Era una fortuna, imagínense que mi salario era de cerca de 100 mil bolívares al mes. Después de unos rodeos, el locutor me entregó el sobre y de inmediato lo metí en el bolsillo interno del paltó. Nos dimos la mano como cuando uno se gradúa en la universidad y anunció otro de los regalos.
Volvía a mi mesa, saltando de euforia por todo el medio de la pista de baile, que estaba rodeada como de 300 mesas repletas de periodistas. Justo a la mitad de la pista trastabillé, lancé unos manotazos al aire y caí de platanazo. Nadie se movió a socorrerme, ninguno se molestó por saber si me había malogrado. Todos, al unísono, se cagaron de risa. Fue una carcajada generalizada.
Instintivamente decidí quedarme en el piso, inmóvil, consciente de que mi dinero estaba a buen resguardado en el bolsillo de mi traje y de que, si me levantaba, sería la comidilla de aquella parvada de fablistanes.
Seguí tendido, en una incómoda posición, con los ojos cerrados. Rápidamente escuché que la risa cambiaba a murmullos. Mis amigos y compañeros de trabajo que bebían sin mirar a la pista, debieron descubrirme tendido en el suelo, porque abandonaron la risa y corrieron en mi auxilio. Uno de ellos, aún hoy ni sé quién, me dio una sonora cachetada mientras gritaba como en las películas: “Despierta”.
Tomándome por las extremidades salieron del salón de fiesta del hotel, corriendo por un pasillo que desembocaba en el lobby. Cuando me supe fuera, cuando dejé de escuchar el ruido de los murmullos, y lejos de las vistas de los periodistas, abrí los ojos.
—Déjenme aquí —dije a los compañeros. Dos de ellos me soltaron de las manos y lanzaron de nuevo al piso.
—Hijo de puta, estás bien. Casi nos matáis del susto —reclamó otro.
—Claro que estoy bien. Pero yo a ese salón no vuelvo más —dije con convicción.
Esa noche, con la pequeña fortuna que poseía, invité a todos mis amigos. Nos fuimos del hotel a bailar en un hermoso barcito del centro de la ciudad llamado “El Blue Azul”. Allí nos sorprendió el sol de Maracaibo.
Aún hoy me preguntó si algunos de los que se rieron de mí, en aquella fiesta del Día del Periodista, siguen dándome por muerto.
(*) Periodista, poeta y cronista venezolano. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” 2015