Por Claudia Pussetto
Mabel estaciona el auto y saca la llave del contacto. Mira al marido y levanta un poco el mentón, señalando la puerta. Blas sabe que ella se impacienta y decide no contrariarla, ya fue suficiente con la escena de la tarde. Él se baja y del asiento trasero toma la botella de vino y los abrigos de ambos.
Caminan hasta la entrada de la casa del matrimonio amigo. Más amigos de ella que de él: ambas mujeres trabajan en la misma escuela. Mabel se adelanta y toca el timbre, él se queda un paso atrás y mira el pequeño jardín: le gusta porque se ve muy cuidado. El dueño de casa les abre, saluda a Mabel con un beso y a él le palmea un hombro. Blas se siente incómodo al tener ambas manos ocupadas y mira al piso. La anfitriona los saluda y le recibe las cosas. Después las mujeres van a la cocina.
Los dos hombres toman vino y pican quesitos, mientras conversan de las últimas noticias sobre ese virus chino que está complicando la vida en otros países y parece que ya llegó a este. No profundizan demasiado y Blas se distrae con el gato de la casa que se le refriega entre las piernas. Le gustan los gatos. Le gusta la casa, con esas plantas por todos lados. Mabel pasa cerca y lo mira. Toma nota mental: más me vale que me sacuda los pelos del gato antes de irnos.
Se sientan a la mesa y se sirven una comida elaborada, pedida por delivery. Blas escucha la conversación de las mujeres. Están hablando de cuánto quieren a Mabel los alumnos y los padres. Es hábil, que la parió, piensa mientras se rasca detrás de la oreja. Cuando la conoció él también creyó en esa máscara. Después, descubrió la verdadera cara de Mabel. Se toca el brazo y siente bajo la ropa el ardor de la piel lastimada.
Se da cuenta de que le están preguntando algo y contesta para salir del paso. Siempre trata de hablar poco y sin opinar. Mabel le ha dicho infinidad de veces que sus opiniones ridículas la dejan mal parada. Piensa que alguna razón tiene, aunque en su pasado de joven militante sí que le gustaba opinar.
De todas maneras, es mejor quedarse callado.
Hasta que le preguntan si consiguió trabajo. Y antes de que pueda decir nada, Mabel contesta. Se pone rojo hasta las orejas. La amiga mira a Mabel con pena y le palmea una mano. Blas se excusa y se levanta para ir al baño. En el camino piensa que está cansado de intentarlo, pero en cada entrevista le dicen que está sobre calificado, infra calificado, pasado en edad. Tampoco es para que ella me avergüence así.
Antes de salir del baño, mientras se lava las manos, se mira en el espejo. Un poco inútil soy, si no, ya habría encontrado trabajo… o hubiera podido cambiar de vida. Decide que está muy pesimista esta noche, se alisa el pelo y vuelve al comedor.
Los demás están hablando de una maestra que acaba de ser madre. Ahora viene el cuadro de “la pobre Mabel que no pudo realizarse” y el silencio donde todos me miran, piensa mientras se sienta. Ya no quiere preguntarse más si su culpa consiste en que se casó con más de cuarenta años o en que es poco hombre para ella o en que lo que ella disfruta en la cama a él lo llena de pavor. Pero respira más tranquilo cuando la conversación deriva en algo que tienen que criticarle a la directora de la escuela.
A la hora del café, el anfitrión le pide a Blas que lo ayude a sostener el portón porque tiene el mecanismo trabado para que él pueda entrar el auto. Al terminar, el otro le palmea la espalda y le pregunta como está, que hace rato que no lo ve bien, que si necesita algo. Blas le esquiva la mirada y le dice que está bien, un poco preocupado por el tema del trabajo. ¿Qué más le va a contar? Si le dijera la verdad, el otro no le creería.
Nadie le creería.
Recuerda esa vez, cuando aún tenía trabajo, que quiso instalar el tema de los hombres maltratados por mujeres. Y los demás tomaron todo a burla: que cómo iba a ser eso posible, que se trataría de maricas, que los hombres nunca son los débiles.
Se encoge de hombros mientras vuelve al comedor, caminado detrás del dueño de casa.
La velada termina bien y Mabel parece contenta. De vuelta en la casa, ella se dirige a la habitación matrimonial y de camino le dice “date una ducha que te espero”.
Él enciende el televisor iniciando una serie de rutinas pausadas para demorar el ingreso al dormitorio.
Lo sorprende un cartel rojo al pie de la pantalla: a partir de esa madrugada se inicia la cuarentena obligatoria de por lo menos quince días.
Está encerrado.
Con Mabel.
Se le aflojan las piernas y se sienta en el sillón, transpirando.