Por Claudia Pussetto
Boris buscó un escondite. La mamá estaba trabajando. El papá dormía y tenía ese olor que la abuela una vez dijo que era de borrachera.
Pensó en dónde habría un buen lugar. En la cocina estaba el papá y en su pieza no entraba nada más que la cama. Entró a la pieza de los papás y corrió la caja con ropa que estaba entre el ropero y la pared. Se metió en el hueco y movió de nuevo la caja, que imaginó que era una puerta.
Se sentó sin problemas porque, aunque tenía cinco años, parecía más chico. Imaginó que estaba dentro de un tubo. Acomodó el muñeco de la capa roja sobre una pierna y el robot al que le faltaban los brazos sobre la otra. Con ellos se internó en el juego y voló a un mundo fantástico.
Se asustó al escuchar que el papá le gritaba a la mamá. ¿Por qué estaba la mamá en la casa? Se quiso levantar para esconderse en otro lado pero no pudo: los gritos se acercaban. Se hizo una bolita, de costado, con las rodillas en el pecho y le quedó una línea entre la caja y el ropero por la que podía mirar.
El papá traía a la mamá agarrada del brazo.
—Pará, Boris te puede oír —dijo ella, en un susurro.
—Debe estar en la calle —dijo él, que hablaba como si tuviera algo adentro de la boca. Siempre hablaba así cuando olía a borrachera—. Y ahora, turra, decime qué tipo te regaló ese perfume que traés.
Le costó a Boris escuchar porque ella hablaba bajo.
—Me lo dio la señora Adela, porque dice que a ella le saca granos en el cuello.
El papá tiró a la mamá sobre la cama, se sacó una zapatilla y se arrodilló al lado de ella.
—Mentirosa —gritó.
Boris se tapó la boca con un puño para que no se le escapara ni un sonido.
Él le pegaba a la mamá.
En la cara.
En la cabeza.
En los brazos.
Ella se fue haciendo una pelota, como Boris en el escondite, pero no dijo nada. Después, el papá se bajó de la cama y salió de la pieza, tropezando.
Boris lloraba y se mordía.
La mamá se sentó y se llevó la remera hasta la cara para secarse los ojos.
Boris se quedó solo pero no se pudo mover. Antes los había escuchado gritar, pero nunca había visto que el papá le pegara a la mamá. Por eso a veces ella estaba lastimada. Era mentira cuando le decía que se había caído o que se había chocado la puerta.
Se miró la mano: tenía los dientes marcados.
Esa noche el papá jugaba a las cartas con dos amigos en la cocina. A Boris le gustaba eso, porque eran las noches en que con la mamá se acostaban en la cama grande. Ella le contaba historias lindas, le hacía cosquillas, lo abrazaba y el sentía el olor de ella: a jabón y lavandina. Pero la mamá se durmió antes de contarle la historia.
Él se levantó para ir hacer pis y escuchó su nombre. Se quedó quieto frente a la puerta del baño, mientras el papá decía:
—…y ella me dijo que no le pusiéramos Boris, porque significa pelea.
Los tres hombres se rieron fuerte.
Boris se metió en el baño y cerró la puerta sin hacer ruido. Acercó un cajón al lavatorio y se subió para mirarse en el espejo. Se inclinó hacia adelante y agarró el cepillo del pelo de la mamá, el de mango de madera y pinches largos. Lo cambió de mano para tomarlo de los pinches y los apretó hasta que se le hundieron en la piel. Después lo levantó y mirándose al espejo se pegó.
En la cara.
En la cabeza.
En los brazos.
Se pegó hasta que dejó de doler.