Por Claudia Pussetto
Ilustración: Lorena Pussetto
La historia que escribo está en un punto muerto.
Mi mente se quedó muda y necesito material que me saque del bloqueo.
Me levanto, camino hasta la biblioteca de la sala y repaso, uno a uno, los lomos de los libros.
Cuando identifico el que necesito, me alargo, lo alcanzo con las yemas de los dedos y tiro de él. Junto con el libro se desliza una foto vieja que cae al piso.
La tomo para dejarla en algún estante, pero no puedo. Algo me obliga a mirarla bien. Algo que molesta. Algo que no logro definir.
No es la playa. Tampoco el castillo que con mi hermano construíamos, inocentes y concentrados. Ni la mirada atenta de papá, sentado bajo la sombrilla.
Dejo la foto sobre la mesa y me concentro en el libro que aún sostengo con la otra mano.
Me siento y al instante, empujada por una especie de corriente eléctrica, salto en el lugar. El cuerpo me hormiguea y necesito volver a mirar la foto en la que dos niños jugábamos.
Retratados por mamá.
Ella.
La que siempre se mantuvo detrás.
Testigo muda de una historia que no fue inocente.