Por Mayrin Moreno Macías
En el lugar que la encontraron olía a café, barro y piedras. También a desolación, angustia y miedo. Los rescatistas primero sacaron la montaña de escombros. Ahí pudieron ver sus manos y su rostro. Unas horas antes, las calles, las casas, los árboles y las veredas de Armero estaban grises. Omayra Sánchez, su tía y su prima y todo el pueblo había escuchado por la radio que no había que alarmarse, que solo era ceniza lo que veían por sus ventanas. Y pasaron las cinco, las seis, las siete de la noche y la niebla no se iba. Omayra, su tía y su prima estaban listas para dormir, pero, como a quince minutos para las once, al escuchar aquel estruendo de cadenas, que cada vez se acercaba más y más, solo alcanzaron a meterse debajo de la cama. Era el 13 de noviembre de 1985. Mientras el resto de los colombianos dormían, el volcán Nevado del Ruiz despertaba con fuerza después de 79 años. Su furia iba acompañada de ríos de piedras y lodo que bajaban a 60 kilómetros por hora o más. Ese día Armero se borró del mapa.
No fueron vacaciones
“En ningún momento lo dudé. Más bien fue algo crítico porque teníamos proyectada la salida 24 horas antes, pero por desperfectos del avión de las Fuerzas Armadas tuvimos que postergar el viaje para el día siguiente”, dice el Mayor del Cuerpo de Bomberos del Distrito Federal, hoy jubilado a sus 81 años de edad, Tomás Emilio Delgaudio.
Llegó a Bogotá, Colombia, el 18 de noviembre de 1985, junto a 42 compañeros del Cuerpo de Bomberos de Caracas, Miranda, Protección Civil y el grupo de rescate Domingo Peña de Mérida, para luego arribar por vía terrestre a Lérida, donde estaba la base central de operaciones. Hicieron un reconocimiento de la zona en un helicóptero del Ejército colombiano. Allí, según el relato, publicado en el diario El Mundo (10 de diciembre de 1985), Tomás pudo ver a más de dos mil personas trepadas en los árboles y sobre las mesetas en espera de ayuda.
“Fuimos preparados. Te puedo garantizar que no fueron unas vacaciones. En todos esos días, a pesar de que nos encontramos con lugares topográficos desconocidos, fue desgarrador no haber podido rescatar a la niña Omayra Sánchez. Es una espina que me quedó y que de no haber sido por el desperfecto del avión, estoy seguro de que hubiésemos sacado a esa niña con vida”, dice Tomás.
Días frente a la cámara
Omayra apenas podía hablar. Una pared de cemento aplastaba sus piernas. El agua la cubría hasta la barbilla. En ningún momento lloró ni se quejó. Debajo de ella estaban los cadáveres de su tía y su prima. Con los ojos hundidos e hinchados y unas ojeras profundas preguntaba por su mamá. “Quiero decir unas palabras, ¿puedo? Mamá, si me escucha, yo creo que sí, reza para que yo pueda caminar y esta gente me ayude…”.
Las cámaras del equipo de Televisión Española capturaron esos momentos. Omayra acompañada de los rescatistas cantó, rezó, repasó las tablas de multiplicar, pidió que al salir “triunfante” le hicieran una foto, deliraba, que tenía que ir al colegio, recordó a su papá y también pidió que ayudaran a su mamá que se iba a quedar solita. No tenían equipos y de sacarla debían amputarle las piernas. Agonizó durante tres días.
Ella fue una de las 26 mil personas que murió en la peor catástrofe de la historia de Colombia. Su tumba hoy es un santuario y la ciudad un cementerio enorme con los vestigios de lo que fue una ciudad floreciente. Armero estaba justo en el centro del mapa. Una ciudad calurosa, productora de algodón, sin himno ni escudo. Sus habitantes, alrededor de 29 mil, se distribuían en 53 barrios.
Once meses antes de la tragedia, unos geólogos detectaron movimiento en el cráter del volcán y lo advirtieron. El Gobierno, en medio de la locura que se vivía en esos años, hizo caso omiso y no recomendó que se evacuara la zona.
Hay quienes le atribuyen este hecho a “la maldición de Armero”. El 9 de abril de 1948, con la vivaz grieta entre conservadores y liberales, fue asesinado Jorge Eliecer Gaitán, candidato a la Presidencia de la República. Armero no escapó de “El Bogotazo”. En esa ciudad también hubo revueltas. Un sacerdote que regresaba a su casa después de visitar a unos enfermos escuchó el hervidero y se refugió en la iglesia con un grupo de monjas que le pidieron que huyera esa misma noche. Al día siguiente, el 10 de abril, el sacerdote Pedro María Ramírez Ramos fue asesinado a machetazos en el centro de la plaza por una turba. Más tarde, el Arzobispo de ese entonces dijo: “Se desatarán las fuerzas de la naturaleza y no quedará piedra sobre piedra en Armero…”.
Tomás Emilio
En los 28 años de servicio dentro del Cuerpo de Bomberos de Caracas, Tomás Emilio se enamoró de la institución. “La quise, la respeto y la admiro”, dice. Desde que ingresó se comprometió con la gente. Salvar vidas fue su estandarte. Recuerda que en aquella época solo contaban con dos estaciones de bomberos, a diferencia de las 27 que hoy existen. Tuvo a su cargo muchas comisiones, entre ellas: el terremoto de Caracas, los derrumbes en el Cerro de las Madres en La Vega; el hundimiento del barrio Gramovén de Catia; la tragedia de Tacoa, en la que fallecieron 45 compañeros, y más. “Ese incendio fue desastroso”, recuerda.
En estos tiempos de pandemia hace un llamado de atención para que la gente respete las normas de seguridad, cuiden del otro y de su familia. “Las medidas preventivas no cuestan dinero. En cambio, las correctivas son pérdida de tiempo, dinero y generan contratiempos”.
Hace unos meses Tomás Emilio cumplió 81 años de edad. Sigue siendo una persona activa. Se declaró enemigo de la vida sedentaria. En sus tiempos libres poda árboles y limpia parcelas cercanas a su casa. Esos “tigritos” son como brisa fresca, porque su pensión de vejez y su jubilación no cubren sus necesidades como ser humano.