Por Yurimia Boscán
Se llama Felipe y es un chamo de esos que llaman millennial. Vino al mundo atravesado por el arte y la poesía, así que es poeta. También es un buscador. Por eso no se toma nada tan en serio, ni nada a la ligera. Busca y, por lo general, encuentra: encuentra a un viejo maestro asmático que abre páginas como si fueran ojos, enhebrando el irrompible hilo con su discípulo; encuentra una manada, amigos y amigas con quienes se empeña en cruzar ciertas fronteras escriturarias y, tal como lo hicieran aquellos muchachones de la generación Beat hace 100 años, va tras la palabra enredada en la configuración de su rostro en flor, un modo de decir propio, un vuelo detenido en el soliloquio con un zamuro.
Credo de Felipe Ezeiza
El zamuro reposa mientras yo naufrago en creación, me tiendo frente a él. Me observa con sus ojos de condena, imitando el momento en el que Fausto, en su desdén, entregó su esencia en busca de asombro.
El zamuro voltea a ver el cielo al igual que nosotros lo contemplamos. Encogido, aprieta sus alas hasta atarlas aprendiendo a ser humano. Puede que él también crea que el alma vuela en globos de sentimientos.
Sentado frente a él me pregunto al ver sus cuencas vacías si puedo llenar sus ojos con algo en qué creer.
Hacerle creer en la ternura, el canto, el abrazo, la risa. Luego en la mirada. Y cuando crea en la mirada, vea estrellas en sus ojos.
El zamuro se mantiene inmóvil como la estatuilla de un santo olvidado. Deseoso de ser hombre repite mis palabras:
Creo en los besos de amor como la verdadera unidad
sobre cualquier contrato, y la belleza en su ruptura.
Creo en la caricia que ama para comprender lo que le aterra:
la piel, pradera del beso, manto de poesía;
el silencio, voz más poderosa dentro del caos.
Creo en la vida.
Creo en los epigramas de Ernesto Cardenal,
pues al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido,
pero mucho ha ganado mi poesía.
Creo en las palabras de Carlos Drummond de Andrade,
que tantas veces me han sanado.
La insoportable verdad en la destrucción de los amantes.
La flor y la náusea, su retrato de familia
Creo en la familia, y su amor
que pudo salvar al asustadizo niño Kafka
aplastado por su padre.
Creo en los amorosos, tan cercanos tan lejanos.
Creo en los andariegos, mis hermanos emigrantes
que se tatuaron mis poemas y se fueron corriendo a su libertad.
Creo en los soñadores, los que huyen de El Paraíso
en busca de algo mejor.
Creo que somos más que hombres cuando soñamos…
Al ver soles en sus ojos, le digo que, más que creerlo,
lo sé con certeza:
Un sueño que brilla entre las sombras
puede transformar la realidad.
El zamuro bate sus alas de ángel obscuro.
Vuela alto el soñador.