Por María Teresa Canelones Fernández
Creció “amamantado por historias orales”. Escuchaba con placer a los campesinos que trabajaban en la finca de su abuelo, quien silabeaba leyendo el periódico. Boxeadores, músicos populares y grandes anónimos son los personajes de algunas de sus crónicas traducidas al inglés, al alemán, al francés y al italiano. Ha sido columnista permanente del suplemento «Papel» del diario El Mundo, de España, y en la actualidad es colaborador de The New York Times en español, y uno de los más importantes periodistas literarios de América Latina
Cuando su tía le dijo que estaba embarazada, él salió “volando” a dar la primicia. Tenía 8 años y escribía guiones de telenovela que eran dramatizados –bajo su dirección– por “pelaítos” de San Estanislao, pueblo colombiano en el que se crió con sus abuelos maternos.
Por la mañanita, algún tío suyo llegaba con un cuento que se hilaba con otro cuento de su abuela, que a su vez se tejía con alguno de otro miembro familiar y que desembocaba durante el almuerzo en una cascada de narraciones hechas por los campesinos que trabajaban en la finca de su abuelo, “un hombre genuinamente popular”.
Ya en la tardecita, se escuchaba en la radio al juglar Alejo Durán y las anécdotas se desvanecían entre el tierrero del Arenal –como también es conocido su pueblo de crianza– y los actores venezolanos José Bardina y Lupita Ferrer, que protagonizaban escenas de amor y desamor en blanco y negro, frente al niño que durante los comerciales tararearía mecánicamente:
¡Salsa de tomate Fruco! y ¡Top, el detergente!
De vez en cuando su vecina Socorrito Pino irrumpiría como un duende enamorado en los espacios rutinarios y creativos de “Albertico” para “taladrarle los nervios” y “escabullirse con risa triunfal”, como lo contará años después el escritor en su crónica La niña más odiosa del mundo.
Alberto Salcedo Ramos siempre ha querido creer que las historias orales fueron la biblioteca que no tuvo en su infancia. En sus crónicas hurga el alma de los protagonistas de sus historias y logra comunicar con agudeza y extraordinaria sensibilidad particulares eventos de seres humanos curtidos por el dolor y dotados por la maravilla de la simplicidad. “La crónica es el rostro humano de la noticia. Es un género periodístico que combina narración con interpretación para hacer que el lector se sienta más cercano a la realidad y la entienda mejor”, explica el maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
La Ley del Monte y Tiburón viajan en sus recuerdos como sus primeros acercamientos a un cine con techo de zinc y suman narraciones de quijotes como la de José Miguel Montalvo, dueño de la única sala audiovisual del Arenal de los años 70′, quien a pesar de sus buenas intenciones de llevar esparcimiento a los habitantes, era despreciado con comportamientos vandálicos en plena función. Estrellar piedras contra la pantalla parecía formar parte de una película de indolencia. Por suerte –dice– “los recuerdos se van dulcificando”, aunque siempre se preguntará: ¿dónde estabas tú, Orson Welles, cuando yo más te necesitaba?
De niño le inquietaba descubrir la gracia, el don o el talento que lo haría brillar ante sus pares, porque los “pelaítos” de su edad, cuando no eran bonitos, corrían rápido, eran correspondidos por las chicas y otros bailaban como los dioses. “Recuerdo que un día, mientras contaba una historia a unos amigos en un parque, de repente comenzaron a rodearme y me gustó esa sensación de ser una persona que cuenta historias. Desde entonces siempre me ha gustado ser la persona que eche el cuento. Creo además que es una forma de ‘poder’, ‘poder’ del bueno, porque no se le hace daño a nadie”.
Los abuelos de Salcedo Ramos
Su madre, su gran amor
Un olfato agudo
El cronista y profesor de la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas, Venezuela, Roberto Echeto, define a Salcedo Ramos como “un gran contador de historias. Un gran narrador. Un gran periodista. Con un olfato muy agudo para saber dónde hay una gran historia por contarse”.
Habitado por historias y con el don del saber escuchar –porque le encanta oír a la gente– va tejiendo, y teje que teje, y juega con el abecedario en una especie de pacto entre la palabra y el tiempo. Entonces las historias ya no solo toman forma en publicaciones, sino que también se van tejiendo en su oralidad de caminante, viajero y amigo. Son esas crónicas tras vestidores igual de fascinantes, y en este caso anecdóticas, como la que cuenta un día en Barranquilla con el escritor colombiano Ramón Illán Bacca.
“En el año 96 fui a su casa y me dijo que me presentaría a una tía suya que era un personaje. La señora vivía en medio de columnas de periódicos. Había montones de periódicos en la casa. Pero la cosa era que coleccionaba periódicos viejos, le pregunté la razón de su preferencia y me dijo: ‘no, mijo, lo que pasa es que cuando yo leo el periódico de hoy, a mí me da una angustia porque pienso que el mundo se va a acabar, en cambio cuando leo los periódicos viejos, me doy cuenta de que el mundo no se ha acabado y de que ya hace veinte años que la gente decía que el mundo se iba a acabar, y mira lo bien que nos ha ido’. Entonces le dije: ‘¿pero por lo menos podemos saber en qué momento histórico se encuentra usted?’. Y me respondió: ‘bueno, en este momento me encuentro por el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado’”.
Las historias de anónimos lo seducen cuando tienen algo que excita su voluntad de dejar testimonio. “Los académicos recomiendan que las historias reflejen ciertos conflictos esenciales del ser humano y sean universales. Yo tengo en cuenta esas recomendaciones, pero además necesito generar química con el tema. En todo caso, lo que me atrae no es que la persona sea famosa o anónima, sino que tenga algo muy interesante que contar. Las grandes historias son atemporales, no se envejecen”.
Sus crónicas han sido publicadas en revistas colombianas como: SoHo, Gatopardo, El Malpensante, Arcadia, Credencial y en Cromos, así como en Hoja por hoja (México), Etiqueta Negra (Perú), Diners (Ecuador), Marcapasos y Plátano Verde (Venezuela), Ecos (Alemania) y Courrier International (Francia)
Historias mínimas
Salcedo Ramos muestra la maravilla de lo invisible, de esos seres de por ahí, de esa cotidianidad anulada y relegada por su incompatibilidad con el espectáculo mediático, supeditado a estéticas de consumo que nada tienen que ver, por ejemplo, con la historia De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho. Ese es Luis Alfredo Loaiza Gómez, un lustrador de zapatos que se movió entre los excesos del alcohol y de la aventura, vendiendo mujeres a marinos suecos, hasta perder en la más oscura clandestinidad su pierna izquierda, y luego pasó el resto de la vida evocando a su amor platónico, la exreina de belleza colombiana Susana Caldas.
En su crónica La travesía de Wikdi, visibiliza la historia de un adolescente indígena que tiene que caminar cinco horas diarias para ir a la escuela. Y en pleno viaje narrativo el escritor denuncia: “¡Qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama”. El periodista polaco, Ryszard Kapuscinski, decía que “si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades y sus tragedias”.
En el año 2000 Colombia se enteró de que existía El Salado, El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas, como lo llama Salcedo Ramos en su crónica, hecho que registró un saldo de 66 víctimas en manos de los paramilitares. “Si hay algo que los ‘paracos’ nos enseñan, por lo menos es un poco de geografía. A punta de plomo aprendemos geografía en este país. Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen”, sentenciará el escritor nueve años después de lo ocurrido.
A los 19 su abuelo le regaló una máquina Brother en la que escribía textos que llevaba al periódico La Libertad, en Barranquilla, y que jamás se publicaron porque su timidez era MAYÚSCULA y solo llegaba a entregarlos en la recepción. Años después la Lotería de Bolívar publicó su primer libro, Diez juglares en su patio, en coautoría con su amigo y hermano Jorge García Usta.
“El libro era tan feo que si tú lo veías, se le arrancaban cinco páginas, y tenía tantos errores tipográficos que Jorge y yo pensábamos en añadirle no una fe de erratas, sino una fe de aciertos, porque estaba repleto de errores. Nadie distribuyó los libros, ni se pusieron en ninguna librería. Jorge vendía muy bien los libros suyos y yo regalaba muy bien los libros míos. El solo hecho de ver mi nombre en el libro fue un motivo para mí de alegría, así que el día que nos los entregaron, yo entré en un estado de sobreexcitación que no me podía dormir. Yo me acostaba, apagaba la luz y decía ‘hijo e puta’, tengo que ver ese libro otra vez”.
“Tiempo después escribí De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas, me tocó enfrentarme a los editores y ninguno le paró bolas, hasta que Ediciones Aurora me publicó en el ’99. Con ese libro pasó una cosa similar al anterior. Me llevaron al colegio San Bartolomé de las Mercedes en Bogotá para hablar con los niños y adolescentes. Para mi sorpresa, cuando entro al aula veo en las paredes cartulinas con las portadas de mi libro y acuarelas sobre los personajes, y sentí unas ganas profundas de llorar porque creí que aquellos textos que había llevado años antes a la recepción del periódico La Libertad y que llegué a pensar que no le importaban a nadie, eran esos niños quienes se los habían encontrado, y por eso siempre he creído que cuando uno escribe tira al mar botellas de náufrago, uno no sabe quién se las puede encontrar y cuando uno encuentra al que se las encontró, no puede evitar sentirse contento”.
Algunas de las crónicas de Salcedo Ramos han sido traducidas al inglés, al alemán, al francés y al italiano, y ha sido columnista permanente del suplemento Papel del diario El Mundo, de España. En la actualidad es colaborador de The New York Times en español.
Y así como no existe barrera idiomática para leer sus historias, su trabajo como reportero y escritor también se deslastra de cualquier prejuicio que limite o ensucie la comunicación con sus entrevistados, porque tiene un genuino interés por la gente. Cuenta que creció viendo cómo en Arenal la hija del rico se chupaba una paleta y luego se la pasaba a la hija del pobre, y que en los bailes de Carnaval desaparecían los estratos sociales. “El hecho de criarme en un lugar donde no había ricos, ni pobres –aunque los hubiera– y de sentarme a hablar con cualquier persona sin importar su color ni procedencia social, su origen ni sus creencias, fue fundamental. Si uno no se pone en los zapatos del personaje, es muy difícil contar historias. Lo que avala el trabajo que hacemos es la transparencia de nuestras intenciones, que no seamos oscuros, que no mintamos”.
Otra de sus historias tras bambalinas es la de un viaje que realizó a la Guajira –ubicada entre Venezuela y Colombia– para entrevistar a un palabrero wayuu, quien desde el principio se mostró vía telefónica renuente a charlar con el cronista porque decía que su casa era muy fea. Sucedió que cuando llegó el día del encuentro en su ranchería, solo hablaba con monosílabos, todas sus respuestas eran un “sí” o un “no”.
“Recuerdo que el viento soplaba furiosamente y en un momento me pegó un olor a café, y le dije: ‘¡qué rico que huele a café!, ¿por qué no me regala un tinto?’, y entonces se levantó y me dejó solo en el patio y entró a la cocina que estaba muy cerca de donde estábamos conversando y escuché lo que le decía a su mujer: ‘oye, ahora qué hacemos, imagínate, quiere un café, y ese pocillo tan horrible que tenemos aquí. ¿Por qué no vas a donde la vecina y pides prestado un pocillo?’. Entonces abandoné mi puesto y me metí a la cocina y había un pocillo horroroso con cinta pegante, sin orejas, sin asas, lo agarré y agarré la olla y me serví yo mismo y me lo tomé. Era un café muy rico, estaba endulzado con panela, pedí repetición y cuando volvimos al patio ya el tipo no volvió a hablar con monosílabos”.
“Yo he tomado vasos con agua en la casa de mis personajes que saben a pescado, vasos con gaseosa que saben a mondongo, y la he pasado bien porque no soy remilgoso, no soy elitista”, aunque para Juan Sierra Ipuana, “hombre de metáforas” –como lo define Salcedo Ramos en la crónica–, el escritor siempre será un “Alijuna”, “palabra wayúu con la cual se nombra a todo el que no pertenezca a la etnia, sea blanco o sea negro”.
–¿Qué tanto puede humanizar la literatura al periodismo?
–La humanización de los temas depende más de la sensibilidad del periodista. No es un regalo que la literatura, per se, le conceda al periodismo. La literatura permite darle un tratamiento estético a la forma de contar la realidad, de modo que el texto resulte más atractivo para los lectores. La literatura es para la forma y el periodismo para el fondo. Todos los géneros tienen su razón de ser y su momento. Cuando sucede algo importante, se necesita el registro oportuno. Es el tiempo de la noticia. Después de esa cobertura inmediata, viene el momento de los otros géneros. Se necesita saber el porqué, se necesita explorar las consecuencias, mirar el aspecto humano. Entonces aparecen los reportajes, las crónicas, los análisis.
El Nuevo Periodismo latinoamericano
Entre sus publicaciones destacan: “Los golpes de la esperanza”, “El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé”, “Botellas de náufrago”, “La eterna parranda” y “Viaje al Macondo real”.
El escritor colombiano Medardo Arias asegura que Salcedo Ramos es el heredero natural de lo que se llamó el arribo del Nuevo Periodismo en Colombia, porque logra ese matrimonio feliz entre la literatura y el periodismo. “No es gratuito porque es un hombre de la Costa Caribe”.
Y la periodista colombiana Olga Bear destaca la forma con que el cronista aborda la realidad. “Cualquier cosa que pasa en la sociedad –desde lo cotidiano– la convierte en una obra de arte. Su gran capacidad para conocer determinados mundos ha permitido que entre hasta las entrañas de la gente y de los hechos. Él puede trabajar sobre temas que han podido suceder hace muchos años. Por ejemplo, la obra de Pambelé, quien fue campeón de boxeo en los ’70 y, sin embargo, lo muestra en la actualidad con maestría, pero sobre todo con una sensibilidad sobrecogedora”.
Pambelé le decía al escritor: “Lo que pasa es que yo hablo duro y la gente piensa que yo me meto droga”. Sin embargo, fue cuando llevaba ocho meses interactuando con él que le confesó: “Ahí en esa casa me fumé mi primer tabaco de marihuana cuando tenía 14 años”. “El buen dato es tan bueno que nunca se te olvida”, revela el cronista.
“Cuando el texto va encaminado uno se siente mejor.
Igual siempre hay múltiples formas de arruinarlo.
Por eso es conveniente apelar a editores que nos ayuden a salvarlo”
Disfrutar la escritura
En 2015 la Revista Soho publicó su crónica Los Ángeles de Lupe Pintor, un boxeador mexicano que mató a Johnny Owen, su rival en el ring durante los años ’80. Salcedo Ramos cuenta conmovido que durante la entrevista con su personaje, la esposa de este le tomó las manos a su marido para mostrárselas y decirle algo que jamás olvidará: “Mírate esta parte de las manos, mi amor, pura suavidad –refiriéndose a las palmas–, ahí es donde se ve tu alma. Sus manos son las de un hombre bueno. Ustedes, los fanáticos del boxeo, solo han visto a Lupe usando esta parte de las manos –los puños–. Y quienes no somos boxeadores le conocemos esa parte de las manos, esa parte que él dejo para mí, para sus hijos y sus amigos”.
“La crónica que más disfruté escribir es El testamento del viejo Mile. Es la historia de un viejo juglar de nuestra música popular, que compuso una canción sumamente exitosa. El viejo nunca escribió la canción porque era analfabeta, pero aun así su canción quedó escrita en la historia de la música popular latinoamericana. Se difundió de boca en boca, a través del correo del viento. Se llama Emiliano Zuleta Baquero y su canción es ‘La gota fría’, grabada, entre otros grandes, por Carlos Vives. Disfruté la escritura de esta historia porque el viejo tenía un humor silvestre que me hizo divertir mucho. Yo escribí esta crónica por iniciativa propia, sin que ningún editor me la pidiera. No sabía si al final encontraría a algún interesado, pero aun así le invertí tiempo y ganas a la historia hasta lograr terminarla. Ese gesto en defensa de mi pasión también contribuye a que tenga esta crónica en un lugar especial del corazón”.
El método de Alberto
Andrés Puerta Molina, periodista colombiano, afirma que Salcedo Ramos es un animal contador de historias. “Lo que diferencia la obra de Alberto es que es una persona muy sensible, no solo narrando la violencia, donde es un gran cronista, sino también en su capacidad para encontrar los personajes”.
En 2018, la Editorial de la Universidad de Medellín publicó La mirada del cronista. El método de Alberto Salcedo Ramos, en donde Puerta, a través de entrevistas y análisis, se acerca a la esencia de personajes como Emiliano Zuleta. “De este acordeonero, retrata una fiel lectura de la realidad colombiana. El humor en El testamento del viejo Mile es fundamental, porque dinamiza y hace fluir el relato, así como la importancia de la oralidad, porque en el Caribe nadie se queda callado”.
“En el Caribe es posible encontrar la esencia de la realidad a través de los sonidos. Crecí oyendo historias, no leyendo historias, en un pueblo abandonado, donde cuando nos mencionaban la palabra ‘cuento’, jamás pensábamos en Rulfo, sino en el viejito de la esquina que contaba los cuentos en un parque. Esta era la forma de sobrevivir al atraso. Entonces, la oralidad para nosotros no era un ornamento. Siempre me ha parecido que en la oralidad yo escucho música y cuando escribo yo aspiro a la oralidad. La sensación de la oralidad, del que es oral porque no ha leído, es distinta al que tiene una formación literaria y se lo propone. Es el esfuerzo del artista que sabe que la gracia de escribir consiste en trabajar mucho para que no se note lo mucho que trabajamos”.
Puerta argumenta en su investigación que “para leer la obra del mejor cronista de Colombia hay que ser conscientes del método que utiliza”. Asegura que “hay que pasar de la lectura desprevenida a entender la rigurosidad del trabajo que hay detrás de la construcción de los textos, y mirar de forma crítica la crónica, para así entender la determinación de los cronistas en invertir tanto tiempo y recursos en un producto que económicamente puede no ser rentable y que solamente la actitud terca y decidida de unas pocas personas es la que permite que este género sobreviva y llegue a niveles tan altos”.
“El buen periodismo empieza donde se acaba la preguntadera.
Se debe oír con respeto y preguntar lo justo”
–Usted dice que los seres humanos no necesitan de la ficción para huir de la realidad, sino para enfrentarla. Sin embargo, ¿cuántas veces lo ha salvado la ficción?
–No sé si salvar sea un buen verbo en este caso. Quizá suena pretencioso. Yo me refería a que ciertas verdades íntimas no se pueden abarcar desde el periodismo. Se necesitan los géneros de ficción para poder asumirlas, porque quizá son tan dolorosas que no es posible enfrentarlas con el rostro descubierto. Por eso a menudo encuentro verdades más interesantes en las novelas que en los reportajes.
Merecedor del Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (dos veces) Premio Internacional de Periodismo Rey de España, Premio Ortega y Gasset de Periodismo, Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa, Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (seis veces), y Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba
Ni secuestro ni selva
“Un año después de su liberación fui a buscar a William Pérez, el soldado y enfermero que cuidó en la selva a Ingrid Betancourt durante su secuestro por las FARC. Costeño, de la Guajira, en ningún momento mencionó la palabra secuestro, ni selva. Me preguntó si me gustaban los vallenatos, en fin, hablamos de muchas cosas que no tenían nada que ver con el tema. La segunda vez jugamos billar y la tercera tomamos mucho café y recuerdo que le dije que quería conocer a su mamá, y me respondió que me tocaría ir a la Guajira para conocerla.
La encontré frente a una máquina de coser Singer donde se ha pasado toda la vida. Le pregunté qué había sido para ella lo más difícil de la experiencia y me dijo que la comida, porque no quería comer. Creía que su hijo no comía, por lo que en la noche dejaba un plato en la mesa pensando que alimentaría su espíritu. Así que a punta de supersticiones se defendió durante todo ese tiempo. “Yo solo quería verlo entrar por esa puerta, salir corriendo hacia donde él estaba, colgármele en el cuello, abrazarlo, preguntarle qué quería comer, cocinárselo, servírselo en un plato, sentarme frente a él a ver cómo se lo comía y que cuando él se lo comiera, a mí me diera un infarto.
En mi cuarto encuentro con William comimos chivo guisado y me contó que a los ocho meses de su secuestro se vio en un espejo y a quien vio fue a su hermano Eduar, y entonces todas las tardes se veía en el espejo para ver a Eduar. Y cuando le pregunté cómo se imaginaba el reencuentro con su familia, me dijo que con la comida de su mamá”.
–¿Alguna vez se ha detenido a bendecir a su duende literario, y en ello lo que implica el acto de consentir sus ojos, sus manos y su ser en su totalidad?
–Soy demasiado bruto como para escribir sin que un Dios benigno y generoso me oriente. No soy religioso pero creo en eso. No ando por ahí desconfiando de las creencias ajenas ni dándome golpes de pecho por las mías. Es algo personal, íntimo. Creo en la idea de que Dios está dentro de uno mismo cuando es una persona justa.
“Para hacer crónicas no hay que entrar por la puerta principal,
sino por el garaje”
Para Salcedo Ramos, lo mejor de la literatura no es escribir, sino leer, porque cuando lee un gran libro, se siente bien consigo mismo por el buen uso que le ha dado a su tiempo. Dice que lee lo que le apasiona y que jamás se cansa de leer a Rulfo, Hemingway, Gabo y Camus. Le encanta el trabajo de campo, y cuando escribe teje, pero también demuele, y a veces le incomoda el encierro, como cuando escribió La eterna parranda de Diomedes, en el que luego de muchos días de estricta reclusión, llamó por teléfono a su amigo el escritor Cristian Valencia para confesarle que en ese momento consideraba como su gran utopía salir a la calle a pagar el recibo del agua, para ver la luz y sentir el aire.
En su Elogio del error, publicado en la Revista Etiqueta Negra, celebra diciendo “me gano la vida cometiendo errores, garrapatear una frase, borrarla, garrapatearla otra vez, tejerla con la siguiente, construir el sentido palabra a palabra, en cada línea fallo, en cada línea tengo una nueva oportunidad”.
“Yo cuento las historias con el corazón y me interesa un tipo de lector que quiera encontrarse conmigo, y que esté dispuesto a internarse en las páginas de mis escritos sin pensar en cosas como la extensión que tiene el texto, y que simplemente lo deje fluir. Es posible que uno escriba para uno mismo, aunque suene ridículo, porque uno es el primer lector de lo que escribe, y posiblemente sea el único”.
El maestro Salcedo Ramos cree que la crónica volverá a su viejo territorio de exilio: los libros, y le dice a los curiosos y estudiosos del periodismo narrativo “que lean a los grandes maestros del oficio de contar, pero que al final inventen su propia forma de emprender esta aventura”.