Por Marlon Zambrano
Cuando las estadísticas salgan a relucir, si es que algún día las ofrece algún organismo oficial, se sabrá, a ciencia cierta, cuánta paja reinó en el mundo durante la cuarentena.
Uno lo puede inferir mediante la observación in situ, pues, como se sabe, al pajero (o pajera) se les reconoce por su aspecto descoyuntado, su mirada perdida y su desinterés por las cosas mundanas, que es como estigmatizamos a cualquier adicto.
En todo caso, la medición empírica –ahora que toda la atención se puede concentrar en la mirada de nuestro interlocutor, maniatado por el tapabocas– nos facilitará el trabajo de establecer un dato para nada ocioso: ¿cuánto pecamos durante la pandemia?
Es posible –incluso a metro y medio de distancia– deducir, a partir del gesto huidizo, si ese vecino se anduvo matando a pajas temprano o el día anterior, mientras apresuramos la fila para el avituallamiento de una nueva jornada de encierro.
Tampoco es difícil concluir que, desde hace seis meses, en la infausta hora de la cuarentena, la ciudad se sumergió en una concupiscente huida hacia el onanismo, en vista de que juntados todos en casa (los niños, la suegra, el perro), se hace imposible el mete y saca natural que ha perpetuado a la especie desde tiempos inmemoriales.
Es la hora del desorden moral: cuando hablamos de la masturbación (ese vicio solitario, lujurioso y egoísta), lo hacemos en torno a un pecado venial que ha concentrado grandes debates canónigos, en la dialéctica del placer por el placer, y el placer por y para traer hijos al mundo.
Partamos de la siguiente idea, argumentada por la pastora Soraya en un meme clásico de redes sociales: la naturaleza ha dado a la «simiente» humana la finalidad de la procreación.
En el tratado Masturbación: reflexiones teológicas y pastorales, se establece que la paja era condenada por los egipcios y apenas mencionada en los escritos griegos y romanos. Lo curioso es que, al parecer, tampoco era tan importante en el Antiguo Testamento, ya que ni el pecado de Onán (Génesis 38,6-26) la menciona específicamente.
Peor aún: sorprende el hecho de que fuera durante la Ilustración, siglo XVIII, cuando pensadores como Rousseau y Voltaire (que tanto influyeron a nuestros libertadores) empezaron con la joda, al considerar que, por exceso de paja, se pierde toda la juventud y el hombre se degenera hasta lo más bajo.
En el siglo XIX aparecen expuestas en libros y folletos las terribles enfermedades consecuentes de la masturbación, lo que quedó definitivamente grabado en el miedo de los pueblos. Por ejemplo, eso de que nos quedaríamos ciegos.
Freud, a través del psicoanálisis, la untó de una pátina de traumas al considerar que la masturbación es un síntoma de narcisismo infantil no superado. La consideró síntoma de una neurosis obsesiva, unida a la angustia y culpabilidad que, por lo general, se siente al final de ese rito carnal que los franceses llaman “muerte súbita”.
Así las cosas, y por si no fueran suficientes las estocadas del virus, la inflación, el calentamiento global, las avispas asesinas, los asteroides realengos, el enredo de Dark, el vahído de TikTok, nos queda asumirnos desequilibrados y pecaminosos, por pajeros convictos y confesos, como se nos nota en la mirada.