Por Claudia Pussetto
Ilustración: Lorena Pussetto
El frío empuja a la comida al interior de las casas y yo quiero comer. Todo el tiempo. Elegí un rincón del techo cercano a la lámpara, porque la luz atrae a mis alimentos. Desde mi tela no me pierdo detalle.
Este es un cuarto espacioso, con algunos muebles viejos. Y oscuro, las cortinas de la ventana nunca se abren.
Hay una mujer joven que por momentos canta canciones tristes, por momentos se mira al espejo, por momentos teje una manta.
Un hombre llega cada noche y como el viento que destroza todo al pasar, somete a la joven, que permanece inerte. Luego el hombre se duerme y ella se desliza hasta el baño.
Cada mañana, el hombre pide perdón y hace promesas. Mientras, ella ceba mates en silencio.
Cuando él se va, la mujer sale a hacer compras. Al volver comienza otra vez la misma rutina hasta la noche. Aunque desde hace unos días algo ha cambiado: come mucho y cada vez parece tener más hambre.
Hoy estoy pensando en irme, en este lugar no hay tanto alimento como yo esperaba. Miro hacia abajo y algo me llama la atención: la mujer está completamente envuelta en la manta que ha tejido.
Espero. Observo. De un extremo del envoltorio aparece una mariposa. Estoy segura, he visto otras antes. Asoman la patas y las antenas, luego el cuerpo sale con dificultad y al final, se despliegan las alas. Se limpia la cara con las patas, da unos pasos, mueve las alas de color azul para probarlas y levanta vuelo. Recorre el cuarto y se posa en cada objeto unos segundos. Finalmente pasa frente a mí. Reconozco los ojos.
Estoy tan asombrada que demasiado tarde me doy cuenta de que también es comida.
El hombre entra, llama a la joven y ve el envoltorio. Insulta y sacude el tejido que cae al suelo. No entiende. Nunca entendió ni entenderá.
Ella, posada cerca de la puerta, espera que él la abra otra vez y se echa a volar.