Por María Teresa Canelones Fernández
¡Era tan libre que seducía!
Se llamaba Aldo Chapuci y tenía 50 años. Yo tenía 25 y acababa de salir de una relación de concubinato en la que el aburrimiento y la frigidez habían sido las constantes silenciosas.
Chapuci tenía una personalidad arrolladora, era licenciado en Letras y siempre que podía hacía alarde de su impecable manejo del lenguaje, lo que muchas veces, debo admitir, rayaba en pedantería e incomodaba a propios y extraños. Pero yo ante tanta admiración hacia caso omiso al asunto y continuaba idealizándolo.
Me decía a mí misma: es un jodedor de oficio producto de su elevado coeficiente intelectual. Todo el mundo sabe que la gente inteligente tiene un gran sentido del humor y en eso mi todopoderoso no es la excepción.
Recuerdo que este extravagante personaje colado en mi historia sabe gracias a qué cataclismo astrológico, divino o atmosférico, tenía las agallas de coquetear en mis narices con compañeras, amigas, familiares, con extrañas que transitaban por el bulevar de Sabana Grande, y con cualquier otra falda que apareciera en el globo terráqueo.
Me decía: «¿viste qué formas?», «¿qué siluetas?», «¡qué culos!». Para qué salir de Venezuela si aquí hay mujeres para todos.
Yo, en medio de una ligera confusión y una sonrisa nerviosa que dejaba entrever un supuesto entendimiento ante la descarada contemplación de las glorias femeninas de mis rivales, tenía los sagrados ovarios de decirme a mí misma una vez más: ¡Qué tipo tan profundo! ¡todo un artista! Me da alguito de celos, pero de ninguna manera tengo que estar a su altura en cuanto a pensamiento se refiere. Él es un ser elevado y evolucionado en mente y espíritu.
Pero la verdad es que estaba odiando a cuanta mujer se atravesara en nuestro camino. ¡Y que me perdone el género!
Más tarde, cuando Chapuci recordaba que le estaba haciendo compañía, me decía con cierto tono reflexivo: «Aunque tu cuerpo resulte insignificante para los estándares de belleza comercial, debo admitir que ¡estoy enamorado de ti!»
Recuerdo que en esa última frase los oídos me hicieron «piiiiiiiiiiiiiiiiiiii» y estuve a punto de vomitar.
Acto seguido, mi estupidizante soliloquio.
¡Qué impresionante su sinceridad! Eso quiere decir que de verdad me ama porque me lo dijo de una forma tan sutil… Vamos, no tienes porque sentirte ofendida. Ábrete al mundo de las ideas. Lo que él verdaderamente quiso decir es que tienes otras cualidades físicas en menor proporción claro está, pero que no dejan de ser importantes.
Entonces lo abracé y le devolví el «te amo». Hoy, después de tantos años, la verdad es que le hubiese dicho: «¡Mira, viejo ridículo! ¿Acaso no te has dado cuenta de que te faltan dientes?».
¡Pero es que no… insisto! Chapuci era casi perfecto. Jamás olvido los fines de semana que pasábamos en su apartamento de San Bernardino. Fueron días y noches enteras entre lecturas, música y sexo. Un gran mentor en la narrativa de mis breves cuentos, algunos de ellos publicados en la sección “Echa tu cuento” del diario Últimas Noticias.
La cantante estadounidense de rock and roll y blues Janis Joplin fue testigo de nuestros apasionados y extenuantes recorridos corporales, cada intercambio de fluidos me hacía explotar en alaridos. Era en ese preciso momento cuando tanta vanidad y desfachatez se convertían en pura sabiduría.
Sin duda, me decía a mí misma, ¡Chapuci es estrictamente necesario! Y esto último era casi un susurro, porque si se lo decía, el reproche era automático, alegando que sonaba a plegaria o a uno de esos decretos de libros de autoayuda, los cuales laceraba por considerar que ofendían a la academia.
Debo decir que al principio mi relación con Chapuci fue consentida y celebrada por todos. Lo conocían según mis referencias sesgadas por el amor y la admiración. Era todo un salvador familiar, un héroe laboral y mi dios personal.
Sencillamente había llegado ese amor afín, anhelado por tus seres queridos. ¡Había llegado y había que conocerlo!
Una semana fue más que suficiente para que mis familiares, amigos, conocidos y desconocidos, luego de haberse suscitado el tan esperado encuentro, corrieran despavoridos.
Me decían: «¡Pobrecita, se la comió el lobo!». Y yo con ganas de comérmelos a ellos, seguía justificando a aquel Chapuci de mi corazón.
Recuerdo que desafié a titirimundachi por aquel amor que me inspiraba hasta el punto de querer embarazarme.
Sí, el lobito Chapuci siempre decía en broma, tanto en público como en privado, que era el momento de ser madre. Él lo exponía desde la poesía, yo suspiraba imaginándome entre teteros y pañales, flotando en una nube de pupú infantil. Me extasiaba pensando en que sería igualito a su papá: culto, de contextura atlética y rostro seductor. ¡Estilo, forma y fondo! Conclusión: la Real Academia personificada.
Pero ¡tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe! La grabación de una larga conversación puso en descubierto el vil engaño de Chapuci. Zapateé entre licor toda una noche y al día siguiente lo dejé ir entre el vómito de la resaca.
A veces, cuando camino entre la multitud caraqueña, recuerdo su inquieta cabeza de ventilador. Tras evocarlo, aparece sentado en el Gran Café y puedo tocar la dulzura de sus ojos saltones. Entonces recuerdo su libertad de niño de la calle, como él siempre me decía.
«¡Soy aquel niño de la calle!, el que le hizo mandados a un rector de la Universidad de los Andes».
Hoy me digo: ¿Quién puede medir su bondad o maldad? ¿Quién es él? ¿Quién soy yo?
No es tan malo como dicen…
Una vez Chapuci me dijo: «¡China, usted como que me inventó!». Y hoy creo que era mi deber salvarme de tanta pereza mental y de tanto verano sexual.