Por Bautista Franco
Fotos: Noelia Nieto (archivo)
El pueblo chileno ha votado una resolución histórica. Nunca antes un proceso “democrático” en ese país tuvo una participación similar. El #Apruebo ganó en las urnas con un 78,27%, una expresión contundente de la voluntad popular. El gobierno de Piñera estableció el plebiscito cuando ya le era imposible esquivar el debate, como una forma de dilatar el conflicto social, buscando que las reivindicaciones cayeran nuevamente en las urnas y se descomprimiera la tensión social. Sin embargo, el plebiscito mismo fue entendido por la población como un triunfo producto de la lucha que durante un año no se detuvo ni un segundo.
Del salto de los molinetes a un estallido social voraz, el Gobierno solo pudo reforzar el aparato represivo en un intento de contener, de la única forma que sabe, la rebelión en curso, en un contexto de profunda crisis económica nacional e internacional. La agudización de la batalla de clases en Chile (una represión permanente y políticas de ajuste que no cesaron desde la dictadura, AFP, monopolización de las tierras y el capital, salarios de miseria y derechos ausentes) se llevó a un punto de no retorno. Los diferentes reclamos se fueron unificando en consignas que formaron las líneas de una rebelión que se inscribe en la historia de América Latina.
Las aspiraciones populares a través del voto de la Constituyente son más profundas que una nueva Constitución en reemplazo de la que dejó el pinochetismo en 1980. Se establece su discusión en base a la reforma de aspectos centrales como la salud, la educación, los recursos naturales, la distribución de la riqueza, entre otros, que distan mucho de los intereses del presidente Piñera y los poderes que representa. El debate de la nueva Constitución no se trata solo de cambiar la legalidad que rige al país, es la discusión sobre problemas transversales que no fueron resueltos. Es por ello que la habilitación del debate constitucional no significa de manera alguna un cierre del conflicto.
Ahora, con este punto del proceso saldado, y con la lección histórica de que las calles sí pueden ser motor de las victorias sociales, el pueblo de Chile debe enfrentar las vías de una democracia burguesa que buscará de todas las formas convertir en cartón pintado las reivindicaciones más urgentes. El único pacto verdadero en Chile es la derrota de las desigualdades vigentes, una consigna amplia pero con profundas implicancias que serán el escenario de la lucha en el próximo periodo. No está de más decir que esto no ha terminado.
Los partidos del régimen se han constituido como bloque ante los intereses populares, la prensa nacional e internacional son tibios corresponsales de disturbios en un país que mostraban como ejemplo económico. La ruptura de la hegemonía institucional es protagonizada por la movilización popular y una serie de reivindicaciones que son difíciles de contentar. El debate por la nueva Constitución a la par de una conflictividad social que permanecerá serán el laboratorio donde se disputarán la dirección y los resultados de esta experiencia.
El año pasado, en medio de trompetas, gritos y una barricada que ardía en la Plaza de la Dignidad, un cabro de unos 18 años me contaba por qué estaba ahí. Me dijo que su abuela cobraba una jubilación de miseria, que estaban muriendo de hambre, que no había oportunidades, que ya no tenían nada que perder, que no podía volver a su casa con las manos vacías: “Si me tengo que morir acá, me muero”. Estoy más que seguro que, un año después, este cabro estuvo en la plaza con su escudo del Negro Matapacos. Creo en lo más profundo de mis entrañas que nunca se fue de la plaza, como los tantos chilenos hermanos que buscan constituir no solo un nuevo papel, sino una nueva sociedad en la que no esté presente la muerte y la desidia.
El resto de Latinoamérica se verá impactado por este triunfo del pueblo chileno. Vale recordar lo obvio, para que no se nos olvide.