El tobo escondido

Por María Teresa Canelones Fernández

 

Luego de autopublicarse el libro Reflexiones de una insensata, la muchacha creyó que su vida como escritora estaría asegurada.

De los mil ejemplares publicados, se enteró que por voluntad propia solo dos personas en Caracas compraron el librito.

Por cosas del azar, un reconocido escritor de San Antonio de los Altos a quien le llamó la atención la portada en una Feria del Libro porque estaba ilustrada por un artista plástico del estado Lara, que resultó ser amigo suyo.

La otra lectora fue una compañera con la que hizo un taller de teatro, quien le confesó que aunque aún no lo había leído, lo había comprado porque estaba atravesando por una situación confusa en su vida amorosa y se sintió identificada con el título. Ante el comentario, la confundida fue la muchacha, quien con cara de circunstancia agradeció el apoyo a aquella mujer.

Pero aunque Reflexiones de una insensata no había tenido éxito en la ciudad, había superado las ventas en el pueblo de crianza de la joven escritora porque su mamá lo había fiado y vendido a titirimundachi. Aurita “la Turca” aseguraba que todo aquel que había adquirido la obra lo había hecho de manera espontánea, porque no estaba acostumbrada a persuadir y muchos menos a imponer a su clientela mercancía alguna. La muchacha sabía que su mamá era capaz de vender todas las piedras del río Saguaz.

Meses después de la publicación, las felicitaciones de familiares y amigos llovían. El papá leía extractos de las reflexiones a todo aquel que lo visitaba, la mamá fotocopió el libro e intensificó las ventas en el pueblo y las parroquias aledañas.

Su abuela paterna, luego de rezar el rosario y comentar versículos de la biblia, estratégicamente le servía café a las devotas y sacaba debajo del libro sagrado el librito de la nieta a quien por vergüenza las fieles tenían que leer de mano en mano por lo menos una hora más luego de haber concluido con las oraciones.

Con tanto elogio y respetabilidad local por su oficio, la muchacha sintió que era el momento de hacer algún curso literario que complementara y afinara sus aprobados conocimientos y originales técnicas de escritura. Sin mucho que pensar, se inscribió en un famoso diplomado de Narrativa Contemporánea dictado en Chacao, donde estaba segura reconocerían su talento y maestría para contar las más brillantes y estupendas historias.

Una decena de extraordinarios textos y buenas lecturas comentadas aumentaban la ansiedad y el temor de la muchacha por participar en clase. Asaltada por el miedo y la duda, ese día llegó y en medio de unos veinte estudiantes de distintas edades y profesiones, comenzó a leer un breve cuento donde sería evaluado El Dato Escondido, de Vargas Llosa, que tituló La Primavera.

Una semana antes de leerlo en clase, lo había comentado con amigos y compañeros de trabajo, a quienes les había parecido una maravilla, una promesa de la literatura venezolana, le decían.

Segundos antes de comenzar a leer, el nerviosismo de la muchacha aumentó porque tuvo el pálpito de que la estudiante que la antecedió había cumplido con la tarea. Algo le decía que su historia que no tenía un final feliz, porque se trataba del asesinato de una adolescente a sus padres, se quedaría en pañales con el verdadero e implacable final que tendría la evaluación de su cuento por parte de los literatos.

Y así fue. Nomás terminó de leer la muchacha el cuento, el tiempo pareció congelarse y con él, el rostro de asombro de los participantes, quienes guardaron un largo silencio mientras el profesor hundía nuevamente sus pupilas en el texto pensando que por despiste no había entendido la historia; parecía buscar algo rescatable en ella. Como decía uno de sus admirados profesores, la policía de la literatura había llegado sigilosamente y la merodeaba burlesca, escupiéndole la cara.

La voz firme y chillona de una de las estudiantes interrumpió el silencio diciendo que no entendía nada. De ahí en adelante comenzaron a darle “palo a la piñata”. Unos decían que la protagonista, en vez de parecer que estaba en una cárcel, estaba en un manicomio, prostíbulo o convento.

Discutían entre ellos, sumando las lacerantes calificaciones del profesor, quien refutaba que la adolescente de la historia tenía alguna patología psiquiátrica y que al mismo tiempo había algo de sadismo en la trama, además que cómo era posible que había asesinado a sus padres con un revólver que salió de la nada y que para rematar había hablado de una fulana cama y un fulano baño cuando en las prisiones de vaina hay literas, la gente orina en el piso y jamás, pero jamás, alguien olvidaría un cigarrillo.

La muchacha sintió que se le desmayaban las piernas cuando otra voz femenina pareció apiadarse de ella diciendo que le había gustado el cuento. La muchacha sintió recuperar fuerzas, pero minutos después dijo que no le parecía tan malo, entonces la novata sintió que se desvanecía.

Otra estudiante suplicaba que escucharan su opinión porque ella daría argumentos contundentes para salvar a la condenada, mientras que una voz masculina sentenció que era mejor que la muchacha escribiera otro cuento.

En medio del linchamiento, la muchacha asentía automáticamente a todo lo que le decían y a duras penas trató de salvar su historia, pero todo estaba perdido, el profesor dio su veredicto: un relato con múltiples inconsistencias, no había un perfil psicológico definido y, lo más importante, no quedaba claro si había un dato escondido.

El especialista vanaglorió el trabajo de otras estudiantes que derrocharon talento y sí cumplieron con lo encomendado y miraba de reojo a la muchacha con pena ajena, sin olvidar su rol de evaluador. Sabía que de la pobre escapó el dato de Llosa pero no los tobos, las poncheras y cuanto perol exista para culparla por su osadía.

Cuando terminó el chaparrón, la muchacha recogió sus “macundales” y con risa nerviosa llamó a su mamá y le preguntó que si la vanidad y la osadía eran hereditarias.

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