María Francia Arteaga

Por Yurimia Boscán

María Francia es una de esas mujeres duendas que un día abandonó la tierra de los elfos para hacerse profesora. Y como la magia es algo irrenunciable, ella entonces fue luz en su alma mater, para iluminar a todos con sus saberes: los que vienen de afuera, adquiridos en los libros y la vida, y los que vienen del alma, dones de nacimiento que florecen a lo largo del camino…

Su mirada azulísima es puerta al mundo de la intuición, donde se le revelan sueños y dolores que, a veces, pueden correr en minúsculos ríos de sal por sus mejillas… Está consciente de ser una “trashumante domesticada por los rituales de la Academia” que cocina con manos sabias y mezcla con arte todos los sabores de la antigua alquimia del corazón. Tiene, además, una maravillosa sonrisa políglota que le vino envuelta en boleros y canciones, y que nos recuerda su condición de hoja al viento, de flor, de riachuelo cantarín siempre buscando el azul marino para fundirse en él…

Credo de María Francia Arteaga Bracho

Creo en lo que creo, porque es huella del camino recorrido y del que se extiende desde el presente.

Creo en la intuición, injustamente traspuesta al lado de la sinrazón, porque marca con acierto un horizonte a veces inasible para la mirada adoctrinada.

Creo en el dolor con su cartilla alfabetizadora, y en mis lágrimas que llegan cuando hago mía la lección que la intuición anticipó.

Creo en mis hijos que sueñan y tapizan de ideales cada diálogo, cada paso que dan, cada risa que les estalla en el rostro.

Creo en mi gorda Azul, mi sobrina especial, especialísima, porque en su lengua medular, me muestra el eco del silencio, la resequedad sorda del perogrullo y las cuevas oscuras de la racionalidad.

Creo en que mi tía Gloria transita mis espacios todos los días, sazona mi comida, canturrea boleros  y se eterniza en esta casa donde fue feliz.

Creo en el privilegio de haber sido hija de dos madres. De una, el rigor y el andamiaje, de la otra, las ganas de bailar y celebrar.

Creo en el bosque cuyos árboles son mis amigos. Suyos el oxígeno y la inagotable savia. Creo en las canciones que aprendí con ellos, porque me tocó cantarlas con registro ajeno, así supe que el otro existe, es distinto y perfecto en lo que es y hace.

Creo en Caracas, siempre exuberante, voluptuosa, trasnochada, generosa y, sin embargo, incapaz de amarse.

Creo en la música que esta ciudad me obsequió, en las melodías que me acompañaron y me acompañan, en el altar que ocupan en mis predios y en la devoción con que concurro a ellas.

Creo en el mar a 40 minutos de mi casa y en el temor que puede infundirme cuando habla. Creo que, en su paradoja de belleza e impulso devastador, muestra al temerario la estupidez y para ello, solo se sirve de un segundo.

Creo en la belleza de los cuerpos cuando danzan arrastrados, hechizados, por unos pulsos que escapan, por fortuna, a la ramplonería de la que es capaz una descripción.

Creo en la fuerza arrolladora de toda pasión, la que se vive entre sábanas y la que anima a escribir un credo, por ejemplo.

Creo en las razones por las que el hombre escogido se adentra en el desierto, se transforma cada día, hace de su soledad un beso cálido que viaja a mi casa y la baña de «todo está bien».

Creo en la propiedad curativa de algunas despedidas para siempre. Creo en la sabia advertencia que se queda encendida luego de la resaca del adiós.

Creo en la verdad y en las razones telúricas, vitales, raigales, generosas y humanas de quien me animó a escribir este credo.

Creo en que Dios nos crio y nos juntó en la proeza de creer.


María Francia Arteaga Bracho es profesora universitaria especialista en Lingüística aplicada y Sociolingüística. Se desempeña como docente en el Instituto Universitario de Tecnología «Dr. Federico Rivero Palacio» y en la Maestría de Lingüística Aplicada de la Universidad Simón Bolívar. Autora de la investigación La escritura: Un recurso para la detección del pensamiento preconceptual.

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