3. “Ciudadanía para armar”

Por David Cepero
Lic. en Ciencia Política y Administración Pública 

Hace unos días en un colegio estatal secundario de San Rafael (Mendoza) casi 600 estudiantes  (un 75% del padrón o matrícula de estudiantes) votaron de forma virtual y renovaron su Centro de Estudiantes. Hay una linda nota en este medio (Elecciones virtuales en el Colegio Nacional: ejemplo de protagonismo estudiantil) sobre dicho proceso. Aún reflexiono sobre ello, tuve el honor de participar como veedor externo. Pensaba en cómo la escuela, con dicho acto, daba una clase sobre ciudadanía. Una clase maravillosa, claramente, con todos sus componentes, para la totalidad de la comunidad educativa y fuera de ella, pero sobre todo para sus estudiantes, quienes  además fueron los y las protagonistas.

Pensaba en esta idea: la ciudadanía se construye con experiencias de ciudadanía, así como la democracia se construye con experiencias de democracia. Entonces, a medida que incrementamos las experiencias en ambas esferas, las fortalecemos, y a la inversa, en la medida que las reducimos, las debilitamos.

Desde ahí se me ocurre otra pregunta: ¿qué efectos tienen una ciudadanía y una democracia de alta o baja intensidad sobre el devenir del bien común?

Por ahí en el mundo adulto andamos distraídos y distraídas en y con la cotidianidad (no es para menos) y al tema de la ciudadanía lo dejamos para cuando nos convoquen a votar. Pero también podríamos decir que en algunos niveles del Estado, y en algunas funciones más que en otras, sobre todo cuando imperan concepciones ideológicas pro-mercado (neoliberales), se sustituye la idea de ciudadanía por la idea de consumidor/a.

Pero volvamos a la pregunta del párrafo anterior. Una posible respuesta podría ser la siguiente: en realidad, la cotidianidad para cada vecino y/o vecina, o un manejo “exitoso” de cualquier cuestión del Estado (y más si pretende gobernar una pandemia, por ejemplo) o, dicho de otra manera, el devenir del bien común, depende mucho de qué sucede en ese mundo que por ahí parece tan lejano y que llamamos ciudadanía.

Hay una concepción muy difundida en la que ciudadanía se relaciona con un conjunto de derechos y obligaciones y que su expresión máxima es poder votar en una elección. Dicha concepción, mínima, hoy parece desactualizada, y así, podemos observar una enorme distancia entre las comunidades y lo que acontece con el Estado, y con el bien común.

Es una marca de nuestro tiempo y con la pandemia se hace mucho más evidente la idea de la creciente complejidad e incertidumbre. Ello requiere revisar el cómo ciudadanos/as nos involucramos con la “casa común” y cómo el Estado selecciona, diseña y ejecuta sus políticas públicas.

El contexto para necesitar «la participación esté presente cotidianamente en todas aquellas decisiones que cotidianamente hacen al bien común, a ese bien que debemos volver a soñar desde una nueva y urgente utopía». Al Estado, por su parte, le toca la tarea fundamental de convocar a dicha participación, y generar dispositivos múltiples, desde todas las áreas, que permitan mayor cantidad de experiencias de ciudadanía y de democracia. A la ciudadanía le toca destinar parte de su energía a participar más (y no me refiero a una participación virtual) y co-construir el “bien común”, que es el bien más preciado de “la casa común”.

Con mayor participación, el Estado está más cerca de acertar en los objetivos de sus políticas públicas, y la ciudadanía de comprender mejor sus propios intereses en este tiempo de complejidad, y aportar para su defensa y mejor logro.

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