Por Claudia Pussetto
Ilustración: @theaustralianboy
Estoy sentada en tercera fila. El centro de congresos siempre me pareció un elefante blanco, con toda esa estructura mal aprovechada. Trato de distraerme en estos pensamientos para no hacer caso a la sensación de tener electricidad en cada terminación nerviosa. La angustia otra vez quiere dejarme sin respiración.
A mi alrededor hay personas de todo tipo, la mayoría muy jóvenes. Paseo la mirada entre las cabezas que alcanzo a ver sin hacer movimientos exagerados y no puedo evitar detenerme en esas chicas de cabellos de colores, cuellos tatuados, piercings atravesándoles la carne. Me provocan una mezcla de fascinación y rechazo: parecen tan dueñas de sus cuerpos y a la vez tan proclives a dañarlos.
Recuerdo por qué estoy acá y se me encoge el estómago. Ramiro.
No. El motivo es mi relación con Ramiro.
O Ramiro.
Mis pensamientos se vuelven grises y confusos. Y sé que se pueden poner peor. ¿Por qué no logro controlar este descenso en mi cabeza si soy una mujer fuerte?
No, era una mujer fuerte.
Tenía claro lo que quería, hacia adónde iba, lo que debía rechazar. Una profesión exitosa, un ex marido que era buena gente y algunos amores que me habían dejado más ganancias que pérdidas.
Hasta la noche en que conocí a Ramiro. Lo vi entrar en la fiesta y no pude dejar de mirarlo; con ese físico equilibrado, esas facciones angulosas. Era idéntico a mi ideal de la belleza masculina. Cuando nos presentaron y lo escuché hablar, me pareció uno de los “vende humo” que ya conocía bien. Pero me duró poco. Fui sintiéndome tan halagada y hermosa ante sus ojos y sus palabras que rechacé mis instintos sociales. Después de todo, ya había pasado demasiados años dejándome guiar por mi cabeza, los cuarenta me parecieron una buena edad para las emociones.
Y sí que fue emocionante. Por poco tiempo. Cuando mis tripas gritaron con fuerza que me fuera, ya estaba atrapada en ese círculo de manipulación. No lo vi venir. Justo yo, que era fuerte y que tenía todo claro. Yo, que pensé que la violencia era un estigma de mujeres con poco amor propio.
No me di cuenta de la manipulación aunque sabía que algo no estaba bien. Y cada vez que quise dejarlo me envolvió en su tela, haciéndome sentir una mala persona, una miserable, una manipuladora. Su mayor habilidad, hasta hoy, es volver sus traiciones en mi contra y convertirme en la culpable de sus comportamientos erráticos. Y hasta hace tan poco yo lo creía. Y lloraba por mi descenso a esa oscuridad ya que de pronto yo era mala.
Miro alrededor y caigo en la cuenta de que está por empezar la charla. Me asombra que haya podido mirar hacia atrás con claridad: hasta hace minutos y desde hace tanto tiempo todo era confusión.
Se apagan las luces y entra un hombre de treinta años en silla de ruedas. La promesa de la conferencia es que nos va a contar cómo llegó a ser lo que es después de superar el accidente que lo dejó así a los veinte años. Estoy acá porque me sacó la entrada Carla. Mi amiga, que ahora me cobija en su casa, que es testigo de mis noches de insomnio y llanto, que con los silencios y los tés de jengibre y miel fue ayudándome a ponerme de pie. No quise defraudarla y acepté venir.
El conferencista empieza a hablar y me cuesta concentrarme. El relato de dolores y desgracias ajenas me hace mal, por lo que suelo evadirme ante alguna historia como ésta. Pero ahora me obligo a escuchar, algo en esta voz habla de esperanza y me aferro a eso.
No puedo evitar la comparación. Yo también estaba entera y fuerte, con una vida llena de planes. Yo también tuve un accidente terrible y ahora estoy rota. Porque cuando me llené de coraje y armé mi valija para llevarme las cosas que de a poco había ido mudando a su departamento y él enloqueció y me lanzó contra la pared y mis huesos crujieron y me agarró del pelo mientras trataba de huir y me tiró al piso y me pegó una trompada y me tapó la boca y la nariz y yo sentí que me moría… ¿no fue igual de terrible que un accidente? Porque el vecino que empezó a golpear la puerta al escuchar lo que pasaba fue como el paramédico que te salva de morir entre los hierros del auto chocado. Porque el recuerdo borroso hasta que me desperté en la casa de Carla fue como si me hubieran llevado semi inconsciente a un hospital.
Un escalofrío me recorre y vuelvo a concentrarme en las palabras del conferenciante. Ahora está diciendo algo sobre un click. Me enderezo, trato de escuchar mejor. Empiezo a sentirme atrapada por las palabras.
El click lo siento dentro de mi cerebro. Algo se enciende, se ilumina, se llena de calor. Una claridad me invade.
Yo elegí ser víctima en este cuento.
Yo me dejé convencer de que la culpa era mía.
Yo decidí que la manipulación tuviera efecto.
Porque me cegó la soberbia de pensar que eso les pasaba a las mujeres débiles. La soberbia de sentir que ya conocía todo y nada me podría sorprender por la espalda. La soberbia que impidió hacerle caso a mi estómago y a mi corazón cuando me decían que era urgente salir de ahí.
Comprendo, con una nitidez que me sorprende, que yo SOY fuerte. Pero de otra manera a la que creía. Soy fuerte porque puedo elegirme, quererme, cuidarme. Porque no hay techo para mis sueños. Porque no hay límite para mis amores.
Me parece tan evidente que me empequeñecí a mí misma aceptando a un violento como compañero, que apenas puedo respirar.
Termina la charla. Desde el pecho me invade un agradecimiento que quisiera proyectar de alguna manera sobre ese hombre que desde el escenario sonríe ante los aplausos.
Me levanto y llego a la salida. Me tiemblan las piernas. Me encojo de miedo.
No voy a poder.
Ahí afuera está el monstruo, esperándome.
A unos metros encuentro a Carla, que me abraza sin preguntar nada. Y mientras caminamos hacia el auto me doy cuenta de que hay gente que me quiere y que forma una red. Ellos impedirán que mi salto sea al vacío.
Antes de subir la miro por encima del techo del auto y Carla me sonríe. Te quiero amiga, sale de mi boca.
Me siento liviana.