CALLE LITERATURA | Laura Romero

Por Carolina Elwart

Laura se define como una exploradora de las letras: «Explorar, conocer, observar y sentir es lo que me lleva a la escritura. Ponerle palabra a lo real, develarla y contarla desde lo más íntimo de un personaje, desde el fluir mismo de su consciencia o inconsciencia. Siempre con dulces toques de ironía que brotan de la esencia  de la contradicción del ser», nos cuenta.

La escritura se ha detenido como el mundo, pero busca nuevos lugares para aparecer. Laura tiene una pluma muy especial. Le gusta adentrarse en terrenos oscuros. Sus conocimientos de Psicología le ayudan a desplegar en cada personaje y relato diversas formas de ver la humanidad.

Este texto lo escribió tras uno de los disparadores con los que trabajamos en el taller de escritura «Letras Tomadas». Laura le pone un tinte de humor ácido a sus textos, logrando que se distingan y ya sean reconocidos como de su propia cosecha.

Bichos y conchitas

Después de 26 años los espejos ya no son los mismos… espero que los periódicos tampoco.

Enciendo un cigarrillo y me reclino para disfrutar de un poco de lectura barata.

Decorando primera plana me viene un recuerdo… “Después de 26 años, ¿qué lo llevó a asesinar a todas las mujeres con las que vivía?”. ¿Misógino? ¿Que odiaba a las mujeres? ¿Que me obsesionaba mi casona? ¿Mujeriego? ¿Qué tanto sabrán estos pendejos idiotas de hoy?

Yo no odiaba a esas mujeres. Las respetaba y toleraba. Eran mi familia.

Siempre fui una persona normal, cordial con mis vecinos y de impecable profesión.

Tenía un buen trabajo que me permitía darle a las mujeres de mi casa un buen pasar. Tenía mis amores extras Chicha, Pirucha y otras conchitas más. Eran para paliar la soledad que me invadía en esos momentos en los que el mundo me juzgaba y mi familia también.

Juzgar… siempre odié que lo hicieran.

Esa mañana me sentí diferente. Tenía ganas de ayudar en casa con las labores. Bajé a la cocina y estaban todas las mujeres de mi vida, incluso mi suegra. Me llevaba bien con ella, era una buena mujer.

Saludé y me dispuse a limpiar. Buscaba el plumero para sacar unos bichos que le daban mal aspecto a mi casona. Cuando le pregunté a mi esposa me contestó: “¿Por qué no vas a limpiar conchitas, que es lo mejor que sabés hacer?”. Siempre lo decía, todo el tiempo… pero ese día esas palabras resonaron de otra manera. Me maldispuse.

Conchita… conchita… maldita palabra. Esa maldita palabra en ese momento. ¿Podría haber elegido otro momento? Yo tenía que sacar los bichos que daban mal aspecto a mi casona. Pero ella dijo esas palabras… Eran un eco que me acompañaban mientras buscaba ese maldito plumero.

Salí de casa y me dirigí hasta la cochera en busca de mi herramienta de trabajo. No encontré el plumero pero sí mi vieja escopeta. Ahhh… qué recuerdos me trajo tocarla… tan fría y fuerte. Me servía para relajarme. Solo tenía que disparar y toda mi rabia desaparecía.

Encendí un cigarrillo.

Entré en el comedor.

Todas mis mujeres estaban allí.

Sus miradas cambiaron, ya no mostraban indiferencia y desprecio… sus palabras ya no me juzgaban. Solo vi extrañeza en sus gestos y creo que algo de miedo. Intentaron correr pero mi ira fue implacable.

Había perdido mi cigarrillo con la emoción, tuve que encender otro. Me sentí mejor, más relajado y excitado.

Decidí que era un buen momento para llamar a una de mis conchitas e invitarla a un buen hotel. El día lo ameritaba, aunque todavía no había sacado esos bichos que dan mal aspecto… mmm, después lo haría.

De vuelta decidí pasar a ver a mis viejos por el cementerio. Estaban enterrados juntos… qué ironía, toda una vida de golpes y la muerte les daba toda una eternidad de odiosa e inevitable unión.

Cuando volví todo era un desastre. Antes de llamar a la Policía decidí sacar los bichos.

Cuando llegaron los milicos a casa se sorprendieron y juzgaron que se trataba de uno de los crímenes más aberrantes de Argentina.

Intenté mentir. Pero no tenía ganas. Mi día había sido muy intenso y deseaba descansar. El peso de la libertad me era insoportable por hoy.

Pasaron 26 años. Pensé que la grandeza de las decisiones que solo unos pocos libertos tomamos sería olvidada, pero no.

Continúo leyendo una de las tantas descripciones que sobre mi psique y personalidad apostaron realizar profesionales, periodistas y opinólogos de pacotilla:

“Ricardo Barreda, odontólogo, 56 años, autor de uno de los crímenes más aberrantes de la Argentina cometido en  1992. Mató a su esposa, hijas y suegra.  Se caracteriza por presentar una personalidad obsesiva, frialdad en sus gestos… bla bla bla… No lloró, ni suplicó –¿por qué debería hacerlo?– Solo gesticulaba cuando se le preguntaba por su familia, ante lo cual presentaba gestos de asco”… ¡Ah, este es mi preferido: “Era  una persona normal, una buena persona pero masacró sin piedad y con saña”!… “Aunque todos concluyen que no había patología que diera cuenta del motivo”.

Obvio, no estaba loco. Solo un poco molesto.

Nunca odié a mis mujeres, solo detestaba sus palabras y a esos malditos bichos que dan mal apariencia a mi casona.

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