El difícil acto de comer

Por Claudia Pussetto
Ilustración: @theaustralianboy

Arrastra los pies y suspira. Cada día le cuesta más subir las escaleras hasta el primer piso. Cuando llega a su puerta trata de recuperar el ritmo de la respiración y se da cuenta de que tiene la espalda húmeda. Pasa la bolsa con las compras a la mano izquierda y revuelve la cartera con la derecha.  Al fin encuentra el manojo de llaves, abre y desde adentro le llega un aire helado. Deja la bolsa sobre la mesa y se sienta con cuidado en una silla, equilibrándose con las piernas semi flexionadas para no caer de golpe hacia atrás.  Con una mano recorre el vientre abultado. La beba está tranquila, responde a la caricia de la madre y se mueve un poco.

Deja pasar un tiempo, el necesario para recuperar el aliento. Estira las piernas para mirarse los pies y piensa que tendría que ponerlos en agua fría. Saca de la cartera un elástico negro y se ata el pelo, que siente seco y quebradizo. Se levanta y va a la cocina, guarda lo que ha comprado, excepto el bife de carne roja y un poco de tomate. De la alacena superior toma la tabla de picar, recorta el bife con cuidado para quitar la grasa de los bordes. Siente un ruido en la puerta y supone que él va a entrar. “No, debe haber sido el vecino”, y sacude la cabeza, negando.

Hubo un tiempo en el que cocinar era divertido y siempre lo hacían juntos. Ahora sólo se esfuerza porque sabe que el crecimiento de la beba depende de ella. Se agacha hasta donde puede y del mueble bajo mesada saca la plancha de hierro, enciende una hornalla y la coloca encima. Espera que esté bien caliente, sala el bife y lo tira sobre la plancha.  Enseguida siente olor y piensa que se desparramará por todo el departamento. Él le ha dicho muchas veces que deberían comprar un extractor. Se le aprieta la garganta. Tiene los hombros doloridos y los endereza hacia atrás, sacando pecho. La beba se mueve y ella la imagina inocente y feliz dentro de la panza. “Ya saldrá y verá esta mierda que es afuera”. Siente culpa, sabe que la hija comparte con ella esas emociones y tal vez hasta los pensamientos. Suspira y se toca la panza, como si con eso pudiera consolar a la pequeña.

Se enfoca en la comida, da vuelta el bife y lava los tomates. Los escurre con breves sacudidas y los acomoda junto a un plato hondo. Toma uno, se le resbala el cuchillo y se corta un dedo. “¡Qué más me va a pasar!”, grita. Nadie escucha, pero siente alivio. Contiene la sangre con una servilleta y examina la herida, los bordes lisos que se desbarrancan en carne roja hacia adentro. Profunda y dolorosa. Feroz. No puede evitar el recuerdo de la tierra removida del cementerio y de ese olor a flores que le provoca una arcada. Envuelve el corte y trata de ignorarlo.

El bife está listo. Apaga el fuego y saca dos platos de la alacena.  “¿Por qué dos?”, suspira y guarda uno. Pone los cubiertos sobre el plato y lo lleva a la mesa. Toma el control remoto y duda si encender o no la tele. La enciende, es mejor si hay ruido. Mira la puerta imaginando que él la traspasará y le dará un abrazo, riendo porque la panza enorme se interpone entre ellos. Después de unos minutos de ensoñación se sienta, corta un pedazo de carne y lo lleva a la boca. Hoy es más difícil masticar. También tragar. Cuando quiere mirar el televisor no ve nada, tiene los ojos húmedos. Se endereza y cruza los brazos sobre el pecho conteniéndose.  Se balancea un poco hacia adelante y hacia atrás.

Y comprende que no importa si se aturde o no. Él ya no está, ya no es, ya no será. Una patada suave le recuerda que hay alguien más.

Suspira.

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