Por Mariano Dubin
La primera vez que pensé sobre el fin del mundo fue el 17 de abril del año 2015. Siempre cuento que mi abuela Aurora, en el campo, era parte de una vieja narrativa del milenarismo criollo (que mezclaba Pancho Sierra, Madre María, yuyos y lecturas en diagonal de la Biblia) y más de una vez me habló del fin del mundo por inundaciones, incendios y sequías. Pero, nunca al escucharla, había pensado esa cifra como posible. Sin embargo, el 17 de abril del año 2015 leí una nota sobre el último rinoceronte blanco en Kenia y pensé por primera vez en el fin del mundo.
Me permito una digresión: hay algo que he visto en el campo, un tranco digamos, que llamaría “materialismo cósmico”, una concepción donde el hombre es parte de un todo natural, un cuero más para el abono. Hay algo cruel ahí, sin duda, y algo compasivo, todo al mismo tiempo. En otros momentos, tal vez más ideal, lo llamé “criollismo zen”. Es más pensé que los criollos eran tan zen que hasta la construcción de una teología y una mística les parecía un abuso de confianza y estaban ahí «de sólo andar».
Pero algo de todo eso, sin duda, habrá quedado dentro de mí, porque el 17 de abril del año 2015 pensé en el fin del mundo. No en la crueldad del mundo que la he pensado siempre. El 17 de abril del año 2015 leí una nota sobre el último rinoceronte blanco del mundo y pensé, de inmediato, en el fin del mundo. Lo leí, de manera muy evidente, como un presagio. O, tal vez, una última posibilidad. El último rinoceronte blanco andaba solo en una interminable reserva natural siempre rodeado de varios militares. Debían preservarlo de que sea asesinado por cazadores furtivos por el valor de 55 mil dólares el kilo de cuerno. Un valor nada escatimable en un mundo donde grandes mayorías viven con uno o dos dólares diarios.
Días atrás leí otra nota que creo que completa la cifra: orcas en la costa de Galicia han comenzado a atacar embarcaciones pequeñas y grandes. No existían registros de este comportamiento. Los pescadores han quedado, sabedores de los misterios del mar, sin explicaciones. Este hecho que se presenta como “extraño”, “sin explicación”, “repentino” podría ser explicado, según algunos algunos científicos, por el estrés que sufre una población de animales en peligro de extinción. Pero pensamos, todavía, que su extinción no tiene nada que ver con nuestra extinción.
Hasta donde sé, Juan Domingo Perón fue quien, por primera vez, alertó sobre el tema en su “Mensaje Ambiental a los Pueblos y Gobiernos del Mundo”, en febrero de 1972, donde hablaba sobre las “sociedades de consumo” , “la destrucción colonial de la naturaleza” y el “despilfarro en la sociedad de clases”. En las últimas décadas, ya con un análisis más detallado de la depredación capitalista, Fidel Castro nos alertó sobre el fin del mundo. Lo dijo con claridad decenas o cientos de veces. En uno de sus mejores discursos, en el año 1992, señalaba que “una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre”. No sé si estamos o no a tiempo de revertir décadas y décadas de expolio. No sería, sin embargo, lo más importante. Uno no lucha para ganar. Sólo por ganar no se hubiera sublevado Espartaco, o Jesús en la cruz no hubiera balbuceado “Dios mío, ¿por qué me has dejado solo?” o un indio hubiera boleado al primer conquistador de estas pampas. Se lucha, siempre, por valores. Por un concepto de mundo que excede la vida de uno. Pero lo que sucede y creo que es el verdadero drama actual es que hoy no existe un proyecto político en el mundo que esté a la altura de este desafío. Ese que Fidel Castro dijo con la pasión y la certeza que lo caracterizaban: “es necesario señalar que las sociedades de consumo son las responsables fundamentales de la atroz destrucción del medio ambiente. Ellas nacieron de las antiguas metrópolis coloniales y de políticas imperiales que, a su vez, engendraron el atraso y la pobreza que hoy azotan a la inmensa mayoría de la humanidad”.